Salvo en la niñez,
con aquellos pantalones cortos y el tirante cruzado sobre el pecho, yo he sido
siempre de los que piensan que los varones nos vestimos por los pies y el cinto
en su lugar. Nada de esos culos resaltados por unos pantalones cogidos con
pinzas y tirando hacia arriba. Hasta que llegó mi hora.
Fue, más o menos,
hace veinte años. Mi cuerpo cambió y mi metabolismo. Me sobraba pantalón justo
en la barriga, y me cansaba de subírmelo, porque, a pesar de hacerle agujeros
nuevos, el cinto quedaba inservible. Justo por la ingle. Y cuando me agachaba,
hasta la raja de atrás quedaba a la vista.
Hay que poner
remedio, miguelangel. Y adquirí unos tirantes. ¡Qué comodidad! Pero había que
ocultarlos, porque iban a decir… Y en efecto, la primera mi cuñada.
A fuerza de hacerme
el valiente, ahora los exhibo sin pudor. Sí, llevo tirantes, y ¡qué!
No tengo que decirlo,
pero lo hago. Donde más chirigotas he escuchado ha sido entre el personal de mi
gremio. Los clérigos en esto somos casta a parte.
Ahora viene un papa
que parece que lleva tirantes, aunque estén ocultos tras el blanco de su sonata
papal. Todo el mundo los nota. Muchos se alegran de esa normalidad. Otros
parece que se sienten provocados por tal circunstancia. Tardaremos en dejar de
verlos, pero cuando lo consigamos, entonces es cuando tendremos que mirarnos al
espejo y ver si nuestro culo se marca o no por el pinzamiento correspondiente.
Ahí, justo ahí, es donde empieza lo que de verdad importa.
Hasta entonces, habrá
que seguir aguantando el temporal.
La
normalidad de la que hablo puede constatarse leyendo sin prisas y sin agobios
esta entrevista de papa Francisco a la revista Civiltà Católica y otras
veintitantas revistas de la compañía S.J.
Entrevista exclusiva.- Papa Francisco: “Busquemos ser una Iglesia que
encuentra caminos nuevos”
P. Antonio Spadaro, S.J. Director de La Civiltà Cattolica.
Traducción: Luis López-Yarto, S.J.
Es el lunes 19 de agosto. El papa Francisco me ha dado una cita para
las diez de la mañana en Santa Marta. Yo, sin embargo, quizá por herencia
paterna, siento la necesidad de llegar siempre con alguna anticipación. Las
personas que me acogen me hacen esperar en una salita. La espera es breve y,
tras un momento, alguien me acompaña a subir al ascensor. En dos minutos me ha
venido a la memoria la propuesta que surgió en Lisboa, durante una reunión de
directores de algunas revistas de la Compañía de Jesús. Allí surgió la idea de
publicar todos a la vez una entrevista al Papa. Hablando con los demás
directores, formulamos algunas preguntas que pudiesen expresar intereses
comunes. Salgo del ascensor y veo al Papa, que me espera ya junto a la puerta.
En realidad tengo la curiosa impresión de no haber atravesado puerta alguna.
Cuando entro a su habitación, el Papa ofrece que me siente en una
butaca. Sus problemas de espalda hacen que él deba ocupar una silla más alta y
rígida que la mía. El ambiente es simple y austero. Sobre el escritorio, el
espacio de trabajo es pequeño. Me impresiona lo esencial de los muebles y las
demás cosas. Los libros son pocos, son pocos los papeles, pocos los objetos.
Entre estos, una imagen de san Francisco, una estatua de Nuestra Señora de
Luján, patrona de Argentina, un crucifijo y una estatua de san José sorprendido
en el sueño, muy parecida a la que vi en su despacho de rector y superior
provincial en el Colegio Máximo de San Miguel. La espiritualidad de Bergoglio
no está hecha de “energías en armonía”, como las llamaría él, sino de rostros
humanos: Cristo, san Francisco, san José, María.
El Papa me acoge con esa sonrisa que a estas alturas ha dado la vuelta
al mundo y que ensancha los corazones. Empezamos a hablar de muchas cosas, pero
sobre todo de su viaje a Brasil. El Papa lo considera una verdadera gracia. Le
pregunto si ha descansado ya. Me responde que sí, que se encuentra bien, pero,
sobre todo, que la Jornada Mundial de la Juventud ha supuesto para él un
“misterio”. Me dice que no estaba acostumbrado a hablar a tanta gente: “Yo
suelo dirigir la vista a las personas concretas, una a una, y ponerme en
contacto de forma personal con quien tengo delante. No estoy hecho a las
masas”. Le digo que es verdad, que eso se ve, y que a todos nos impresiona. Se
ve que, cuando se encuentra en medio de la gente, en realidad posa sus ojos
sobre personas concretas. Como luego las cámaras proyectarán las imágenes y
todos podrán contemplarle, queda libre para ponerse en contacto directo, por lo
menos ocular, con el que tiene delante. Tengo la impresión de que esto le
satisface, es decir, poder ser el que es, no sentirse obligado a cambiar su
modo normal de comunicarse con los demás, ni siquiera cuando tiene delante a
millones de personas, como fue el caso en la playa de Copacabana.
Antes de que pueda encender mi grabadora hablamos todavía de otra cosa.
