¡Qué caída más tonta!



No sé cómo fue, la verdad. Cuando me quise dar cuenta, estaba allá abajo, y la bici de P ruedas arriba.
De un tiempo a esta parte Gumi se toma conmigo demasiadas brusquedades. Tira a mordisquearme las orejas, me espera al pie de la escalera para atacarme en el morro, y corre tras de mí por la nave intentando pillarme el rabo. Ya tengo por su culpa alguna que otra calva en mi pellejo, producto de sus dientes afilados.
Pero no es su boca lo peor. Es que tiene el animal unas fuerzas que yo me digo que de dónde las habrá heredado. Su madre era más bien poca cosa, y yo de violento tengo casi nada. Hay veces que no lo reconozco como mi hijo primogénito.
El caso es que esa escalera la subimos y bajamos al cabo del día tropecientas veces. Y nunca ha pasado nada. El Míguel se cubrió en salud poniendo tablas en los huecos de la barandilla, y últimamente incluso una barra para que no nos escurriéramos hasta abajo.
El otro día, tras nuestro paseo vespertino, Gumi estaba especialmente juguetón. Primero fue con Moli, que le seguía el juego, la muy viejecita, como si fuera la abuela turuleta con su nieto carnal en vez de un simple adoptado. Pero en cuanto empezamos el primer peldaño, continuó conmigo, y no dejó de darme empellones hasta arriba del todo.
Si me tropecé, si resbalé en el suave piso, si me empujó con su lateral poderoso… servidor, Berto, salió volando por los aires, aterricé con mi costillar izquierdo en el suelo de la nave, derrapé sobre las baldosas y terminé derribando la bicicleta, contra la que me frené.
Un poco aturdido y sin saber qué y cómo había pasado, me sacudí las orejotas y volví a emprender el camino de subida. Míguel, cuando llegué hasta él, estaba en silencio, y creo que hasta cambiado de color. Sin palabras me atusó la parte de mi cuerpo que había servido de patín, y, como no di muestras de dolor, creo que se fue a merendar algo más tranquilo.
Veinticuatro horas me ha tenido en observación. Y mientras tanto ha estado muy afanoso con maderas, herramientas y no sé qué más. Ayer, a la hora de salir por la tarde para estirar las patas, y miccionar / defecar por los alrededores, he encontrado esa tabla corrida que asegura mi integridad a lo largo de toda la escalera y galería. Creo que ni Gumi ni Moli se han percatado de ella; el pequeñajo porque no le hace falta, el muy bribón se ha puesto como un toro y ya no cabe por el hueco; y la viejecita porque sus cataratas no se lo permitirán.
Puesto que lo ha hecho para mi seguridad, desde estas líneas le mando un gruñido de agradecimiento.
Berto

1 comentario:

  1. ¡Gracias Berto! Menudo susto me diste. ¡Si es que eres un pasmao!

    Pero un pasmao tierno y enternecedor.

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