El refrán dice «nunca es tarde si la dicha es buena», pero a mí me sale
ahora de esta manera. Y desde que ocurrió hasta se me ha cambiado el gesto.
Hace la friolera de casi tres años, en jueves santo, extravié o se
traspapeló la tapa roscada del portador de óleos, –crismeras–, que utilizo en
la parroquia. Por más vuelta que di, no lo encontré. Tuve que inventarme algo
para subsistir, y con un corcho lo apañé. No sirvió de mucho, y era feo a
conciencia. Tampoco era útil, porque el aceite lo impregnaba todo, por dentro y
por fuera; debía llevar el artefacto envuelto en papel absorbente, y aún así
manchaba.
Esta mañana, revolviendo en la cocina, apareció “milagrosamente” la
tapadera que había dado ya por más que perdida. Por fin está completo. Y estoy contento.
Juro que no me volverá a pasar, pero sé que lo hago en vano. El día que
tengo que recoger los Santos Óleos hay demasiado jaleo en la catedral. Además
de participar en la Misa Crismal, he de hacer cola ante una capilla lateral
para que me lo suministren y esperar cuando me atienden a que acierte con las
enormes basijas de utilizan. Al tiempo entra una procesión y la salida se pone
imposible. Tengo prisa, porque esa tarde la tengo muy llena y todos son
obstáculos a superar. No es de extrañar que algo se tuerza. ¡Cómo asegurar que
no volverá a suceder!
Por si volviera a ocurrir, guardaré el corcho. Un telar más a conservar.
Como este Cristo que he puesto ahora sobre el altar, en espera de que
llegue el restaurado. No hay prisa. También éste lo tenía por si acaso. Lo
traje del antiguo hospital provincial, una vez que un diputado me ofreció lo
que tuviera utilidad, porque iba a entrar la piqueta en el viejo edificio y no
había interés en conservar nada. De allí vino una barandilla de escalera,
varios armarios y vitrinas, sillas, mesas, incluso una caja entera de soperas
con las que suministraban caldo a los enfermos. Creo que ya no queda ninguna;
se las han ido llevando como regalo.
Es bueno tener almacén de cosas. Nunca sabes qué puede hacer falta.
Propiamente no acopio, cada cosa tiene su lugar. Este Cristo, por ejemplo, lo
tenía en mi casa, en un lugar digno de una pared de mi despacho. Los armarios,
en uso; y la barandilla, instalada desde hace treinta años. O sea, funcionando.
Nada que ver con las fotos, vídeos y grabaciones de voz que atesoran
emisoras de radio y televisión. Se llaman hemeroteca, videoteca, o fototeca
según la cosa. Y son un gran baúl que contiene lo que temen quienes piensan que
somos tontos y desmemoriados. Van de perfectos y salvadores. Tirar de recuerdos
supone para estas personas hacer público su mentiroso verbo y sus promesas
hechas en vano.
Esas sí son un pecado grave y un delito de lesa majestad. La real
dignidad de un pueblo al que representan tan mal y del que se ríen sin
contemplaciones. Y al que ciscan con la mayor de las desvergüenzas. E
impunidad… por el momento.
Yo prefiero mi almacén. Esta mañana mismo he encontrado un tornillo
caído y me lo he traído. Para por si acaso.
Con estos tres, Codorniz ha alcanzado la cifra nada desdeñable, –me
estoy pensando presentarla al Guinness World Records–, de dos
docenas de huevos en cincuenta y tres días. Afortunadamente no está emparejada
y yo no me veré en la obligación de instalar en mi chabolo una granja completa.
De cuatro en cuatro, o cinco de golpe, los voy incorporando al menú de la cena,
para mi satisfacción personal y como homenaje a este plumífero que ocupa un
rincón de la cocina.
Algunas veces me digo que lo hace para llamar mi atención y no se me
olvide echarle pienso. Otras no me digo nada y pienso que es así la naturaleza.
Como la de Tano, que al llegar la noche, intenta escalar hasta mis
rodillas. Lo aúpo y entonces gruñe amenazante a Luna y a Gumi, que pasan
olímpicamente. Un rato después, lo deposito sobre una silla y se relaja hasta
casi dormirse. Pero no; vigila la hora de acostarme, que es el momento de pasar
a tumbarse bajo mi cama sobre la alfombra.
Esto no lo ha hecho la naturaleza, sino la mano humana. Había un enorme
nogal, un peral frondoso, varios manzanos y otros frutales. Ahora dicen que
va a replantarse… De momento, tierra quemada. ¿Qué había antes? Imposible sacarlo con mi máquina. Está detrás de este apetitoso cascabelero:
Y así he quedado yo, quemado, cuando me he enterado de en qué ha
consistido el debate de las Cortes de estos días. Tanto que en las próximas
elecciones les va a votar su señora tía, porque servidor ya no tiene ganas de
disfrutar echando la papela para que se convierta en papel mojado. Entre unos y
otros están haciendo de mí un escéptico. Ya he dejado de sentir indignación. Es
posible que me encierre para siempre entre los estrechos límites de mi casa. Y
nada de república, soy el rey.