Comentando una publicación mía, me dice que los dos pensadores franceses
contemporáneos que más le gustan son Henri de Lubac y Michel de Certeau. Le
confieso también yo algo más personal. Y él comienza a hablarme de sí y de su
elección al pontificado. Me dice que cuando comenzó a darse cuenta de que
podría llegar a ser elegido –era el miércoles 13 de marzo durante la comida–
sintió que le envolvía una inexplicable y profunda paz y consolación interior,
junto con una oscuridad total que dejaba en sombras el resto de las cosas. Y
que estos sentimientos le acompañaron hasta su elección.
Sinceramente hubiera continuado hablando en este tono familiar por
mucho tiempo, pero tomo las páginas con las preguntas que llevo anotadas y
enciendo la grabadora. Antes de nada, le doy las gracias en nombre de todos los
directores de las revistas de la Compañía de Jesús que publicarán esta
entrevista.
El Papa, poco antes de la audiencia que concedió a los jesuitas de La
Civiltà Cattolica, me había mencionado su gran renuencia a conceder
entrevistas. Me había confesado que prefiere pensarse las cosas más que
improvisar respuestas sobre la marcha en una entrevista. Siente que las
respuestas precisas le surgen cuando ya ha formulado la primera: “No me
reconocía a mí mismo cuando comencé a responder a los periodistas que me
lanzaban sus preguntas durante el vuelo de vuelta de Río de Janeiro”, me dice.
Pero es cierto: a lo largo de esta entrevista el Papa se ha sentido libre de
interrumpir lo que estaba diciendo en su respuesta a una pregunta, para añadir
algo a una respuesta anterior. Hablar con el papa Francisco es una especie de
flujo volcánico de ideas que se engarzan unas con otras. Incluso el acto de
tomar apuntes me produce la desagradable sensación de estar interrumpiendo un
diálogo espontáneo. Es obvio que el papa Francisco está más acostumbrado a la
conversación que a la cátedra.
¿QUIÉN ES JORGE MARIO BERGOGLIO?
Tengo una pregunta preparada, pero decido no seguir el esquema
prefijado y la formulo un poco a quemarropa: “¿Quién es Jorge Mario
Bergoglio?”. Se me queda mirando en silencio. Le pregunto si es lícito hacerle
esta pregunta… Hace un gesto de aceptación y me dice: “No sé cuál puede ser
la respuesta exacta… Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y
no se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador”.
El Papa sigue reflexionando, concentrado, como si no se hubiese
esperado esta pregunta, como si fuese necesario pensarla más.
“Bueno, quizá podría decir que soy despierto, que sé moverme, pero que,
al mismo tiempo, soy bastante ingenuo. Pero la síntesis mejor, la que me sale
más desde dentro y siento más verdadera es esta: “Soy un pecador en quien el
Señor ha puesto los ojos”. Y repite: “Soy alguien que ha sido mirado por el
Señor. Mi lema, ‘Miserando atque eligendo’, es algo que, en mi caso, he sentido
siempre muy verdadero”.
El papa Francisco ha tomado este lema de las homilías de san Beda el
Venerable que, comentando el pasaje evangélico de la vocación de san Mateo,
escribe: “Jesús vio un publicano y, mirándolo con amor y eligiéndolo, le dijo:
Sígueme”.
Añade: “El gerundio latino miserando me parece intraducible tanto en
italiano como en español. A mí me gusta traducirlo con otro gerundio que no
existe: misericordiando”.
El papa Francisco, siguiendo el hilo de su reflexión, me dice, dando un
salto cuyo sentido no acabo de comprender: “Yo no conozco Roma. Son pocas las
cosas que conozco. Entre estas está Santa María la Mayor: solía ir siempre”.
Riendo, le digo: “¡Lo hemos entendido todos muy bien, Santo Padre!”. “Bueno, sí
–prosigue el Papa–, conozco Santa María la Mayor, San Pedro… pero cuando
venía a Roma vivía siempre en Vía della Scrofa. Desde allí me acercaba con
frecuencia a visitar la iglesia de San Luis de los Franceses y a contemplar el cuadro
de la vocación de san Mateo de Caravaggio”. Empiezo a intuir qué me quiere
decir el Papa.
“Ese dedo de Jesús, apuntando así… a Mateo. Así estoy yo. Así me
siento. Como Mateo”. Y en este momento el Papa se decide, como si hubiese
captado la imagen de sí mismo que andaba buscando: “Me impresiona el gesto de
Mateo. Se aferra a su dinero, como diciendo: ‘¡No, no a mí! No, ¡este dinero es
mío!’. Esto es lo que yo soy: un pecador al que el Señor ha dirigido su
mirada… Y esto es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaba la elección
de Pontífice”. Y murmura: “Peccator sum, sed super misericordia et infinita
patientia Domini nostri Jesu Christi confisus et in spiritu penitentiae
accepto”.
¿POR QUÉ SE HIZO JESUITA?
Me hago cargo de que esta fórmula de aceptación es para el papa
Francisco una tarjeta de identidad. Nada más que añadir. Y continúo con la que
llevaba preparada como primera pregunta: “Santo Padre, ¿qué le movió a tomar la
decisión de entrar en la Compañía de Jesús? ¿Qué le llamaba la atención en la
Orden de los jesuitas?”.
