Llegaron en taxi, y me sorprendió más que nada por la hora, a media mañana de un día cualquiera. En taxi llegan a bautizos, funerales y a las raras bodas que aquí se celebran. Al pronto no me di cuenta; ocupado en cualquier cosa, tal vez barriendo, en la cocina, o arriba ordenando salas, pensé que sería para el taller que hay al lado. Cuando me asomé, vi que alguien estaba dentro de la iglesia, y andaba buscando, no rezando.
No sé si tuve que bajar o simplemente salir; crucé la calle y me acerqué. Alguien desde el taxi reclamó mi atención. El taxista me preguntaba si era la parroquia correcta. Le dije que sí. «Es que quieren hablar con usted. ¡La de vueltas que hemos dado para llegar! » «Un poco escondido sí que está.» La voz del interior era de mujer.
El taxi era de los grandes, con capacidad para sillas de ruedas. Adentro estaba ella, sobre los ochenta, piel de manos y cara cuidada y con arrugas más bien escasas. Primorosamente peinada y elegantemente vestida. «Mi marido está ahí dentro, pero háblele alto, que está sordo». Él ya salía y me encuentro un señor, payá también de los ochenta, fuerte y sanote, sólo que con un sonotone sin disimular.
«Que le estamos buscando porque somos nuevos. Venimos a la urbanización Z. Y ya ve, somos viejos y estamos viejos».
La charla se alargó más de lo que convenía con un taxímetro en marcha. Pero yo no pagaba y ellos no mostraban prisa. Así que hablamos un buen rato y al final dijeron que venían a pedir la comunión. Qué cómo se hacía por aquí.
Yo les expliqué lo que acostumbro hacer con mi gente: los domingos, mientras ponen la misa en la tele, yo me acerco a sus casas y se la llevo. Que a unos les pilla al principio, a otros al final y a los más en el medio. Rara vez me descuido y llego cuando ya ha terminado.
«Y ¿no le resulta molesto? A nosotros nos da igual cualquier día de la semana.» Les dije que no, y que era lo que hacía. Que entre semana como que no pegaba.
Total, que quedamos en vernos el domingo próximo sobre la hora indicada, alrededor de las once.
Desde entonces cada domingo iba a su casa, comulgaban y no pasábamos de cuatro palabras, porque había más gente a la que visitar. Pero siempre había un ratín para cambiar alguna impresión. Entre lo que decían, lo que yo veía y lo que me imaginaba, me hice un cuadro más o menos aproximado.
La misa no la seguían por la tele, sino por internet. Y al tiempo leían la prensa. Me llamó la atención. Eran cultos, y cultivados. Si tenían pasta, al menos no la ocultaban.
Un domingo me encontré la puerta cerrada y la de la verja también. En la de dentro había un papel pegado que por la distancia no pude leer. Al domingo siguiente me dio ella la explicación. «Se murió él.» Mientras me lo contaba y durante el resto de domingos siguientes no dejó de usar el pañuelo de papel para enjugarse ojos y nariz. No sabía -o no podía, o las dos cosas- encajar aquel golpe que la vida le había dado. Comulgaba, sí, pero ahora lo hacía para encontrar aguante y poderlo soportar.
El domingo pasado fue distinto. Me pidió hablar. Miré el reloj y asentí. C, que me estaba esperando, no se iba a ir a ningún sitio y entendería el retraso. Habló largo y tendido, de su vida, de su matrimonio, de su familia, de su viudez, y de que tenía que irse a una residencia. Seis hijos paridos, cinco vivos. No podía continuar viviendo así, como un mueble más, sin hablar con nadie en todo el día, bien comida, pero sola.
No quería, pero tenía que hacerlo.
Salí mal, con el corazón y las tripas doloridas. Y recordé que los míos murieron en casa. También se me vino a la mente la imagen de las residencias de mayores que tengo visitadas en la parroquia, la imagen tan triste que siempre que vuelvo a ellas no consigo sacarme de encima.
7 comentarios:
Lo normal en mi reducido mundo es que los mayores se retiren, nos vayamos retirando voluntariamente del mundanal ruido y se dediquen a pasar la vida con cierta nostalgia y cierta fruición premonitoria de la muerte, que no signifique otra cosa que echarse una siestecita para no volver a despertar.
