¡Cómo imaginar que aquel chaval espigado, aficionado
a cantar folk, estudiante de ICADE y tan buena persona, tiempo después sufriría
aquel terrible atentado en Atocha!
Conocí a Alejandro y lo traté apenas dos o tres
años, y a sus hermanos. Formábamos parte de una panda de amiguetes, unidos por
la edad, los ideales y determinadas convicciones. Las circunstancias nos
separaron y nos distanciaron.
Me pilló descolocado, como tantas otras cosas en mi
vida, y todo aquel revuelo lo sufrí desde la lejanía y el silencio de quien no
solo habitaba la periferia; había además un claro deseo de olvidar, de no dejar
salir cosas ya dormidas o directamente apagadas.
Al ver su foto de ahora descubro el tiempo pasado,
más en mí que en él. Detrás de sus palabras percibo que mantiene el tono
reflexivo, mesurado, diáfano, respetuoso y firme que me transmitió en nuestra
juventud. El azar nos juntó en un entorno de influencia jesuítica, -ICADE de Areneros,
Comillas de Moncloa y Sagrado Corazón de Ferraz-, a pesar de la disparidad de
procedencias y de la muy presumible diversidad de destinos. Y fue aquella una
época muy particular, finales de los sesenta, en que todo nos parecía posible a
pesar de que nada diera visos de facilitarlo.
Tan jóvenes como éramos, no pretendíamos comernos el
mundo, sólo vivir erguidos y andar nuestros propios caminos. Y eso es lo que resulta
que hemos hecho, sólo eso. Cada cual a su paso, sorteando más o menos los
obstáculos naturales y, cómo no, los artificiales.
A lo visto, sin embargo, a unos les fue en ello casi
la vida, en tanto que a otros nadie nos lo trató de impedir o simplemente no
fuimos conscientes y pasamos indemnes e ignorantes.
¡Cuarenta años son muchos años para llevar encima
tanta carga! Bienaventurados aquellos que sobreviviendo no han recocido el
corazón y lo han conservado limpio, cálido y generoso!
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