“Quería algo más. Pero no sabía qué era. Había entrado en el seminario.
Me atraían los dominicos y tenía amigos dominicos. Pero al fin he elegido la
Compañía, que llegué a conocer bien, al estar nuestro seminario confiado a los
jesuitas. De la Compañía me impresionaron tres cosas: su carácter misionero, la
comunidad y la disciplina. Y esto es curioso, porque yo soy un indisciplinado
nato, nato, nato. Pero su disciplina, su modo de ordenar el tiempo, me ha
impresionado mucho”.
“Y, después, hay algo fundamental para mí: la comunidad. Había buscado
desde siempre una comunidad. No me veía sacerdote solo: tengo necesidad de
comunidad. Y lo deja claro el hecho de haberme quedado en Santa Marta: cuando
fui elegido ocupaba, por sorteo, la habitación 207. Esta en que nos encontramos
ahora es una habitación de huéspedes. Decidí vivir aquí, en la habitación 201,
porque, al tomar posesión del apartamento pontificio, sentí dentro de mí un
‘no’. El apartamento pontificio del palacio apostólico no es lujoso. Es
antiguo, grande y puesto con buen gusto, no lujoso. Pero en resumidas cuentas
es como un embudo al revés. Grande y espacioso, pero con una entrada de verdad
muy angosta. No es posible entrar sino con cuentagotas, y yo, la verdad, sin gente
no puedo vivir. Necesito vivir mi vida junto a los demás”.
Mientras el Papa habla de misión y de comunidad, me vienen a la cabeza
tantos documentos de la Compañía de Jesús que hablan de “comunidad para la
misión”, y los descubro en sus palabras.
Y PARA UN JESUITA, ¿QUÉ SIGNIFICA SER PAPA?
Quiero seguir en esta línea, y lanzo al Papa una pregunta que parte del
hecho de que él es el primer jesuita elegido Obispo de Roma: “¿Cómo entiende el
servicio a la Iglesia universal, que Ud. ha sido llamado a desempeñar, a la luz
de la espiritualidad ignaciana? ¿Qué significa para un jesuita haber sido
elegido Papa? ¿Qué aspecto de la espiritualidad ignaciana le ayuda más a vivir
su ministerio?”.
“El discernimiento”, responde el papa Francisco. “El discernimiento es
una de las cosas que Ignacio ha elaborado más interiormente. Para él, es un
instrumento de lucha para conocer mejor al Señor y seguirlo más de cerca. Me ha
impresionado siempre una máxima con la que suele describirse la visión de
Ignacio: Non coerceri maximo, sed contineri minimo divinum est. He reflexionado
largamente sobre esta frase por lo que toca al gobierno, a ser superior: no
tener límite para lo grande, pero concentrarse en lo pequeño. Esta virtud de lo
grande y lo pequeño se llama magnanimidad, y, a cada uno desde la posición que
ocupa, hace que pongamos siempre la vista en el horizonte. Es hacer las cosas
pequeñas de cada día con el corazón grande y abierto a Dios y a los otros. Es
dar su valor a las cosas pequeñas en el marco de los grandes horizontes, los
del Reino de Dios”.
“Esta máxima ofrece parámetros para adoptar la postura correcta en el
discernimiento, para sentir las cosas de Dios desde su ‘punto de vista’. Para
san Ignacio hay que encarnar los grandes principios en las circunstancias de lugar,
tiempo y personas. A su modo, Juan XXIII adoptó esta actitud de gobierno al
repetir la máxima Omnia videre, multa disimulare, pauca corrigere porque, aun
viendo omnia, dimensión máxima, prefería actuar sobre pauca, dimensión mínima”.
“Es posible tener proyectos grandes y llevarlos a cabo actuando sobre
cosas mínimas. Podemos usar medios débiles que resultan más eficaces que los
fuertes, como dice san Pablo en la Primera Carta a los Corintios”.
“Un discernimiento de este tipo requiere tiempo. Son muchos, por poner
un ejemplo, los que creen que los cambios y las reformas pueden llegar en un
tiempo breve. Yo soy de la opinión de que se necesita tiempo para poner las
bases de un cambio verdadero y eficaz. Se trata del tiempo del discernimiento.
Y a veces, por el contrario, el discernimiento nos empuja a hacer ya lo que
inicialmente pensábamos dejar para más adelante. Es lo que me ha sucedido a mí
en estos meses. Y el discernimiento se realiza siempre en presencia del Señor,
sin perder de vista los signos, escuchando lo que sucede, el sentir de la
gente, sobre todo de los pobres. Mis decisiones, incluso las que tienen que ver
con la vida normal, como el usar un coche modesto, van ligadas a un
discernimiento espiritual que responde a exigencias que nacen de las cosas, de
la gente, de la lectura de los signos de los tiempos. El discernimiento en el
Señor me guía en mi modo de gobernar”.
“Pero, mire, yo desconfío de las decisiones tomadas improvisadamente.
Desconfío de mi primera decisión, es decir, de lo primero que se me ocurre
hacer cuando debo tomar una decisión. Suele ser un error. Hay que esperar,
valorar internamente, tomarse el tiempo necesario. La sabiduría del
discernimiento nos libra de la necesaria ambigüedad de la vida, y hace que
encontremos los medios oportunos, que no siempre se identificarán con lo que
parece grande o fuerte”.
