Una de las cosas que
más me han conmovido en la Sagrada Escritura, concretamente en el Antiguo
Testamento, es la virulencia con que los profetas acusan a los jueces inicuos
que dictan sentencia contra los inocentes. Dicen hablar en nombre de Yahveh, y
amenazan con duros castigos a los prevaricadores.
Luego en los
evangelios también Jesús toca el asunto y en la parábola de la viuda y el juez
injusto (Lc 18, 1-8) exhorta a insistir para obtener justicia contra viento y
marea.
De modo que los
jueces y la justicia que practican no parece que salgan bien parados a partir
de los textos bíblicos, considerando el consejo de entenderse antes de acudir
al juzgado, porque en llegando allá lo seguro es terminar trasquilado (Lc 12,
58-59). A mayores, está el dicho atribuido con toda seguridad a Jesús «no
juzguéis y no seréis juzgados» (Lc 6,37), porque con «la
misma medida con que juzguéis se os juzgará» (Lc 6, 38b). Que se repite en el
evangelio de Mateo: «No juzguéis, para que Dios no os juzgue; porque Dios os juzgará del mismo modo
que vosotros hayáis juzgado y os medirá con la medida con que hayáis medido a
los demás» (Mt 7, 1-2).
Desde luego en mi
familia las leyes y su administración no es palo que se haya tocado, salvando a
un tío materno que estudió pero no ejerció, o sea como si nada.
Mis padres me decían,
a partir de su experiencia, que «más vale un mal arreglo que un
buen pleito» y que «Dios
de la nada hizo el mundo, y el abogado de la nada un pleito». Y nunca entró en
casa un abogado, ni tuvimos que ir a su despacho.
Eso sí, mi padre en
sus primeros años fue juez de paz del pueblo; y según me contaron quienes lo
vieron actuar, fue buen hombre.
Con esto quiero decir
que a mí los jueces, los abogados, los juzgados y sus secretarios y oficiales
me han pillado siempre lejos. Una sola vez tuve que acudir a responder de una
denuncia, hace exactamente, 37 años; y digo exactamente, porque fue en Rioseco
un veinticinco de noviembre. Puse objeciones a celebrar un funeral por el
difunto caudillo y el señor alcalde y concejales reunidos acordaron dar parte.
Claro que no fueron ellos por su cuenta, sino a instancias del entonces
secretario provincial del movimiento, de apellido Velasco, pero nada que ver
conmigo.
Cuando llegó Miguel
Ángel a la vida de Esther conocí en carne y hueso a un juez en ejercicio. Ni me
dio miedo, ni tuve que pensar cómo actuar para no incurrir en desacato. Claro
que tampoco tocamos aspectos de su trabajo. Sí me tocó actuar a mí, porque
estuve en su boda como testigo de la Iglesia, además de por amigo.
En fin, para mí la
judicatura, el ejercicio de administración de la justicia, los señores
letrados, me han importado en la medida en que tenía que gestionar el bienestar
de un menor en desamparo o de una mujer maltratada. Fuera de eso, nada que
reseñar.
Ahora resulta que
quieren subir las tasas para poder pleitear. Lo cual quiere decir que se cobran
tasas, primera cosa que ignoraba. En mi desconocimiento de la cosa, creía que
la justicia era gratuita. Pues no. No, salvo excepciones, parece ser.
Si suben las tasas, y
lo ponen imposible, va a resultar que aquí van a beneficiarse las personas que
delinquen contra personas que no pueden defenderse. Ya ha sucedido antes, pero
ahora va a ocurrir con mayor razón; o sin razón, para expresarme más
correctamente.
Si a partir de ahora,
para poder reclamar, por ejemplo, que me restituyan cien he de pagar antes una
tasa de doscientas, decidiré perder cien en lugar de trescientas. Es sólo un
ejemplo de ignorante, que es lo que soy en este asunto. Presumo que si cobran
por hacer justicia a los que la solicitan, el ejercicio de un derecho
constitucional va a quedar más que cojo, postrado en cama; enfermo mortal de
necesidad. Otro que añadir a la cuenta de este rosario de pérdidas en nuestro
flaco ajuar comunal y particular.
Yo me pregunto qué
será de aquella historia ejemplar que aprendí en mi infancia de una buena mujer
que acudió al rey para implorar se le reconociera su derecho. Sólo tuvo que
gritar ¡Justicia!, y fue atendida [pincha si tienes curiosidad].
No creo que hoy fuera
escuchada sin pasar antes por caja. ¡Cuánto lo lamento!
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