Con nocturnidad, alevosía y sin poner la cara (pero se sabe quién ha sido: un tal Mauro Pallotta), ha aparecido este grafiti (o art street) en la pared de una calle cercana al Vaticano. A la vista está de lo que trata. Lo raro en un superpapa es ese maletín descabalado del que parece que se salen cosas…
Enseguida, con la fresca de la mañana, el personal se percató de lo sucedido. Esta es la primera peatona que, –hay que ser prevenida–, iba cámara en ristre, y se aprestó a llevársela para casa. La foto, no la pared. Le habrían multado, que en Roma no permiten ningún abuso con el mobiliario urbano.
A la hora del cafelito aumentó el público y los amantes de las instantáneas. Ahora con estas máquinas que no hace falta llevar el rollo al laboratorio es una gozada pasear las ciudades. Y no tienen pinta de turistas, ¿serán periodistas de incógnito?
Seguro que iba al médico de cabecera, pero por si acaso también llevaba su digital entre las sayas. Ya no se puede uno fiar ni de las monjas.
¡Qué mejor recuerdo de Roma que esta imagen! Seguro que iba acompañado, porque no parece tener su brazo izquierdo tipo gadget. Lo que digo, ni un solo pelo de tonto.
No fue el primero, porque ya antes posó otro, que no se sabe si iba o venía, si se acababa de levantar o buscaba la cama con urgencia. Bueno, exactamente prisa no parece que tuviera. Un estilo perfecto, tipo aquí estoy yo para lo que gustes. Ahora que lo miro bien… creo que es el mismo pavo que el de arriba. ¿Habrá sido capaz de volver? No me extrañaría nada. Por alcanzar la fama, todo… incluso perder la cama.
Seguro que esos tres tampoco querían perdérselo y aprovecharon que una niña iba al cole y le dijeron ¿no te importa? Preguntarla si sabía usar la máquina habría sido improcedente.
Luego llegaron los que no querían no participar. Miráme (nótese aquí el acento porteño), si sopla un poco de viento a lo mejor también yo levanto el vuelo, parece decir esa señora. Pero haría falta algo más que aire, aunque estuviera en movimiento.
Este otro tampoco se resigna, e inicia un escorzo puño en alto que tampoco le soluciona gran cosa, porque a buen seguro no permaneció así más de un segundo.
Un tercero lo intenta de perfil. Pero lo único que consigue es que se vea la otra calle por completo. Él se queda a dos velas, es decir, volviendo a pisar tierra, que de volar, nada de nada.
Me estoy imaginando la cara de esta peatona con bastón. ¡Qué envidia poder moverme con ese! Parece decir. Ella, paso a paso, viene de misa o va a por el pan. O tal vez a casa de los hijos para ponerles el desayuno a los nietos.
Posiblemente por allí pasaron también monseñores e ilustrísimas, que iban o venían de sus devociones y obligaciones. Lejos de pretender imitar o sentir envidia, se cabrearían con el dibujito. A este, dirían, le tenemos ahora en todas partes, ya está bien, qué se habrá creído. Y mandaron desaparecerlo. Y pudieron, oye tú, mira si pudieron. Consta en acta la empresa que lo disolvió; mejor dicho, que lo ocultó tras una pintura roja; Ama se llama y es la empresa municipal de limpieza. Aún así no se molestaron demasiado; esa pared canta a los cuatro vientos que debajo está el grafiti.
Pero a mí me la refanfinflan; conmigo no podrán. Si ellos lo quitan, yo lo pongo. Si ellos lo borran, yo lo pinto. Si ellos lo tapan, yo lo sobreescribo. Y como esa pared ahora es mía, aunque esté en el romano barrio de Borgo Pío, hago con ella y sobre ella lo que me da la gana.
¡Hala!