LA COMPAÑÍA DE JESÚS
El discernimiento es, por tanto, un pilar de la espiritualidad del
Papa. Esto es algo que expresa de forma especial su identidad de jesuita. En
consecuencia, le pregunto cómo puede la Compañía de Jesús servir a la Iglesia
de hoy, con qué rasgos peculiares, y también cuáles son los riesgos que le
pueden amenazar.
“La Compañía es una institución en tensión, siempre radicalmente en
tensión. El jesuita es un descentrado. La Compañía en sí misma está
descentrada: su centro es Cristo y su Iglesia. Por tanto, si la Compañía
mantiene en el centro a Cristo y a la Iglesia, tiene dos puntos de referencia
en su equilibrio para vivir en la periferia. Pero si se mira demasiado a sí
misma, si se pone a sí misma en el centro, sabiéndose una muy sólida y muy bien
‘armada’ estructura, corre peligro de sentirse segura y suficiente. La Compañía
tiene que tener siempre delante el Deus Semper maior, la búsqueda de la Gloria
de Dios cada vez mayor, la Iglesia Verdadera Esposa de Cristo nuestro Señor,
Cristo Rey que nos conquista y al que ofrecemos nuestra persona y todos
nuestros esfuerzos, aunque seamos poco adecuados vasos de arcilla. Esta tensión
nos sitúa continuamente fuera de nosotros mismos. El instrumento que hace
verdaderamente fuerte a una Compañía descentrada es la realidad, a la vez
paterna y materna, de la ‘cuenta de conciencia’, y precisamente porque le ayuda
a emprender mejor la misión”.
Aquí el Papa hace referencia a un punto específico de las
Constituciones de la Compañía de Jesús, que dice que el jesuita debe
“manifestar su conciencia”, es decir, la situación interior que vive, de modo
que el superior pueda obrar con conocimiento más exacto al enviar una persona a
su misión.
“Pero es difícil hablar de la Compañía –prosigue el papa Francisco–. Si
somos demasiado explícitos, corremos el riesgo de equivocarnos. De la Compañía
se puede hablar solamente en forma narrativa. Solo en la narración se puede
hacer discernimiento, no en las explicaciones filosóficas o teológicas, en las
que es posible la discusión. El estilo de la Compañía no es la discusión, sino
el discernimiento, cuyo proceso supone obviamente discusión. El aura mística
jamás define sus bordes, no completa el pensamiento. El jesuita debe ser
persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto. Ha habido etapas en
la vida de la Compañía en las que se ha vivido un pensamiento cerrado, rígido,
más instructivo-ascético que místico: esta deformación generó el Epítome del
Instituto”.
Con esto el Papa alude a una especie de resumen práctico, en uso en la
Compañía y formulado en el siglo XX, que llegó a ser considerado como sustituto
de las Constituciones. La formación que los jesuitas recibían sobre la
Compañía, durante un tiempo, venía marcada por este texto, hasta el punto que
alguno podía no haber leído nunca las Constituciones, que constituyen el texto
fundacional. Según el Papa, durante este período en la Compañía las reglas han
corrido el peligro de ahogar el espíritu, saliendo vencedora la tentación de
explicitar y hacer demasiado claro el carisma.
Prosigue: “No. El jesuita piensa, siempre y continuamente, con los ojos
puestos en el horizonte hacia el que debe caminar, teniendo a Cristo en el
centro. Esta es su verdadera fuerza. Y esto es lo que empuja a la Compañía a
estar en búsqueda, a ser creativa, generosa. Por eso hoy más que nunca ha de
ser contemplativa en la acción; tiene que vivir una cercanía profunda a toda la
Iglesia, entendida como ‘pueblo de Dios’ y ‘santa madre Iglesia Jerárquica’.
Esto requiere mucha humildad, sacrificio y valentía, especialmente cuando se
vive incomprensiones o cuando se es objeto de equívocos o calumnias; pero es la
actitud más fecunda. Pensemos en las tensiones del pasado con ocasión de los
ritos chinos o los ritos malabares, o lo ocurrido en la reducciones del
Paraguay”.
“Yo mismo soy testigo de incomprensiones y problemas que la Compañía ha
vivido aun en tiempo reciente. Entre estas estuvieron los tiempos difíciles en
que surgió la cuestión de extender el ‘cuarto voto’ de obediencia al Papa a
todos los jesuitas. Lo que a mí me daba seguridad en tiempos del padre Arrupe
era que se trataba de un hombre de oración, un hombre que pasaba mucho tiempo
en oración. Lo recuerdo cuando oraba sentado en el suelo, como hacen los
japoneses. Eso creó en él las actitudes convenientes e hizo que tomara las
decisiones correctas”.
EL MODELO: PEDRO FABRO, “SACERDOTE REFORMADO”
En este momento me pregunto qué figuras de jesuitas, desde los orígenes
de la Compañía hasta hoy, le habrán impresionado de modo especial. Y le
pregunto al Pontífice si hay algunos, cuáles son y por qué. El Papa comienza
citando a san Ignacio y san Francisco Javier, pero enseguida se detiene en una
figura que los jesuitas conocen, pero que no es muy conocida por lo general: el
beato Pedro Fabro (1506-1546), saboyano. Se trata de uno de los primeros
compañeros de san Ignacio, el primero de todos, compañero de habitación cuando
los dos eran estudiantes en la Sorbona. El tercer ocupante de aquella
habitación era Francisco Javier. Pío IX le declaró beato el 5 de septiembre de
1872, y está tramitándose el proceso de canonización.
