Había pensado titular
esto con una sola palabra, otoño. Pero me ha parecido demasiado simple y
recurrente, habida cuenta que estoy en noviembre, 27 exactamente. Mi primera
sensación del día, tras los habituales despertarme, espurrirme, levantarme,
vestirme, visitar al urinario, desayunar y abrir la puerta de casa, ha sido sin
duda la de “ausencia”. Sí, ausencia en medio de todo lo que hay ahí fuera. En
primer lugar ausencia de calor; y luego ausencia de luz, de animación, de
vitalidad… Y también falta de ganas de salir.
La segunda, el caos,
el desorden, el maremagnum. Normal, siendo martes; los lunes hay catequesis
infantil, más de ciento cincuenta lebreles de ambos sexos; sillas, mesas y
demás quedó todo patasarriba; demasiado ritmo y mucha prisa, para luego poder
dejar las cosas ordenadas.
Por fuerza tenía que
llegar la tercera: Una necesidad imperiosa de hacer algo, de no consentir que
eso me avasallase, de afirmarme ante lo que se me impone; hay que ordenar esto
para que vuelva a estar lleno y ordenado. Voy a por las artes de limpiar y me
pongo manos a la obra.
De alguna manera esa
misma tuvo que ser la secuencia de mis sensaciones primeras; nacer me supondría
perder el hogar cálido en el que me gestaron; salir a un lugar desconocido y
descolocado para mis hábitos hasta entonces; llegar al convencimiento de que
algo tendría que hacer para que empezara a encontrarme a gusto, si no tanto, al
menos una parte significativa de aquellas primeros nueve meses tan felices.
Por lo mismo, y
haciendo una traslación, transposición o especie de metempsicosis, podría
imaginar cuál sería la secuencia histórica de vivencias y sentimientos de la humanidad desde un principio.
Aunque también pudo haber ocurrido justo al revés. Ni niego, ni afirmo; es más,
tampoco sugiero.
No tengo ni pajolera
idea de cuándo el ser humano pudo empezar a hacerse eso que llaman las
preguntas transcendentales: quién soy, de dónde vengo, hacia dónde me dirigen,
qué hay detrás de aquella puerta cerrada… Y sobre esto presumo que hay
torrentes de tinta vertida en escritos. Incluso ahora estarán investigándolo
los especialistas a partir de los hallazgos en la Gran Trinchera, Burgos.
Lo que sí sé es que
esa frase que titula esta entrada es la última palabra de la Biblia. Es un
grito: ¡Marana tha! ¡Ven, Señor!
Algunas personas se
creyeron dichosos porque vieron y tocaron; sin embargo no entendieron nada, y
alguien tuvo que forzar las cosas para que aquellos ojos y sus pares los oídos
empezaran a comprender. Ese mismo alguien llamó felices y bienaventurados a
quienes no exigieran tanto eso, y mejor se dejaran llevar en alas de la
confianza.
De la confianza a la
esperanza hay camino de ida y vuelta. Confía quien espera, y espera el que
tiene confianza. Porque si una faltare, entonces a la desconfianza acompañaría
la desesperanza y viceversa.
El libro del
Apocalipsis, revelación, es el mejor tratado del que tengo conocimiento sobre
la resistencia. Resistencia contra la dura realidad, contra el caos y el
desorden, contra todo tipo de ausencia. Resistencia para usar las herramientas,
todas las que hagan falta, para limpiar, ordenar, adecentar, mejorar, airear, y
fijar dando esplendor (como la rae mismamente). Y la última palabra -¡marana
tha!- no es una llamada de socorro al bombero de guardia, ni al médico de
turno; tampoco al centinela armado o al carretero de la basura. No es el 112 el
objetivo de esa exclamación. Soy yo mismo. Es decirme ¡levántate y anda! ¡coge
tu camilla y vete a tu casa! ¡habla! ¡mira! ¡no estás muerto, despierta! ¡no lamentes
mañana lo que puedes hacer hoy! ¡resiste contra viento y marea!
Una sencilla tapia
separa dos mundos, ¿uno con niebla y otro sin ella? Es tan frágil que esos mundos no pueden estar tan distantes,
tan desconectados, ser tan diferentes. Incluso pudiera no existir, como si
nadie la hubiera construido. Basta elevarse un poco, sólo un poquito, para
verlo todo unido, comunicado, todo en tensa expectación, resistiendo.
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Desde hoy y hasta que llegue el
momento de quitarlo, un cartel de tamaño natural con la frase ¡Marana Tha! ¡Ven,
Señor Jesús! adornará la parte superior del presbiterio de mi iglesia
parroquial. Es Adviento.