Así ha salido esta mañana de casa camino del taller. Falta le hace.
Aunque a mí no me importaría conservarle tal cual. No obstante, y puesto que no
ha pasado por él ningún cataclismo, nada hay que recordar que le haya
deteriorado; sólo el tiempo, tal vez los descuidos y algún mal trabajo de
conservación o adaptación.
Ahora prometen dejarlo como nuevo. No hace falta tanto. Sólo que lo
recuperen para el culto. A eso se va a dedicar desde que me lo entreguen en
adelante.
Me proponen esto y digo que esa peana no me gusta. Ya se buscará la
manera de que sostenga. Dios y la inspiración proveerán.
No me refiero al Cristo Roto de Aguascalientes, México, de cuya
existencia acabo de enterarme. No.
Escribo mirando a este otro Cristo roto que
tengo en mi poder. No parece acompañarle una historia tan larga como a la
mexicana, pero esta talla tiene también la suya. Se hunde en las raíces de una saga
familiar.
Tampoco en las medidas son comparables; ésta es comedida, la otra
desproporcionada. Y supongo que habrá muchas más diferencias, basta con mirar
las fotos. El Cristo es el mismo.
En el momento en que me la entregaron lucía en la pared de un dormitorio
desde donde acompañó el sueño, el descanso y también las preocupaciones y
desvelos de varias generaciones.
Si lo quieres, puedes llevártelo. Sí, quiero, respondí. Y aquí está desde navidades. Ahora luce en la mesa
altar de mi parroquia. No pende, se apoya, porque le he puesto peana. Y está o
bien en el centro o a un lado, según convenga en las celebraciones.
Vengo dándole vueltas a si debe seguir tal como lo recibí, o conviene
realizarle alguna reparación. Y… la verdad, tras conocer la historia del Cristo
Roto de San José de Gracia estoy tentado de no tropezarlo.
Es verdad que algo ya le he hecho, quitarle una parte de la pintura en
la que está rebozado. Sólo la que logré desprender con las uñas porque estaba
ahuecada. En cuanto noté resistencia, paré. Debajo aparece otra más cuidada y
de color más natural. Alguien piadosamente creyó necesario darle tintalux con
brocha gorda.
Voy a consultar con un experto; hacer chapuzas con él sería una metedura
de pata. Y ya he cometido demasiadas.
Nacido en Londres en 1933, Oliver Sacks vive en Nueva York desde los
años sesenta. En sus libros ha ido plasmando las experiencias vividas en su
consultorio y así nacieron obras como Migraña, Con una sola pierna, Veo una
voz, Despertares y otras, actualmente publicadas por la editorial Anagrama. En
una entrevista concedida al diario El Mundo, en 1996, a partir de la
publicación de su libro Un antropólogo en Marte, Sacks afirmaba que «lo
fundamental es la relación que se establece entre enfermedad e identidad, y la
forma en que la gente reconstruye su mundo y su vida a partir de esa enfermedad
(...) a veces la enfermedad nos puede enseñar lo que la vida tiene de valioso y
permitirnos vivirla más intensamente», afirmaba entonces.
Sacks es neurólogo y escritor, y además enfermo terminal. Debiera
constar a partir de ahora en su dni, porque esta circunstancia ha cambiado su
propia identidad, tal y como él mismo afirma.
Este señor, inglés resituado en norteamérica desde joven, –ahora la
juventud llega hasta los cuarenta–, llevaba una vida entregada al estudio, a
sanar y a enseñar con sus escritos, al parecer muy enjundiosos. Conmigo tiene
muy poco en común, apenas una sola cosa: ambos nadamos kilómetro y medio a
diario.
No sabía nada de él hasta que cayó ante mi vista la carta que publicó en
el The New York Times, de la que se hizo eco Clarín hace tres días, y que ha
sacado traducida El País hace dos. Ahora le conozco un poco; más me habría
gustado conocerlo. Pero hay limitaciones imposibles de salvar.
Todos, absolutamente, tenemos fecha de caducidad. La mayoría vivimos en
la intemperie y con tanto tiempo por delante, o tan poco, –incierto en
cualquier caso–, no sabríamos, de hecho no sabemos, por dónde empezar. Los advertidos, sin embargo,
pueden hacer un plan de trabajo/vida y desarrollarlo conforme a sus circunstancias.
Conocen el dato, y eso que llevan de ventaja.
No es demasiado si no se aprovecha, pero resulta aleccionador para
quienes tenemos la suerte de estar cerca de alguna persona en esa situación con
entereza suficiente. Yo soy afortunado, lo reconozco. Está por ver si sabré aprender
algo, porque la lección bien me la están dando.
