Lo conocí recién
casado con la hija de un vaquero. En su juventud, no sé; pero luego sacó mucha
mierda de las cuadras, que el suegro no podía él solo con todo. Tanto es así
que recibió en premio la vivienda familiar cuando, jubilado, el paterfamilia
decidió volver a su Cantabria natal.
Probó lo que pudo,
y supo, en el ramo de la construcción. Él se las daba de escayolista, pero
igual le daba al hormigón, que al yeso, que si se me apura a la plastilina. Y
ahí fue donde me pilló. Se brindó a colocarme techos de escayola, en lugar de
los de cañizo que amenazaban ruina por pobres y por viejos.
Por aquel entonces
yo estaba en los principios, y si hubiera podido habría hecho todo yo solito,
tantas eras las ideas, las ganas, las fuerzas. Pero convine con él en ser su
ayudante, peón o sea, y él de oficial. Esto de oficial en el ramo de la
construcción estaba antes muy medido: oficial de primera, oficial de segunda,
oficial de tercera, y peón. Por encima estaba el encargado, y por delante de éste,
el jefe. O sheriff, o pirata, o empresario, según fuera o no legal o ilegal. El
título respectivo se daba y conseguía al poco más o menos; y sobre todo era la
experiencia in situ la que determinaba los ascensos o los descensos.
Total que, como peón
recién nombrado, fui aprendiendo poco a poco a hacer masa, y me llevó su
tiempo. ¡Cuántas calderetas me hizo tirar por estropeadas!
No hagas tanta
masa, que se nos viene muy rápido y no vale para nada, me decía. Y entonces yo echaba
una miajita, y entonces no llegaba ni para sujetar una placa.
Así, con todo eso,
fui aprendiendo el oficio junto a él. No es que él se lo supiera. Lo comprobé años
después, cuando todos los techos se vinieron abajo y hubo que rehacerlos, esta
vez con oficiales de verdad, que ya entonces teníamos con qué pagar.
Se llama J.C.,
pero yo le he llamado siempre “ojopicha”. Cariñosamente, por supuesto. Se debe
a un defecto en la vista que te hace dudar si está o no mirándote, si te ve o
no te ve, si se ríe de ti o contigo. En fin, esas cosas.
Siempre ha estado
disponible, y cualquier cosa que le pidiera me la satisfacía. No en vano yo soy
para él el curita cañón. (Este adjetivo data de hace muuuuuuchos años, y se
aplicaba a la moza sanota, guapa y con maneras. Nunca escuché tal palabra referida
a un mozo, y menos cura. Pero es lo que hay.)
He sacramentado a
todos sus churumbeles, bautizo y/o comunión, según edad y circunstancia. Hasta
ahí he llegado. Él, por su parte, ha mamado del almacén parroquial cuando las
cosas iban atravesadas. Estoy que me salen los macarrones con tomate hasta
por las orejas,
solía decirme en ocasiones, cuando la necesidad le apretaba y no había otro
condumio.
El caso es que hacía
tiempo que no le echaba el ojo, desde antes de las Navidades por lo menos. Y al
encontrármelo el otro día le pregunté por dónde paraba.
En Francia, me respondió. Y ahora dicen
que seguro que tenemos que ir a Italia. Donde sea que haya trabajo.
-Y si te mandan
a Alemania, ¿qué?
-Pues me voy, a
ver, hay que hacer lo que sea. ¡No te jode!
Ni sabe francés, ni sabe italiano, ni será capaz de
aprender el alemán. El castellano lo fusila, porque además es tartaja, como yo
cuando me pongo nervioso. En fin, que quién le viera al “ojopicha” paseando en
Berlín por la Alexanderplatz.
Me gustaría, que queréis que diga; me gustaría.
1 comentario:
Pues si, un hombre que busca trabajo y emigra para encontrarlo...ha de tener suerte...¡vaya que la ha de tener!
Eso le deseo.
Un abrazo.
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