Esta entrada me la ha sugerido un comentario hecho en otra entrada mía, allá por el mes de diciembre (“Un corazón hecho de amor”), en la que relaté una experiencia en la catequesis infantil de la parroquia.
«Es muy bella la inocencia de los infantes por espontánea, aunque a veces me planteo si prefiero la humildad de los ancianos, porque muchas veces está bruñida en experiencias mil», era la rúbrica que entonces se me dejó.
No voy a discutirlo; puede que la humildad, esa virtud tan pequeñita, no esté repartida debidamente, y que puestos a investigar sea posible que no la encontremos donde la busquemos, al menos con la justa distribución con que debiera acontecer. Para mí que ni entre niños, ni entre viejos. ¿Estará entre los de edad incierta?
Por esas cosas de la vida me toca chuflar con unos y con otras, con toda edad y condición, y me bato el cobre en un único idioma. Digo esto último para que se comprenda que no debiera haber lugar a dudas de malas interpretaciones, que si dije esto pero quería decir lo otro, que si me entendiste mal porque hablé muy deprisa, que si es que me expreso en un lenguaje poco habitual…
Para mí la humildad no se da entre los infantes, como tampoco se da en la edad provecta. Sencillamente porque no se trata de ningún fruto que madure por sí mismo y caiga al suelo de puro estar en sazón. Así es posible que ocurra con otras características humanas, llámense o no virtudes.
La violeta dicen que es el paradigma de la humildad. Su olor se percibe en medio del bosque mucho antes de que nuestro ojo llegue a descubrir dónde se oculta. No hizo nada la violeta para ser humilde, así nació, así es.
La humildad es una trabajosa ganancia que sólo se consigue a fuerza de negarse a sí mismo una y otra vez. No es suficiente que te nieguen otros. No basta carecer de todo para ser humilde. No es el resultado de un proceso reflexivo como el que dice, pues visto lo visto, y ya que no cabe otra cosa, vamos a ver si siendo humilde soy alguien.
La humildad exige elección. Hay que decidirse a ser humilde, elegir serlo, ponerse en el lugar del humilde, revestirse de humildad, convertirse a la humildad. La humildad ha de salir de lo más profundo, y no importa tanto cómo y por dónde aparezca; sí importa que sea. Y desde luego si aparece, y lo hace a la primera, mala humildad será; porque la humildad es la virtud de la invisibilidad, quien lo es, sencillamente no aparece en escena, está “desaparecido”, no cuenta para nada.
La persona humilde no se desprecia, pero aprecia a cualquiera por encima de sí. El ser humilde no es servil, pero está al servicio de todos. El humilde se conoce, vaya que sí, y sabe de sus limitaciones y carencias; por eso aprecia tanto las virtudes y valores de los demás. Valora, cómo no, su vida, pero mucho más la vida de los otros, incluso puede llegar a ofrecerse por ellos, poniéndose en su lugar. Hace cosas, es persona trabajadora, incluso una pizca más que la media, pero en su apreciación el esfuerzo de los otros es siempre mayor que el suyo, y el resultado, ¡dónde vamos a parar!, siempre el de los demás alcanza la excelencia.
No es una persona falsa, la humilde, que mienta, engañe y oculte; que va, no es capaz. Pasa perfectamente por tonta del bote, incluso puede llegar a ser el hazmerreír del grupo, un necio, loco de remate. Ella lo verá con naturalidad y en absoluto se molestará si causa risa o mofa. Llegado el momento, perdonar es lo suyo, olvidar por completo; y pedir perdón, eso también. Por todo y por nada, por ser, por estar, por no encajar…
No han tenido tiempo los infantes de ser humildes, con el tiempo, todo se andará. De momento dejemos que sean inocentes, que ya es bastante.
No aprovecharon bien el suyo los ancianos, por el hecho de serlo, para llegar a la humildad; se han podido quedar en muchos casos en “humillados”, que no es lo mismo.
Pero quien en la infancia, en la adolescencia, en la juventud, en la madurez o en la ancianidad logra ser humilde, hace dichosos y dichosas a cuantos y cuantas se rozan con él. Es una suerte de tal categoría, que yo lo prefiero al oro acrisolado.
Bien es verdad que hay un campo abonado donde la humildad puede florecer con más naturalidad: allá donde nada se tiene, nada se figura, nada se espera, sólo se vive el presente y el futuro vete tú a saber en qué consistirá. Ahí todo es posible, incluso la humildad.
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