Primera fotografía sacada con mi flamante smarphone
Al pasarme todos mis contactos a la aplicación recién instalada, todos,
absolutamente todos tenían su logo. Ostras tú, eres el último en engancharte,
me dije.
Y es que realmente estaba anticuado. Ya me lo habían dicho, ese
aparato es de la época de los dinosaurios.
No soy mucho de usar teléfono. Apenas para recibir y dar algún aviso.
Cosa de segundos. Diez años y pico pagando sin hacer uso del móvil, y diez años
y pico saliendo de casa y dejándolo olvidado. Nunca estás disponible, no coges
las llamadas, no hay manera de hablar contigo. Son frases
suficientemente significativas del poco interés que he tenido siempre por estar
a tiro.
Movistar me ha obligado a cambiar de aparato y ahora ya son todos así, y
más. Tan contento que estaba yo con mi pequeño celular, de apenas sesenta
gramos, que, cuando lo llevaba, ni caía en la cuenta de que estaba en mi
bolsillo, ahora tengo que cargar con una pieza de no sé cuantas pulgadas de pantalla,
que abulta casi como los de antes de matusalén y, eso sí, me permite navegar y
estar fichado por gps.
En fin, que soy el último en engancharme y no me pesa. Lo que pesa es
este cacharro del que ya nadie puede prescindir.
Ahora voy a ver si confecciono –en un ratejo de asueto– una funda en
piel auténtica, tipo personalizado, porque las que ofrecen en las tiendas no me
gustan.
¿Quién dice que las cenizas no valen para nada? Mi papá estaba
entusiasmado con una parcela que teníamos en una zona del pueblo conocida
como “los cenizales”. Debió ser un enterramiento en tiempos muy antiguos y su
tierra era mollar y fertilísima. Si la cosecha de aquella pieza era regular, el
año era malo; el resto no daría nada. Muchas sementeras, al hacer cálculos, los
cenizales salvaron la medida marcada en la panera. De modo que, cuando en
primavera, me llevaba para inspeccionar el campo, visita obligada era aquella
parte entre la colina donde estaba el cementerio y la curva del Valdeginate
antes de enfilar la recta donde se sitúa Castromocho. De cómo estuviera el
cereal de aquella tierra dependía volver de buen o mal humor.
Sí, las cenizas tienen valor. Acabo de leerlo en internet. Sirven, entre
otras cosas, para analizar la composición de los alimentos. En esto los
ingleses parece que llevan la delantera al resto, que vamos poco a poco poniéndonos
a su altura.
También lo sé porque veo CSI, donde miran las cenizas, primero con lupa,
y luego con unas máquinas en el laboratorio que dicen todo lo que los
investigadores quieren saber. Así resuelven todos los casos. Son unos machotes.
A mí la ceniza no me sirve para nada, de modo que suelo llevarla al contenedor
(de basura). Y he tirado mucha a lo largo de mi vida. Primero fue limpiando la
gloria, que a base de quemar paja te obligaba siquiera una vez a la semana a
sacar la ceniza para hacer hueco. Si quería tener calor, no podía descuidarme.
Luego fue la bilbaína. Aquí la ceniza era de ovoide. A diario, porque era una
cocina nº 0 y tan pequeña que había que meter los carbones de uno en uno. Y
cuando crecimos, me tocó limpiar una panzaburra de caldera L 40 que se tragaba
cien kilos de una tacada. Varios calderos salían de cenizas porque aquella mala
bestia no se conformaba a diario con una sola comilona.
Ahora, todo gas y energía eléctrica, no saco más ceniza que el producto
de la combustión de mis cigarros.
Ya he dicho a mi gente que llegará un miércoles de ceniza en que, o la traen
ellos, o nos quedamos compuestos y sin nada que ponernos.
Con esta broma, que me han perdonado sin mayor problema, hemos celebrado
por triplicado el rito que inaugura la Cuaresma. Y puedo asegurar, y aseguro,
que nadie se ha ido triste y meditabundo a pesar de llevarse la ceniza en la
cabeza.
¿Será porque consideran que han salido ganando?
En previsión de que la cosa no resultara gratificante, el lunes nos
fuimos de excursión al campo. Y nos trajimos estas fotos como recuerdo. Además
de patatas, cebollas, ajos y un queso que huele que alimenta. No hay fotos de
algunas chapucillas que allí quedaron, y que es de esperar que duren lo
suficiente.
Cuando, tras ver una película, vuelvo a visionarla y compruebo que no es
la misma exactamente, me doy cuenta de que algo pasa; o que hay varias
versiones según a qué públicos se la dirija, o que al autor, o autores, no le
gustó y trató de mejorarla.