Me cita una edición de su Memorial, cuya publicación él mismo encargó,
siendo superior provincial, a dos especialistas jesuitas, los padres Miguel A.
Fiorito y Jaime H. Amadeo. Una edición que gusta especialmente al Papa es la
preparada por Michael de Certeau. Le pregunto qué le llama tanto la atención de
Fabro, y qué rasgos le impresionan más de él.
“El diálogo con todos, aun con los más lejanos y con los adversarios;
su piedad sencilla, cierta probable ingenuidad, su disponibilidad inmediata, su
atento discernimiento interior, el ser un hombre de grandes y fuertes
decisiones que hacía compatible con ser dulce, dulce…”.
Al escuchar al papa Francisco, que va enumerando las características
personales de su jesuita preferido, comprendo hasta qué punto esta figura haya
constituido para él un verdadero modelo de vida. Michel de Certeau define a
Fabro sencillamente como el “sacerdote reformado” para quien experiencia
interior, expresión dogmática y reforma estructural eran realidades
estrechamente inseparables. Me parece entender, por eso, que el papa Francisco
se inspira en este tipo de reforma. Pero él sigue adelante, reflexionando sobre
el verdadero rostro del fundador. “Ignacio es un místico, no un asceta. Me
enfada mucho cuando oigo decir que los Ejercicios Espirituales son ignacianos
solo porque se hacen en silencio. La verdad es que los Ejercicios pueden ser
perfectamente ignacianos incluso en la vida corriente y sin silencio. La
tendencia que subraya el ascetismo, el silencio y la penitencia es una
desviación que se ha difundido incluso en la Compañía, especialmente en el
ámbito español. Yo, por mi parte, soy y me siento más cercano a la corriente
mística, la de Luois Lallement y Jean-Joseph Surin. Fabro era un místico”.
LA EXPERIENCIA DE GOBIERNO
¿Qué tipo de experiencia de gobierno puede hacer madurar la formación
que ha recibido el padre Bergoglio, que fue superior y superior provincial de
la Compañía de Jesús? El estilo de gobierno de la Compañía implica que el
superior toma las decisiones, pero también que establece diálogo con sus
“consultores”. Pregunto al Papa: “¿Piensa que su experiencia de gobierno en el
pasado puede ser útil para su situación actual, al frente del gobierno
universal de la Iglesia?”.
El Papa Francisco, tras una breve pausa de reflexión se pone serio,
pero muy sereno.
“En mi experiencia de superior en la Compañía, si soy sincero, no
siempre me he comportado así, haciendo las necesarias consultas. Y eso no ha
sido bueno. Mi gobierno como jesuita, al comienzo, adolecía de muchos defectos.
Corrían tiempos difíciles para la Compañía: había desaparecido una generación
entera de jesuitas. Eso hizo que yo fuera provincial aún muy joven. Tenía 36
años: una locura. Había que afrontar situaciones difíciles, y yo tomaba mis
decisiones de manera brusca y personalista. Es verdad, pero debo añadir una
cosa: cuando confío algo a una persona, me fío totalmente de esa persona. Debe
cometer un error muy grande para que yo la reprenda. Pero, a pesar de esto, al
final la gente se cansa del autoritarismo. Mi forma autoritaria y rápida de
tomar decisiones me ha llevado a tener problemas serios y a ser acusado de
ultraconservador. Tuve un momento de gran crisis interior estando en Córdoba.
No habré sido ciertamente como la beata Imelda, pero jamás he sido de derechas.
Fue mi forma autoritaria de tomar decisiones la que me creó problemas”.
“Todo esto que digo es experiencia de la vida y lo expreso por dar a
entender los peligros que existen. Con el tiempo he aprendido muchas cosas. El
Señor ha permitido esta pedagogía de gobierno, aunque haya sido por medio de
mis defectos y mis pecados. Sucedía que, como arzobispo de Buenos Aires,
convocaba una reunión con los seis obispos auxiliares cada quince días y varias
veces al año con el Consejo presbiteral. Se formulaban preguntas y se dejaba
espacio para la discusión. Esto me ha ayudado mucho a optar por las decisiones
mejores. Ahora, sin embargo, oigo a algunas personas que me dicen: “No consulte
demasiado y decida”. Pero yo creo que consultar es muy importante. Los
consistorios y los sínodos, por ejemplo, son lugares importantes para lograr
que esta consulta llegue a ser verdadera y activa. Lo que hace falta es darles
una forma menos rígida. Deseo consultas reales, no formales. La consulta a los
ocho cardenales, ese grupo consultivo externo, no es decisión solamente mía,
sino que es fruto de la voluntad de los cardenales, tal como se expresó en las
Congregaciones Generales antes del Cónclave. Y deseo que sea una consulta real,
no formal”.
“SENTIR CON LA IGLESIA”
No abandono el tema de la Iglesia e intento comprender qué significa
exactamente para el Papa Francisco el “sentir con la Iglesia” del que escribe
san Ignacio en sus Ejercicios Espirituales. El Papa responde sin dudar,
partiendo de una imagen.
