Nadie me lo ha
preguntado, pero lo intuyo en su cara, en su forma de preguntarme qué me parece
el papa Francisco, en el modo como me dicen oye hoy en la reunión cambiamos de
tema y hablamos de Bergoglio, en el silencio administrativo que parece que se
ha impuesto en las curias de aquí y de allá, en una especie de complicidad
cuando bajo del altar para estrechar manos en la paz, cuando entro en alguna
casa y me besan y me “untan” y luego enseguida quieren “suprimir” la huella
porque “canta demasiado”…
Tanto “amor”
resultaba empalagoso. Y cambiar el chip y usar “ternura” no es varonil, ni
propio del clero, y hasta se pensó que era sospechoso…
Necesitábamos con
urgencia somatizarnos, pasarnos por el cuerpo tanta palabrería para que fuera
inteligible, aceptable, apropiable…
Seguiré usando las
entrañas como tamiz de mis cosas, las que vienen y entran, las que salen y no
quiero que se pierdan.
Parar el carro para
besar es todo un detallazo. Romper protocolos para preguntar por la salud de tu
señor padre es algo entrañable. Callar para no herir con la palabra pero
alargar la mano y saludar sin rechazar, es situar a la otra parte ante su propia
responsabilidad sin emitir juicio de condena. Vestir ropajes más humildes que
los propios “vasallos” no sé que nombre merece, pero a mí me parece ternura, pura “entrañabilidad”.
No sé cuánto tiempo
lo disfrutaremos. Me basta con estos pocos días para reafirmarme en mi
convencimiento de que es real, aunque se oculte, aunque nos mostremos
reticentes y hasta azorados cuando nos advierten, cuando advertimos, que se nos
nota demasiado que somos humanos.
Gracias a las
personas que hoy me han hecho recordar que hace año y medio colgué esta entrada, Gente necesaria, que se
muestra de plena actualidad.
Una pregunta para
responder sin prisas, pero sin pausa: ¿Reconoces en tu más inmediato círculo de
relaciones algún jorge mario? Pégate a él, o a ella si es jorgita maría; no le pierdas de vista. Yo, por si
acaso, te ofrezco uno conocido ya urbi et orbe. Suyas son estas palabras, y no
te pese: aunque sea una homilía, también puede leerse tomando un café o una
cerveza, el aire fresco de la sierra o el sol dulzón del mediterráneo en
primavera.
Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias al Señor por poder
celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de
san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una
coincidencia muy rica de significado, y es también el onomástico de mi venerado
Predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.
Saludo con afecto a los hermanos
Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a
todos los fieles laicos.
Agradezco por su presencia a los
representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los
representantes de la comunidad judía y otras comunidades religiosas.
Dirijo un cordial saludo a los Jefes
de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países del
mundo y al Cuerpo Diplomático.
Hemos escuchado en el Evangelio que
«José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer»
(Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la la misión que Dios confía a
José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es
una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan
Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso
empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo
místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap.
Redemptoris Custos, 1).
¿Cómo ejerce José esta custodia? Con
discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una
fidelidad y total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta
el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en
todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los
momentos serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el
censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático
de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y
después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó
el oficio a Jesús.
¿Cómo vive José su vocación como
custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios,
abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio; y eso es
lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios
no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a
su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas
marcadas por su Espíritu.
Y José es «custodio» porque sabe
escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más
sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo
los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones
más sensatas.
En él, queridos amigos, vemos cómo
se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos
también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo
en nuestra vida, para guardar a los demás, salvaguardar la creación.
Pero la vocación de custodiar no
sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que
antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos.
Es custodiar toda la creación, la
belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos
muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios
y por el entorno en el que vivimos.
Es custodiar a la gente, el
preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los
ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de
nuestro corazón.
Es preocuparse uno del otro en la
familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de
los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de
sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco
protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está
confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a
todos. Sed custodios de los dones de Dios.
Y cuando el hombre falla en esta
responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos,
entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por
desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman
planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.
Quisiera pedir, por favor, a todos
los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o
social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de
la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del
otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte
acompañen el camino de este mundo nuestro.
Pero, para «custodiar», también
tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la
soberbia ensucian la vida.
Custodiar quiere decir entonces
vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde
salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen.
No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.
Y aquí añado entonces una ulterior
anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con
ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente,
trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de
los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y
capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No
debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.
Hoy, junto a la fiesta de San José,
celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro,
que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder
a Pedro, pero ¿de qué poder se trata?
A las tres preguntas de Jesús a
Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis
corderos, apacienta mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder
es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada
vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus
ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él,
abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y
ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los
más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al
hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado
(cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.
En la segunda Lectura, san Pablo
habla de Abraham, que «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza»
(Rm 4,18). Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza.
También hoy, ante tantos cúmulos de
cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos
esperanza. Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una mirada de
ternura y de amor; es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es
llevar el calor de la esperanza.
Y, para el creyente, para nosotros
los cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza que llevamos tiene el
horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca
que es Dios.
Custodiar a Jesús con María,
custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres,
custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el Obispo de Roma está
llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la
estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.
Imploro la intercesión de la Virgen
María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco,
para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos vosotros os digo:
Orad por mí. Amen.