Luego vienen los críticos y cinéfilos y valoran qué versión es la mejor,
cuál la más redonda y conseguida, y qué trozos omitidos quedarán para la
posteridad por su calidad no contemplada.
También están las versiones completas, que asustan con un metraje que no
permite comer ni merendar. Que tampoco aclaran demasiado, salvo en excepciones
muy determinadas. Recuerdo, por ejemplo, un par de hermanos forzados en lugar
de pareja de hecho, para salvar la moralidad reinante. De niño me lo tragué.
En fin, para gustos.
No ha ocurrido así en mi caso. Ha sido pura necesidad la que me ha forzado a
añadir, cambiar y suprimir.
Para la próxima reunión de catequesis necesito un soporte visual para
apoyarme en el desarrollo del tema. No lo he encontrado. Ni en mi stock
personal, ni en el parroquial, ni en las tiendas, ni en internet. Así que me puse a
confeccionarlo.
En principio sólo requería unas fotos, que encontré y de las que me apropié. El texto era fijo, de modo que no dio problemas. En un
santiamén lo enjareté todo. Pensé poner música, y ahí vino el primer problema. La
voz quedaba tapada, a pesar del mecanismo de imovie para atenuar la música,
tanto manual como automáticamente. Hice una segunda grabación. Y mejoró. Ya
está, me dije. Y publiqué en youtube.
Cuando he ido a probar la obra terminada en los artilugios que usamos en
catequesis, –televisión con usb y lector de CD/DVD–, compruebo que sólo aceptan
el formato mp4. No sirven m4v ni mov. Hay un problema sin embargo, mp4 no tiene
en cuenta esos pormenores con la música, y se mezcla con la voz por igual,
dando un resultado ininteligible.
O lo soluciono, o tengo que sacar una versión con solo voz para que sea útil.
Lo intentaré esta noche, cuando mi casa entre en silencio. La última
grabación quedó dañada por los ronquidos de Gumi, los besuqueos de Luna y los inquietantes
ruiditos que Tano produce bajo la mesa camilla.
Voy a pasearlos a ver si se relajan y me dejan trabajar…
Hacer cine tiene sus complicaciones. ¿Daré con la obra redonda y sin
flecos?
Supone para mí tarea trabajosa en la preparación, y luego al exponerla
el momento de mayor tensión emocional al que me puedo enfrentar en el
desarrollo de mi “profesión”. Ocurre que, llevándola escrita, enseguida olvido
los papeles y me suelto en una parrafada libre a la que no siempre atino a
encontrar un final redondo y feliz. Hay veces que me atrevo, y lo consigo,
solicitar ayuda en el público asistente. Cuando lo logro, y en especial si hay
menores en acción, suele resultar una homilía “resultona”.
Pero no tengo dotes de predicador, ni estoy preparado para ello. Por eso
procuro añadir en las celebraciones otros gestos o palabras que sirvan de
complemento a lo que a todas luces es insuficiente.
Como tantos domingos, tenía preparada mi homilía y pensaba leerla esta
vez; era corta y concreta. Creo que bastaba.
Sin embargo, nada más llegar de celebrar en La Arbolada y repartir la
comunión a las personas enfermas, entré en el imac a ver qué se cocinaba por el
mundo, y me topé con ella, a pesar de que apenas acababa de terminar su emisión
por la tele. Era la homilía de papa Francisco en la Eucaristía con los nuevos cardenales
desde San Pedro del Vaticano. Además del vídeo original estaba el texto en
castellano.
Me pareció larga, pero completa. No le sobraba ni la faltaba nada.
Redonda.
¿Leo la mía o leo la suya? ¿Cinco minutos o cuarto de hora? Cargo con
las dos y pregunto. Que decidan ellos.
Y así fue. Empecé leyendo sus palabras, y, cuando volví a preguntar si
paraba, continué hasta que se cumplió el tiempo.
Aquí, como no hay control, pongo el texto entero y cada quien lea hasta
donde le parezca.
Señor, si quieres, puedes limpiarme…» Jesús,
sintiendo lástima; extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio»
(cf. Mc 1,40-41). La compasión de Jesús. Ese padecer con que lo acercaba a cada
persona que sufre. Jesús, se da completamente, se involucra en el dolor y la
necesidad de la gente… simplemente, porque Él sabe y quiere padecer con, porque
tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión.
«No podía entrar abiertamente en ningún
pueblo; se quedaba fuera, en descampado» (Mc 1, 45). Esto significa que, además
de curar al leproso, Jesús ha tomado sobre sí la marginación que la ley de Moisés
imponía (cf. Lv 13,1-2. 45-46). Jesús no tiene miedo del riesgo que supone
asumir el sufrimiento de otro, pero paga el precio con todas las consecuencias
(cf. Is 53,4).