“Una imagen de Iglesia que me complace es la de pueblo santo, fiel a
Dios. Es la definición que uso a menudo y, por otra parte, es la de la Lumen
Gentium en su número 12. La pertenencia a un pueblo tiene un fuerte valor
teológico: Dios, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No
existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como
individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama
de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana. Dios
entra en esta dinámica popular”.
“El pueblo es sujeto. Y la Iglesia es el pueblo de Dios en camino a
través de la historia, con gozos y dolores. Sentir con la Iglesia, por tanto,
para mí quiere decir estar en este pueblo. Y el conjunto de fieles es infalible
cuando cree, y manifiesta esta infalibilidad suya al creer, mediante el sentido
sobrenatural de la fe de todo el pueblo que camina. Esta es mi manera de
entender el sentir con la Iglesia de que habla san Ignacio. Cuando el diálogo
entre la gente y los obispos y el Papa sigue esta línea y es leal, está
asistido por el Espíritu Santo. No se trata, por tanto, de un sentir referido a
los teólogos”.
“Sucede como con María: Si se quiere saber quién es, se pregunta a los
teólogos; si se quiere saber cómo se la ama, hay que preguntar al pueblo.
María, a su vez, amó a Jesús con corazón de pueblo, como se lee en el
Magníficat. Por tanto, no hay ni que pensar que la comprensión del ‘sentir con
la Iglesia’ tenga que ver únicamente con sentir con su parte jerárquica”.
El Papa, tras un momento de pausa, precisa de manera seca, para evitar
ser malentendido: “Obviamente hay que tener cuidado de no pensar que esta
infallibilitas de todos los fieles, de la que he hablado a la luz del Concilio,
sea una forma de populismo. No: es la experiencia de la ‘santa madre Iglesia
jerárquica’, como la llamaba san Ignacio, de la Iglesia como pueblo de Dios,
pastores y pueblo juntos. La Iglesia es la totalidad del pueblo de Dios”.
“Yo veo la santidad en el pueblo de Dios, su santidad cotidiana. Existe
una ‘clase media de la santidad’ de la que todos podemos formar parte, aquella
de que habla Malègue”.
El Papa se refiere a Joseph Malègue, escritor francés muy de su agrado,
nacido en 1876 y muerto en 1940. En particular a su trilogía incompleta Pierres
noires: Les Classes moyennes du Salut. Algunos críticos franceses lo han
definido como “el Proust católico”.
“Veo la santidad –prosigue el Papa– en el pueblo de Dios paciente: una
mujer que cría a sus hijos, un hombre que trabaja para llevar a casa el pan,
los enfermos, los sacerdotes ancianos tantas veces heridos pero siempre con su
sonrisa porque han servido al Señor, las religiosas que tanto trabajan y que
viven una santidad escondida. Esta es, para mí, la santidad común. Yo asocio
frecuentemente la santidad a la paciencia: no solo la paciencia como hypomoné,
hacerse cargo de los sucesos y las circunstancias de la vida, sino también como
constancia para seguir hacia delante día a día. Esta es la santidad de la
Iglesia militante de la que habla el mismo san Ignacio. Esta era la santidad de
mis padres: de mi padre, de mi madre, de mi abuela Rosa, que me ha hecho tanto
bien. En el breviario llevo el testamento de mi abuela Rosa, y lo leo a menudo:
porque para mí es como una oración. Es una santa que ha sufrido mucho, incluso
moralmente, y ha seguido valerosamente siempre hacia delante”.
“Esta Iglesia con la que debemos sentir es la casa de todos, no una
capillita en la que cabe solo un grupito de personas selectas. No podemos
reducir el seno de la Iglesia universal a un nido protector de nuestra
mediocridad. Y la Iglesia es Madre –prosigue–. La Iglesia es fecunda, debe
serlo. Mire, cuando percibo comportamientos negativos en ministros de la
Iglesia o en consagrados o consagradas, lo primero que se me ocurre es: ‘un
solterón’, ‘una solterona’. No son ni padres ni madres. No han sido capaces de
dar vida. Y sin embargo cuando, por ejemplo, leo la vida de los misioneros
salesianos que fueron a la Patagonia, leo una historia de vida y de
fecundidad”.
“Otro ejemplo de estos días: he visto que los periódicos se han hecho
mucho eco de una llamada de teléfono que hice a un muchacho que me había
escrito una carta. Le telefoneé porque aquella carta había sido muy hermosa,
muy sencilla. Para mí, supuso un acto de fecundidad. Caí en la cuenta de que se
trataba de un joven que está creciendo, que ha reconocido a su padre y le
cuenta, sin más, algo de su vida. El padre no puede decirle, simplemente, ‘paso
de ti’. A mí, esta fecundidad me hace mucho bien”.
IGLESIAS JÓVENES E IGLESIAS ANTIGUAS
Sigo con el tema de la Iglesia, y dirijo al Papa una pregunta a la luz
de la reciente Jornada Mundial de la Juventud. “Este enorme evento ha puesto
bajo los reflectores a los jóvenes, pero no menos a esos ‘pulmones
espirituales’ que son las iglesias de institución más reciente. ¿Qué esperanzas
le parece que pueden surgir desde estas Iglesias para la Iglesia universal?”
