Mientras Codorniz hacía estas cuatro nuevas preciosidades, –ignoro por qué ha
decidido cambiar el modelo que ya tenía patentado–, acercándose a una cifra
record, decidí aprovechar la experiencia conseguida con mi anterior trabajo y
he acometido la traducción y maquetado de un nuevo libro de fotos. Se trata de Hungry Planet: What The World Eats, (pinchar para verlo en picasa), de
Peter Menzel y Faith D’Aluisio, que también han recorrido mundo curioseando.
Esta vez se trata de qué come el personal.
Es ilustrativo saber cuánto nos llevamos a la boca porque, con el “menudeo”
de la compra diaria, uno no se percata de lo que necesita para mantenerse en la existencia. Mirándolo todo así,
amontonado y de golpe, surge la sensación horripilante de que nos estamos manducando
el mundo. Ya lo había pensado más de una vez, contemplando los enormes carros
que se enreatan ante las cajeras y los cajeros de las tiendas, en especial
durante los fines de semana y al comienzo de los puentes.
Pero llama más la atención la homogeneidad que se presenta en una gran
cantidad de países, no importa a qué continente pertenezcan. Es la
globalización irremisible. Hemos uniformizado nuestro paladar a tal manera,
que, salvo excepciones muy señaladas, da lo mismo comprar para comer en las
antípodas que en la tienda de la esquina.
Y ¿qué decir del contraste que sufre la mirada si se fija en aquellas
familias que comen productos “no envasados”? Que son unos pobres diablos y que
así no llegarán a ninguna parte.
Aunque no lo pretende, este trabajo fotográfico en parte consigue mostrar
la abismal diferencia en los productos alimenticios y en sus precios, según el
lugar en donde viva y el nivel económico de cada familia. Hay, ya se sabía,
ricos epulones y malditos pobres lázaros.
Comer es un placer. Hacerlo bien, aproxima la dicha. Alimentarse, sin
embargo, es un deber, una necesidad y, desgraciadamente, un asunto inalcanzable
para muchos seres humanos.
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