La compasión lleva a Jesús a actuar
concretamente: a reintegrar al marginado. Éstos son los tres conceptos claves
que la Iglesia nos propone hoy en la liturgia de la palabra: la compasión de
Jesús ante la marginación y su voluntad de integración.
Marginación: Moisés, tratando jurídicamente
la cuestión de los leprosos, pide que sean alejados y marginados por la
comunidad, mientras dure su mal, y los declara: «Impuros» (cf. Lv 13,1-2.
45.46).
Imaginen cuánto sufrimiento y cuánta vergüenza
debía sentir un leproso: físicamente, socialmente, psicológicamente y
espiritualmente. No es sólo víctima de una enfermedad, sino que también se siente
culpable, castigado por sus pecados. Es un muerto viviente, como «si su padre
le hubiera escupido en la cara» (Nm 12,14).
Además, el leproso infunde miedo, desprecio,
disgusto y por esto viene abandonado por los propios familiares, evitado por
las otras personas, marginado por la sociedad, es más, la misma sociedad lo
expulsa y lo fuerza a vivir en lugares alejados de los sanos, lo excluye. Y
esto hasta el punto de que si un individuo sano se hubiese acercado a un
leproso, habría sido severamente castigado y, muchas veces, tratado, a su vez,
como un leproso.
La finalidad de esa norma de comportamiento
era la de salvar a los sanos, proteger a los justos y, para salvaguardarlos de
todo riesgo, marginar el peligro, tratando sin piedad al contagiado. De aquí,
que el Sumo Sacerdote Caifás exclamase: «Conviene que uno muera por el pueblo,
y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50).
Integración: Jesús revoluciona y sacude
fuertemente aquella mentalidad cerrada por el miedo y recluida en los
prejuicios. Él, sin embargo, no deroga la Ley de Moisés, sino que la lleva a
plenitud (cf. Mt 5, 17), declarando, por ejemplo, la ineficacia
contraproducente de la ley del talión; declarando que Dios no se complace en la
observancia del Sábado que desprecia al hombre y lo condena; o cuando ante la
mujer pecadora, no la condena, sino que la salva de la intransigencia de
aquellos que estaban ya preparados para lapidarla sin piedad, pretendiendo
aplicar la Ley de Moisés. Jesús revoluciona también las conciencias en el
Discurso de la montaña (cf. Mt 5) abriendo nuevos horizontes para la humanidad
y revelando plenamente la lógica de Dios. La lógica del amor que no se basa en
el miedo sino en la libertad, en la caridad, en el sano celo y en el deseo salvífico
de Dios, Nuestro Salvador, «que quiere que todos se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). «Misericordia quiero y no sacrifico» (Mt
12,7; Os 6,6).
Jesús, nuevo Moisés, ha querido curar al
leproso, ha querido tocar, ha querido reintegrar en la comunidad, sin autolimitarse
por los prejuicios; sin adecuarse a la mentalidad dominante de la gente; sin
preocuparse para nada del contagio. Jesús responde a la súplica del leproso sin
dilación y sin los consabidos aplazamientos para estudiar la situación y todas
sus eventuales consecuencias. Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar
y salvar a los lejanos, curar las heridas de los enfermos, reintegrar a todos
en la familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos.
Jesús no tiene miedo de este tipo de escándalo.
Él no piensa en las personas obtusas que se escandalizan incluso de una curación,
que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus
esquemas mentales o espirituales, a cualquier caricia o ternura que no
corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido
integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn
10).
Son dos lógicas de pensamiento y de fe: el
miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también
nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de los
doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona
contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge
reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la
exclusión en anuncio.
Estas dos lógicas recorren toda la historia
de la Iglesia: marginar y reintegrar. San Pablo, dando cumplimiento al
mandamiento del Señor de llevar el anuncio del Evangelio hasta los extremos
confines de la tierra (cf. Mt 28,19), escandalizó y encontró una fuerte
resistencia y una gran hostilidad sobre todo de parte de aquellos que exigían
una incondicional observancia de la Ley mosaica, incluso a los paganos
convertidos. También san Pedro fue duramente criticado por la comunidad cuando
entró en la casa de Cornelio, el centurión pagano (cf. Hch 10).
El camino de la Iglesia, desde el concilio de
Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y
de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los peligros o hacer
entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo arrepentido; sanar
con determinación y valor las heridas del pecado; actuar decididamente y no
quedarse mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo. El camino de la
Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de
Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el camino de la
Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a buscar a los
lejanos en las "periferias" de la existencia; es el de adoptar
integralmente la lógica de Dios; el de seguir al Maestro que dice: «No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5,31-32).
