Gato blanco, gato negro



El otro día pasé un rato enchufado a la máquina y dejé unos centímetros cúbicos de plasma. Pura rutina, incluido el hecho de que mi tensión se dio a notar en los prolegómenos. Es el efecto bata blanca, también rutinario. Salí tras el reposo del guerrero y me zambullí en el trajín de la ciudad, sin notar el frío ni percatarme de la prisa que llevaba el personal. Regresé a casa después de unos cuantos recados que tenía pendientes y tiré el apósito del brazo, inútil ya porque se había desprendido. No hubo problemas, mi vena está bien.
Hoy salí de la piscina y caminé bajo un sol de invierno que irradiaba luz sin arrugas. Entré en el corsa, caldeado por la espera, y Luna me recibió moviendo el rabo y mirándome tras sus ojos chispeantes. Pensé en la comida que me esperaba, y me relamí. Arranqué y me dirigí sin prisas. ¡Qué siesta más rica voy a disfrutar!
Sé que en la máquina estoy ejerciendo de solidario, de persona generosa que da a los demás. Reconozco que en la piscina soy egoísta, que voy a disfrutar de un gozo solitario y que nadar no beneficia a nadie más que a mí.
Salí de hemodonación sin sentir pena ni alegría. Esta mañana, sin embargo, aún con el pelo húmedo casi palpo la felicidad.
¡Paradojas de la vida! El otro día la recepcionista del centro me dio las gracias. Hoy nadie me saludó al cerrar la puerta del complejo deportivo.
No es cierto que la felicidad se manifieste llamando la atención.



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