A la vista de la foto
se ve claro que hoy, a las diez, tengo que ir a mi dentista.
Igualmente está claro
que lo que brilla sobre la nota en la agenda es un tornillo. Es el recordatorio
de que no debo asistir a la cita sin llevármelo conmigo.
Me explico.
Pudo ocurrir en la
piscina, mientras nadaba, y haberlo perdido en la inmensidad del agua. Pero
sucedió al entrar de vuelta a casa, justo en la puerta. Un movimiento extraño
con la lengua, y el tornillo quedó mansamente depositado sobre ella. Porque es
el tornillo provisional del implante recién puesto en mi incisivo derecho.
Tres años casi llevo
con el hueco, porque un quiste forzó su extracción. El hueso ha tardado su
tiempo en rellenar el espacio, y hace quince días mi dentista favorita me lo colocó,
con más miedo que vergüenza. Tanto, que lo dejó flojito, por no forzar el más
cartílago que hueso de esa parte de la mandíbula.
El caso es que con
éste ya poseo tanto acero en mi boca como robocop. Y gracias a ello como lo que
quiero, especialmente manzanas verdes y duras, que me llenan la boca de agua
fresca recién levantado de la cama. Es mi placer favorito.
Mi madre, que también
le gustaban, tenía que comerlas cortaditas en finas lonchas, porque su
dentadura era una pena y daba para muy poco. Mucho sufrió de los dientes.
Mi padre, por el
contrario, la tuvo sanota hasta bien tarde, pero nunca le vi comer a mordiscos
una manzana. Ni una pera, ni nada de nada. El lo cortaba todo en cuadritos
exactos, como el pan…
Sin embargo, esa
dentición se vino abajo en un instante, merced a las tropecientas mil sesiones
de cobaltoterapia que le propinaron cuando se le detectó un cáncer de laringe.
Pasó de comer todo y de todo, a comerlo pero con dentadura postiza completa
arriba y abajo. Y ya no fue lo mismo.
Hoy, séptimo
aniversario de su fallecimiento, una simple tontería de un tornillo suelto me
lleva a recordar un detalle, igualmente tonto, de mi vida con mis padres.
En los últimos
tiempos, cuando ya se habían cortado ambos la coleta de irse en verano a
Alicante, mi madre se venía casi todas las tardes a mi casa dándose un largo
paseo, casi cuatro kilómetros, y luego a la vuelta o la acompañaba hasta el
autobús en La Rubia o la llevaba en el coche, según lo que ella dijera. El caso
es que no volvía a casa antes de las diez. Tu padre se hace su cena, se
encierra en la cocina y ¡lo que trajina! No le digo nada, pero me lo deja todo…
Un día le pregunté,
sabedor que papá no era precisamente un arguiñano, qué cenaba. Cojo una
manzana, una naranja, un plátano y algo más que pille en el frigo, lo echo en
el vaso y con la minipimer me hago un batido. Luego me fumo un cigarro.
Mira tú por cuanto,
el carnívoro mayor del reino, terminó cenando frutas varias en puré,
autogestionándoselo.
Esta mañana, a las
diez sin falta, Elena tiene este tornillo en su consulta, y que haga con él lo
que deba. Palabra.
2 comentarios:
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Suerte y a por el definitivo.
Mi padre falleció de lo mismo pero de esófago. La misma historia, aunque la cobaltoterapia se lo llevó en 40 días. Un saludo.
Miguel Angel,
Casualmente ayer se me partió un diente comiendo arroz caldoso con esos bichos de grandes patas...lo disfruté, pero tengo cita en el dentista, así que deseo a ti y a mi que nos vaya bien.
Me he reido con la sonrisa que ha colocado Pablo, muy acertada y divertida la foto.
Un abrazo.
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