Curando al leproso, Jesús no hace ningún daño
al que está sano, es más, lo libra del miedo; no lo expone a un peligro sino
que le da un hermano; no desprecia la Ley sino que valora al hombre, para el
cual Dios ha inspirado la Ley. En efecto, Jesús libra a los sanos de la tentación
del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y del peso de la envidia y de la
murmuración de los trabajadores que han soportado el peso de la jornada y el
calor (cf. Mt 20,1-16).
En consecuencia: la caridad no puede ser neutra,
indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona, arriesga y
compromete. Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y
gratuita (cf. 1Cor 13). La caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje
adecuado para comunicar con aquellos que son considerados incurables y, por lo
tanto, intocables. El contacto es el auténtico lenguaje que transmite, fue el
lenguaje afectivo, el que proporcionó la curación al leproso. ¡Cuántas
curaciones podemos realizar y transmitir aprendiendo este lenguaje! Era un
leproso y se hay convertido en mensajero del amor de Dios. Dice el Evangelio: «Pero
cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho» (Mc 1,45).
Queridos nuevos Cardenales, ésta es la lógica
de Jesús, éste es el camino de la Iglesia: no sólo acoger y integrar, con valor
evangélico, aquellos que llaman a la puerta, sino ir a buscar, sin prejuicios y
sin miedos, a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello que también
nosotros hemos recibido gratuitamente. «Quien dice que permanece en Él debe
caminar como Él caminó» (1Jn 2,6). ¡La disponibilidad total para servir a los
demás es nuestro signo distintivo, es nuestro único título de honor!
En esta Eucaristía que nos reúne entorno al
altar, invocamos la intercesión de María, Madre de la Iglesia, que sufrió en
primera persona la marginación causada por las calumnias (cf. Jn 8,41) y el
exilio (cf. Mt 2,13-23), para que nos conceda el ser siervos fieles de Dios.
Ella, que es la Madre, nos enseñe a no tener miedo de acoger con ternura a los
marginados; a no tener miedo de la ternura y de la compasión; nos revista de
paciencia para acompañarlos en su camino, sin buscar los resultados del éxito
mundano; nos muestre a Jesús y nos haga caminar como Él.
Queridos hermanos, mirando a Jesús y a
nuestra Madre María, los exhorto a servir a la Iglesia, en modo tal que los
cristianos - edificados por nuestro testimonio - no tengan la tentación de
estar con Jesús sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta
que nada tiene de auténticamente eclesial. Los invito a servir a Jesús
crucificado en toda persona marginada, por el motivo que sea; a ver al Señor en
cada persona excluida que tiene hambre, que tiene sed, que está desnuda; al Señor
que está presente también en aquellos que han perdido la fe, o que, alejados,
no viven la propia fe; al Señor que está en la cárcel, que está enfermo, que no
tiene trabajo, que es perseguido; al Señor que está en el leproso - de cuerpo o
de alma -, que está discriminado. No descubrimos al Señor, si no acogemos auténticamente
al marginado. Recordemos siempre la imagen de san Francisco que no ha tenido
miedo de abrazar al leproso y de acoger aquellos que sufren cualquier tipo de
marginación. En realidad, sobre el evangelio de los marginados, se descubre y
se revela nuestra credibilidad.
Hace tiempo que tengo en mi poder el documento que recoge las
conclusiones de la primera parte del sínodo sobre la familia, que tuvo lugar
hace unos meses. Lo leí por encima, y loaparqué para acometerlo cuando me vinieran las ganas. No me han llegado
aún, pero sí tengo sobre mi mesa el requerimiento de mi señor arcipreste para que
proceda a ello, porque en la próxima reunión hemos de tratarlo.
Así que, sin demasiado entusiasmo y más por obediencia, me he puesto a
la tarea. Estoy a punto de terminarla, dejándola incompleta, pero cerrada.
Consta dicho documento, de 35 páginas, de una primera parte expositiva, –lo
que el sínodo aprobó por una mayoría cualificada–, y una segunda parte
interrogativa, –las 46 preguntas múltiples que se formulan para palpar la
opinión del personal.
Leída la primera en su totalidad, respondo a sólo una porción de la
segunda. No tengo respuesta para casi nada.
Y no es porque no tenga opinión sobre la materia; más bien porque ¿qué
se me está preguntando si ya se tiene lo que hay que tener? Hay una forma de
interrogar que no busca la verdad, sino afianzar la doctrina.
Cuando se parte de un principio inamovible, sobra todo lo demás.
He tirado por la línea del medio, no por la tangente. Y he decidido
responder sin atenerme a la requisitoria. Y, para empezar, he indicado que ese
lenguaje que utiliza, muy propio de instancias clericales, no sólo no es
actual, es que está demasiado alejado de la gente y resulta difícil de
entender.
Lo malo es que si las palabras resultan trasnochadas, los contenidos a
los que se refieren ya no dicen nada, si es que alguna vez tuvieron
significadoconcreto y atendible.