“Las Iglesias jóvenes logran una síntesis de fe, cultura y vida en
progreso diferente de la que logran las Iglesias más antiguas. Para mí, la
relación entre las Iglesias de tradición más antigua y las más recientes se
parece a la relación que existe entre jóvenes y ancianos en una sociedad:
construyen el futuro, unos con su fuerza y los otros con su sabiduría. El
riesgo está siempre presente, es obvio; las Iglesias más jóvenes corren peligro
de sentirse autosuficientes, y las más antiguas el de querer imponer a los
jóvenes sus modelos culturales. Pero el futuro se construye unidos”.
¿ES LA IGLESIA UN HOSPITAL DE CAMPAÑA?
El papa Benedicto XVI, al anunciar su renuncia al pontificado,
describía un mundo actual sometido a rápidos cambios y agitado por unas
cuestiones de enorme importancia para la vida de fe, que reclaman gran vigor de
cuerpo y alma. Pregunto al Papa, también a la luz de lo que acaba de decir:
“¿De qué tiene la Iglesia mayor necesidad en este momento histórico? ¿Hacen
falta reformas? ¿Cuáles serían sus deseos para la Iglesia de los próximos años?
¿Qué Iglesia ‘sueña’?”.
El papa Francisco, refiriéndose al comienzo de mi pregunta, comienza
diciendo: “El papa Benedicto realizó un acto de santidad, de grandeza y de
humildad. Es un hombre de Dios”. Mostrando así un gran afecto y gran estima por
su predecesor.
“Veo con claridad –prosigue– que lo que la Iglesia necesita con mayor
urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de
los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña
tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el
colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del
resto. Curar heridas, curar heridas… Y hay que comenzar por lo más
elemental”.
“La Iglesia a veces se ha dejado envolver en pequeñas cosas, en
pequeños preceptos. Cuando lo más importante es el anuncio primero:
‘¡Jesucristo te ha salvado!’. Y los ministros de la Iglesia deben ser, ante
todo, ministros de misericordia. Por ejemplo, el confesor corre siempre peligro
de ser o demasiado rigorista o demasiado laxo. Ninguno de los dos es
misericordioso, porque ninguno de los dos se hace de verdad cargo de la
persona. El rigorista se lava las manos y lo remite a lo que está mandado. El
laxo se lava las manos diciendo simplemente ‘esto no es pecado’ o algo
semejante. A las personas hay que acompañarlas, las heridas necesitan
curación”.
“¿Cómo estamos tratando al pueblo de Dios? Yo sueño con una Iglesia
Madre y Pastora. Los ministros de la Iglesia tienen que ser misericordiosos,
hacerse cargo de las personas, acompañándolas como el buen samaritano que lava,
limpia y consuela a su prójimo. Esto es Evangelio puro. Dios es más grande que
el pecado. Las reformas organizativas y estructurales son secundarias, es
decir, vienen después. La primera reforma debe ser la de las actitudes. Los
ministros del Evangelio deben ser personas capaces de caldear el corazón de las
personas, de caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso
descender a su noche y su oscuridad sin perderse. El pueblo de Dios necesita
pastores y no funcionarios ‘clérigos de despacho’. Los obispos, especialmente,
han de ser hombres capaces de apoyar con paciencia los pasos de Dios en su
pueblo, de modo que nadie quede atrás, así como de acompañar al rebaño, con su
olfato para encontrar veredas nuevas”.
“En lugar de ser solamente una Iglesia que acoge y recibe, manteniendo
sus puertas abiertas, busquemos más bien ser una Iglesia que encuentra caminos
nuevos, capaz de salir de sí misma yendo hacia el que no la frecuenta, hacia el
que se marchó de ella, hacia el indiferente. El que abandonó la Iglesia a veces
lo hizo por razones que, si se entienden y valoran bien, pueden ser el inicio
de un retorno. Pero es necesario tener audacia y valor”.
Recojo lo que está diciendo el Santo Padre para hablar de aquellos
cristianos que viven situaciones irregulares para la Iglesia, o diversas
situaciones complejas; cristianos que, de un modo o de otro, mantienen heridas
abiertas. Pienso en los divorciados vueltos a casar, en parejas homosexuales y
en otras situaciones difíciles. ¿Cómo hacer pastoral misionera en estos casos?
¿Dónde encontrar un punto de apoyo? El Papa da a entender con un gesto que ha
comprendido lo que quiero decirle y me responde.
“Tenemos que anunciar el Evangelio en todas partes, predicando la buena
noticia del Reino y curando, también con nuestra predicación, todo tipo de
herida y cualquier enfermedad. En Buenos Aires recibía cartas de personas
homosexuales que son verdaderos ‘heridos sociales’, porque me dicen que sienten
que la Iglesia siempre les ha condenado. Pero la Iglesia no quiere hacer eso.
Durante el vuelo en que regresaba de Río de Janeiro dije que si una persona homosexual
tiene buena voluntad y busca a Dios, yo no soy quién para juzgarla. Al decir
esto he dicho lo que dice el Catecismo. La religión tiene derecho de expresar
sus propias opiniones al servicio de las personas, pero Dios en la creación nos
ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal.