La cuestión de la soledad ya es harina de otro costal. Un abrazo.
No sabría qué decir sobre este relato tan real como triste. Para allá vamos todos y ojalá que sea lo más tarde posible pero en buenas condiciones - o mejor en condiciones razonablemente buenas-. Me conmueven los indefensos, niños y ancianos y la falta de sensibilidad para con ellos. No sé, Míguel, también a mi se me hace un nudo en el estómago con la tristeza de la anciana solitaria.
Besos
si, algunas residencias nos dan dolor de corazon, aunque creo que ese no es el tema central,sino lo de los cinco hijos...
Creo que si se tiene una economía un poquito holgada, lo mejor es contratar a alguien en casa que te ayude y te cuiden los años que haga falta, aunque los hijos se queden sin herencia, que para eso lo han ganado los padres, que los hijos y nietos se eduquen en llamar y ser cariñosos, si nos al revés que los abuelitos estén pendientes de llamarles a sus nietos y preguntar estar un rato en conversación, las personas que estamos mucho tiempo en casa, es bueno hablar por teléfono cada día con personas diferentes, para oír otras voces y estar al tanto de las preocupaciones o tareas de los seres que quieres eso de encerrarse en una residencia es lo mas triste que veo no hay calor y normalidad se te trata a turnos puffff es horrible…claro que hay situaciones…….pero si uno puede controlar minimamente su vida hay que seguir siempre en casa en tu ambiente y con ayuda….Por eso el 11 de Septiembre desde la Plaza Atocha a las 18h. en Madrid un gran numero de personas con movilidad reducida saldremos a la calle a informar que es mas económico que el estado nos de el dinero directamente y poder vivir en nuestro entorno,con dignidad que no irte a una Jaula aunque sea de oro……
emejota, ¿retirada? ¡Qué desperdicio! Pienso que lo natural es morir con las botas puestas. ¡Ay de la sociedad que prescinde de l@s viej@s!
Ni arrinconados, ni solos. Es cuando más pueden dar, sin las responsabilidades de otro tiempo, y con todo el cariño acumulado.
Un abrazo.
Julia, tampoco yo, en este caso no tuve palabras más que para contarlo.
Besos.
alfonso, en efecto, aquí el tema es la familia. No la conozco, no puedo hablar. Tampoco, en caso contrario, haría un juicio. Pero…
Nubes-y-claros, las residencias están muy bien para determinadas situaciones, pero se están convirtiendo en el lugar necesario. Y muchas personas ancianas se ven forzadas a ir allá, y las familias no se organizan adecuadamente para impedirlo. Así están las cosas.
Estoy enterado de la manifestación del 11S en Madrid. Que tengáis fuerza para lograr lo que pedís.
Mi madre nunca quiso estar con ninguna de sus hijas. Tampoco con su hijo. Le buscamos una chica que la cuidaba como a su propia madre; mi hermana pequeña vivía en la casa de enfrente; yo iba de vez en cuando a comer con ella.
Cuando se puso enferma , a sus 96 años, decidió morirse.
Hoy hay cantidad de personas que cuidarían a una anciano, le harían compañía, le leerían libros o le escucharían hablar. Es lo que dice Nubes: se paga con alegría lo que han ganado con esfuerzo. Y los hijos, por turnos y de acuerdo, cada día de visita, acariñando. Creo que no es difícil si hay buena fe.
Tampoco las residencias son mala idea si las personas lo necesitan. Hay ancianos insoportables que acaban con una familia (yo conocí algún caso: maquiavélicos, liantes, manipuladores, egoístas). Y, seamos realistas: tu o yo. Yo.
mariajesús, entiendo perfectamente lo que hizo tu madre. La cuidasteis muy bien. Chapeau.
En efecto, hay soluciones para todo, y están al alcance de todo el mundo. El problema es cuando la persona anciana “tiene que ir” a una residencia, no cuando ella decide libre y conscientemente. En casos excepcionales, soluciones también excepcionales. El o tú o yo no es de ese momento, es de mucho antes y debió de haberse planteado entonces. Ahora ya, sálvese quien pueda.
Publicar un comentario