Aquí viene bien lo de “a vino nuevo, odres nuevos”. Para empezar, por
ejemplo, dejar de entender el matrimonio como contrato, y por tanto olvidar
términos como vínculo, yugo o compromiso, y tomar otros que expresen el proceso
que comenzó un día y está abierto hacia su consumación “y fin de un camino: estrechándose los cuerpos y abrazándose los
ánimos, intentando las personas crecer juntas hacia la meta de convertir la
promesa renovada en lazo irrompible”.
La consumación sería así la meta deseada, y no el principio, sino el
compromiso a alcanzar.
Volvemos del paseo antes de que entren al cole, aunque algunos y algunas
ya llevan dentro casi una hora, son los “madrugadores”. Van directamente al gimnasio y se les ve
darle al balón y correrse unos a otros. Entre libros, cuadernos y rotuladores
pasarán toda la mañana a las órdenes de alguien que les guiará de una actividad
a otra hasta la hora de comer. No parece que nada ni nadie los inquiete, y
viven confiados en quelo que
venga será igual o mejor.
Nada que ver con lo que están pasando en estos mismos momentos otros
niños y otras niñas, en algunos rincones del planeta, de su misma edad pero
diferente condición. Niños y niñas soldados. Sólo pronunciar la frase
sobresalta. Infantes de ambos sexos con armas en las manos en vez de papel
y lápiz; odio en la mirada por curiosidad y sorpresa; rencor del
corazón donde debería haber alegría e ingenuidad. Miedo transformado en belicosidad.
Obediencia ciega, no libertad y creatividad.
Hoy es el Día Internacional contra la Utilización de los Niños Soldado.
No servirá para gran cosa, porque ellos y ellas seguirán allí, sujetos a
sus captores, y nosotros aquí, lamentándonos de lo mal que está el mundo.
Alrededor de 300.000 niños y niñas son utilizados en
guerras de todo el mundo como soldados. “Una cifra difícil de calcular, que
no disminuye en tanto que los conflictos en el mundo tampoco lo hacen”, explica
Ana Muñoz, portavoz de Misiones Salesianas.
Todas y todos algún recuerdo malo guardamos de la infancia. Pecata
minuta. Son muchos más los buenos, que de vez en cuando traemos al presente y
con ellos disfrutamos.
Meritoria labor la de quienes rescatan a estos niños y niñas y consiguen
hacerles volver del infierno, aunque no recuperar el tiempo perdido.
Mientras Codorniz hacía estas cuatro nuevas preciosidades, –ignoro por qué ha
decidido cambiar el modelo que ya tenía patentado–, acercándose a una cifra
record, decidí aprovechar la experiencia conseguida con mi anterior trabajo y
he acometido la traducción y maquetado de un nuevo libro de fotos. Se trata de Hungry Planet: What The World Eats, (pinchar para verlo en picasa), de
Peter Menzel y Faith D’Aluisio, que también han recorrido mundo curioseando.
Esta vez se trata de qué come el personal.
Es ilustrativo saber cuánto nos llevamos a la boca porque, con el “menudeo”
de la compra diaria, uno no se percata de lo que necesita para mantenerse en la existencia. Mirándolo todo así,
amontonado y de golpe, surge la sensación horripilante de que nos estamos manducando
el mundo. Ya lo había pensado más de una vez, contemplando los enormes carros
que se enreatan ante las cajeras y los cajeros de las tiendas, en especial
durante los fines de semana y al comienzo de los puentes.
Pero llama más la atención la homogeneidad que se presenta en una gran
cantidad de países, no importa a qué continente pertenezcan. Es la
globalización irremisible. Hemos uniformizado nuestro paladar a tal manera,
que, salvo excepciones muy señaladas, da lo mismo comprar para comer en las
antípodas que en la tienda de la esquina.
Y ¿qué decir del contraste que sufre la mirada si se fija en aquellas
familias que comen productos “no envasados”? Que son unos pobres diablos y que
así no llegarán a ninguna parte.
Aunque no lo pretende, este trabajo fotográfico en parte consigue mostrar
la abismal diferencia en los productos alimenticios y en sus precios, según el
lugar en donde viva y el nivel económico de cada familia. Hay, ya se sabía,
ricos epulones y malditos pobres lázaros.
Comer es un placer. Hacerlo bien, aproxima la dicha. Alimentarse, sin
embargo, es un deber, una necesidad y, desgraciadamente, un asunto inalcanzable
para muchos seres humanos.
El otro día pasé un rato enchufado a la máquina y dejé unos centímetros
cúbicos de plasma. Pura rutina, incluido el hecho de que mi tensión se dio a
notar en los prolegómenos. Es el efecto bata blanca, también rutinario. Salí
tras el reposo del guerrero y me zambullí en el trajín de la ciudad, sin notar
el frío ni percatarme de la prisa que llevaba el personal. Regresé a casa
después de unos cuantos recados que tenía pendientes y tiré el apósito del
brazo, inútil ya porque se había desprendido. No hubo problemas, mi vena está
bien.
