El cura del pueblo era un santo varón al que acudía la gente cuando se veía en algún aprieto. Entonces él solía retirarse a un determinado lugar del bosque, donde recitaba una oración especial. Dios escuchaba siempre su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.
Murió el cura, y la gente, cuando se veía en apuros, seguía acudiendo a su sucesor, el cual no era ningún santo, pero conocía el secreto del lugar concreto del bosque y la oración especial. Entonces iba allá y decía: «Señor, tú sabes que no soy un santo. Pero estoy seguro de que no vas a hacer que mi gente pague las consecuencias... De modo que escucha mi oración y ven en nuestra ayuda». Y Dios escuchaba su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.
También este segundo cura murió, y también la gente, cuando se veía en dificultades, seguía acudiendo a su sucesor, el cual conocía la oración especial, pero no el lugar del bosque. De manera que decía: «¿Qué más te da a ti, Señor, un lugar que otro? Escucha, pues, mi oración y ven en nuestra ayuda». Y una vez más, Dios escuchaba su oración y el pueblo recibía la ayuda deseada.
Pero también este cura murió, y la gente, cuando se veía con problemas, seguía acudiendo a su sucesor, el cual no conocía ni la oración especial ni el lugar del bosque. Y entonces decía:
«Señor, yo sé que no son las fórmulas lo que tú aprecias, sino el clamor del corazón angustiado. De modo que escucha mi oración y ven en nuestra ayuda». Y también entonces escuchaba Dios su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.
Después de que este otro cura hubiera muerto, la gente seguía acudiendo a su sucesor cuando le acuciaba la necesidad. Pero este nuevo cura era más aficionado al dinero que a la oración. De manera que solía limitarse a decirle a Dios: «¿Qué clase de Dios eres tú, que, aun siendo perfectamente capaz de resolver los problemas que tú mismo has originado, todavía te niegas a mover un dedo mientras no nos veas amedrentados, mendigando tu ayuda y suplicándote? ¡Está bien: puedes hacer con la gente lo que quieras!» Y, una vez más, Dios escuchaba su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.
Anthony de Mello, El canto de la rana, Sal Terrae, Santander 1988, págs. 14-15
1 comentario:
Yo no poseo oración ni lugar especial para rezar, pero se, desde lo más profundo de mi corazón, que es imposible que Dios no escuche cuando se pide por los demás.
Un abrazo.
Ibso.
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