Esto estaba en la entrada de nuestra casa. Eran otros tiempos. Meábamos muy alto. Y juntos. Y fuerte. Y en cantidad.
Recuerdo el 23F. Allí lo pasé. Allí lo pasaron muchos por miedo, por solidaridad, por miccionar y defecar juntos mientras pasaba el temporal (cagalera auténtica sufríamos), por reafirmar lo que parecía peligrar, por comprobar hasta dónde serían capaces de llegar, por esperar el amanecer…
Primero fue en el Paseo del Cid. Sí, junto al Pisuerga; al pie de aquella arboleda con el cesped desvaído y maltratado. Tropecientos; era el principio, variedad y río revuelto, cantidad exuberante más que serio y discreto discernimiento, sin ascensor porque sobraba entusiasmo, tampoco calefacción ¡qué falta hacía!
Luego ya en Nueva del Carmen, cerca de la vía, a la otra punta de la ciudad, entre el mundo laboral, vecinal y reivindicativo. Al margen del Esgueva, cuando era arroyo y vertedero, y Ventura aún pisaba polvo y barro. Muchos menos, más orden, más sensatez, más diálogo, mayor exigencia.
Era mesa abierta, cama segura, libertad incondicional, desparpajo contenido, familia consensuada, referente y paso obligado en tiempos de autodefinición y resituación personal y colectiva, contenedor de posibilidades, azotea donde otear iniciativas y novedades, cocedero de realidades, parada y fonda, lugar de encuentro y punto de partida…
Muchos años permaneció en aquella pared, junto a la entrada, el cartel. Hacía sonreír a los amigos, extrañarse a la visitas, mirar al bies a los formales y congeniar a los juramentados. Desapareció y desconozco dónde fue a parar una vez que, ya todo ordenado y muy compuesto, hubo decisión general de adecentar la casa, darle una mano de pintura y poner cada cosa en su lugar.
Sí, el lugar lo fue encontrando cada quien; a partir de algo que no fue un sueño, ni una fugaz experiencia, sino una bofetada a la idiotez, una auténtica patada a los buenos juicios según regla, un guiño de libertad desentumida, un canto improvisado, un rezo confiado, una sonrisa de inquietud genuina e ingenua.
Mientras se meó en libertad y todos juntos, no faltó esperanza, ni alegría, ni procaz atrevimiento.
Fue "la comuna", en la que viví, donde conviví y comulgué unos años de mi vida, antes de aterrizar en otro lugar, estación término quizás, tal vez sólo de paso, donde sigo meando, solo y junto a, y con la esperanza metida en mi mochila de colores.
Ya no meo tan fuerte ni tal alto, pero lo hago muchas más veces y en cantidades suficientes. Ingenuidad y genuinidad, tampoco faltan. Desparpajo y procacidad, lo justo.
Recuerdo el 23F. Allí lo pasé. Allí lo pasaron muchos por miedo, por solidaridad, por miccionar y defecar juntos mientras pasaba el temporal (cagalera auténtica sufríamos), por reafirmar lo que parecía peligrar, por comprobar hasta dónde serían capaces de llegar, por esperar el amanecer…
Primero fue en el Paseo del Cid. Sí, junto al Pisuerga; al pie de aquella arboleda con el cesped desvaído y maltratado. Tropecientos; era el principio, variedad y río revuelto, cantidad exuberante más que serio y discreto discernimiento, sin ascensor porque sobraba entusiasmo, tampoco calefacción ¡qué falta hacía!
Luego ya en Nueva del Carmen, cerca de la vía, a la otra punta de la ciudad, entre el mundo laboral, vecinal y reivindicativo. Al margen del Esgueva, cuando era arroyo y vertedero, y Ventura aún pisaba polvo y barro. Muchos menos, más orden, más sensatez, más diálogo, mayor exigencia.
Era mesa abierta, cama segura, libertad incondicional, desparpajo contenido, familia consensuada, referente y paso obligado en tiempos de autodefinición y resituación personal y colectiva, contenedor de posibilidades, azotea donde otear iniciativas y novedades, cocedero de realidades, parada y fonda, lugar de encuentro y punto de partida…
Muchos años permaneció en aquella pared, junto a la entrada, el cartel. Hacía sonreír a los amigos, extrañarse a la visitas, mirar al bies a los formales y congeniar a los juramentados. Desapareció y desconozco dónde fue a parar una vez que, ya todo ordenado y muy compuesto, hubo decisión general de adecentar la casa, darle una mano de pintura y poner cada cosa en su lugar.
Sí, el lugar lo fue encontrando cada quien; a partir de algo que no fue un sueño, ni una fugaz experiencia, sino una bofetada a la idiotez, una auténtica patada a los buenos juicios según regla, un guiño de libertad desentumida, un canto improvisado, un rezo confiado, una sonrisa de inquietud genuina e ingenua.
Mientras se meó en libertad y todos juntos, no faltó esperanza, ni alegría, ni procaz atrevimiento.
Fue "la comuna", en la que viví, donde conviví y comulgué unos años de mi vida, antes de aterrizar en otro lugar, estación término quizás, tal vez sólo de paso, donde sigo meando, solo y junto a, y con la esperanza metida en mi mochila de colores.
Ya no meo tan fuerte ni tal alto, pero lo hago muchas más veces y en cantidades suficientes. Ingenuidad y genuinidad, tampoco faltan. Desparpajo y procacidad, lo justo.
4 comentarios:
Importante llegar a ese "lo justo"
La palabra lacónica, ¿viene de lacón?
En este caso justo no viene de justicia, ni de justificar; menos de ajusticiar. Yo creo que no viene de ningún sitio, que es una palabra sin significado propio que usamos para no decir nada en concreto, pero terminar un escrito de alguna manera.
Todos juntos.....
Eso si me parece bueno.
No entiendo del todo lo que he leido, hay modismos locales , y no lo voy a achacar a mi edad porque sería una salida fácil.
Gracias por el comentario y las palabras de un ser leído con mucho afecto.
Cariños
¡Anda! esos sitios me suenan, allí te escribí algunas veces, era tu dirección y era, además, todo eso que cuentas y yo en la inopia o quizá se me ha olvidado, no entendí entonces que era aquello una especie de comuna estilo la parroquia del Pozo de Tío Raimundo aquí en Madrid. Vaya, vaya, no me extraña que sientas nostalgia ¡¡¡éramos jóvenes Míguel!!! y la vida entera por delante. Ya no, pero... pero nada esto ya no es lo mismo a pesar de la esperanza.
Besos
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