Hoy salí de la piscina y caminé bajo un sol de invierno que irradiaba
luz sin arrugas. Entré en el corsa, caldeado por la espera, y Luna me recibió
moviendo el rabo y mirándome tras sus ojos chispeantes. Pensé en la comida que
me esperaba, y me relamí. Arranqué y me dirigí sin prisas. ¡Qué siesta más rica
voy a disfrutar!
Sé que en la máquina estoy ejerciendo de solidario, de persona generosa
que da a los demás. Reconozco que en la piscina soy egoísta, que voy a
disfrutar de un gozo solitario y que nadar no beneficia a nadie más que a mí.
Salí de hemodonación sin sentir pena ni alegría. Esta mañana, sin
embargo, aún con el pelo húmedo casi palpo la felicidad.
¡Paradojas de la vida! El otro día la recepcionista del centro me dio
las gracias. Hoy nadie me saludó al cerrar la puerta del complejo deportivo.
No es cierto que la felicidad se manifieste llamando la atención.
He estado trabajando, y Codorniz también ha estado a lo suyo, poniendo
huevos. Ya está en el número veinte. Cuando alcance la segunda docena, pongo la
foto.
Ahora estoy con otra cosa. Esto es que hace unos años encontré unas
fotos de habitaciones donde duermen niños. Me interesó y lo comenté con
ilustración gráfica incluida.
El domingo pasado, pensando cómo hablar a mis muchachas y muchachos de
la situación mundial respecto a la riqueza y la pobreza, la abundancia y la
escasez, la hartura y el hambre, el variado pelaje que nos gastamos los seres
humanos respecto del uso y abuso que hacemos unos y de la carencia brutal que
padecen otros, me acordé de aquel escrito, y volví a releerlo.
Cogí el libro entero, Where
Children Sleep, y lo he estado traduciendo y formateando para comentarlo en
catequesis en la próxima reunión.
Contento y satisfecho del resultado, ofrezco su contemplación, que
espero sirva también para una, al menos relativa, reflexión. Y si a alguien le
aprovecha para la conversión… sería yo entonces merecedor de un premio gordo a la
constancia y la cabezonería.
Obvio resulta decir que este material está sujeto a las leyes que
regulan los derechos de propiedad. Si se me avisa de que esto no se me
consiente, lo borro y callo. En caso contrario, agradeceré el detalle y lo
mantendré a la vista.
Aunque en tenis lo segundo, hecho
bien, da casi seguro ganador. Y con las alcachofas ocurre tres cuartos de lo
mismo, lo súper es lo de dentro, tras quitar hojas enormes que ni saben ni
mejoran al conjunto.
Nadie duda de que al final lo que
importa es contar lo máximo, o siquiera una cifra superior a otra. Ésta es
considerada perdedora. Como en balonmano, así de claro.
Claro que no siempre sumar es
suficiente; hay que ver qué se tiene en cuenta. No se pueden mezclar peras con
manzanas. En esto creo que las matemáticas no son exactas; que me perdonen los
universitarios que las hayan escogido, no creo que les sirvan para resolver los
grandes problemas con que hayan de enfrentarse en sus vidas.
Pero salvo ciertas excepciones, en
la generalidad de los casos a mayor número, más éxito. Incluso cuando se trata
de “cosas” negativas, más es superior a menos. Que se lo digan a esos
especímenes humanos de quienes todo el mundo dice mal; no por eso dejan de
estar en el candelero, en boca de todos, y de aparecer en cualquier medio. Ni
uno se salva.
Pero ¡tanta agua es un mal! Ni
hablar del peluquín. Esos campos darán fruto en su momento, unos 30, otros 60 y
otros 100%; al tiempo. Ahí está el Nilo desbordándose y enriqueciendo las
tierras ribereñas con esos limos que deja en el arrastre. Lo sé porque lo
estudié de pequeño en la enciclopedia.
¡Ah! ¿Que ahora ya no es así
porque está retenido por grandes presas? Pues, no sé…
De la nieve no quiero decir nada,
por aquí no ha pasado. Tampoco se la espera.
Quien sigue sumando, para mi
disfrute, es Codorniz. Nada le corta que más de una vez le haya espetado ¡qué
hará un pájaro como tú en una casa como ésta! Él con uno más se acerca peligrosamente
a la docena y media en apenas veintinueve días.
Quien está restando, y a
conciencia, es la gripe de este año. Estragos en los grupos, en la asamblea, y
no digo cuánto en las residencias que atiendo. Y que no se va, oye tú, es larga
y dura…
Con este escrito sumo y resto a la
vez. Pero no deja igual el resultado, desmerece. Con toda seguridad.