Una vez una persona, para provocarme, me preguntó si yo aprobaba la
homosexualidad. Yo entonces le respondí con otra pregunta: ‘Dime, Dios, cuando
mira a una persona homosexual, ¿aprueba su existencia con afecto o la rechaza y
la condena?’. Hay que tener siempre en cuenta a la persona. Y aquí entramos en
el misterio del ser humano. En esta vida Dios acompaña a las personas y es
nuestro deber acompañarlas a partir de su condición. Hay que acompañar con
misericordia. Cuando sucede así, el Espíritu Santo inspira al sacerdote la
palabra oportuna”.
“Esta es la grandeza de la confesión: que se evalúa caso a caso, que se
puede discernir qué es lo mejor para una persona que busca a Dios y su gracia.
El confesionario no es una sala de tortura, sino aquel lugar de misericordia en
el que el Señor nos empuja a hacer lo mejor que podamos. Estoy pensando en la
situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en
el que se dio también un aborto. Después de aquello esta mujer se ha vuelto a
casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está
sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el
confesor?”.
“No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto,
al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo he
hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se
habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto. Por lo demás, ya conocemos
la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario
estar hablando de estas cosas sin cesar”.
“Las enseñanzas de la Iglesia, sean dogmáticas o morales, no son todas
equivalentes. Una pastoral misionera no se obsesiona por transmitir de modo
desestructurado un conjunto de doctrinas para imponerlas insistentemente. El
anuncio misionero se concentra en lo esencial, en lo necesario, que, por otra
parte es lo que más apasiona y atrae, es lo que hace arder el corazón, como a
los discípulos de Emaús”.
“Tenemos, por tanto, que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra
manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo
de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio. La propuesta
evangélica debe ser más sencilla, más profunda e irradiante. Solo de esta
propuesta surgen luego las consecuencias morales”.
“Digo esto pensando también en la predicación y en los contenidos de
nuestra predicación. Una buena homilía, una verdadera homilía, debe comenzar
con el primer anuncio, con el anuncio de la salvación. No hay nada más sólido,
profundo y seguro que este anuncio. Después vendrá una catequesis. Después se
podrá extraer alguna consecuencia moral. Pero el anuncio del amor salvífico de
Dios es previo a la obligación moral y religiosa. Hoy parece a veces que
prevalece el orden inverso. La homilía es la piedra de toque si se quiere medir
la capacidad de encuentro de un pastor con su pueblo, porque el que predica
tiene que reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde permanece vivo
y ardiente el deseo de Dios. Por eso el mensaje evangélico no puede quedar
reducido a algunos aspectos que, aun siendo importantes, no manifiestan ellos
solos el corazón de la enseñanza de Jesús”.
EL PRIMER PAPA RELIGIOSO DESPUÉS DE 182 AÑOS…
El papa Francisco es el primer Pontífice que proviene de una orden
religiosa después del camaldulense Gregorio XVI, elegido en 1831, hace 182
años. Así, pues, pregunto: “¿Qué puesto específico tienen hoy en la Iglesia los
religiosos y las religiosas?”.
“Los religiosos son profetas. Son los que eligieron un modo de seguir a
Jesús que imita su vida con la obediencia al Padre, la pobreza, la vida de
comunidad y la castidad. En este sentido, los votos no pueden acabar convirtiéndose
en caricaturas, porque cuando así sucede, por ejemplo, la vida de comunidad se
vuelve un infierno y la castidad una vida de solterones. El voto de castidad
debe ser un voto de fecundidad. En la Iglesia los religiosos son llamados
especialmente a ser profetas que dan testimonio de cómo se vive a Jesús en este
mundo, y que anuncian cómo será el Reino de Dios cuando llegue a su perfección.
Un religioso no debe jamás renunciar a la profecía. Lo cual no significa
actitud de oposición a la parte jerárquica de la Iglesia, aunque función
profética y estructura jerárquica no coinciden. Estoy hablando de una propuesta
positiva, que no debe realizarse con temor. Pensemos en lo que han hecho tantos
grandes santos de la vida monástica, religiosos y religiosas, desde tiempos de
san Antonio Abad. Ser profeta implica, a veces, hacer ruido, no sé cómo
decir… La profecía crea alboroto, estruendo, alguno diría que crea ‘gran
confusión’. Pero en realidad su carisma es ser levadura: la profecía anuncia el
espíritu del Evangelio”.
DICASTERIOS ROMANOS, SINODALIDAD, ECUMENISMO
Partiendo de la alusión a la Jerarquía, en este momento pregunto al
Papa: “¿Qué piensa de los dicasterios romanos?”.
“Los dicasterios romanos están al servicio del Papa y de los obispos:
tienen que ayudar a las Iglesias particulares y a las conferencias episcopales.
Son instancias de ayuda. Pero, en algunos casos, cuando no son bien entendidos,
corren peligro de convertirse en organismos de censura. Impresiona ver las
denuncias de falta de ortodoxia que llegan a Roma. Pienso que quien debe
estudiar los casos son las conferencias episcopales locales, a las que Roma
puede servir de valiosa ayuda. La verdad es que los casos se tratan mejor sobre
el terreno. Los dicasterios romanos son mediadores, no intermediarios ni
gestores”.
Recuerdo al Papa que el pasado 29 de junio, durante la ceremonia de
bendición e imposición de los palios a los 34 arzobispos metropolitanos,
definió “la vía de la sinodalidad” como el camino que lleva a la Iglesia unida
“a crecer en armonía con el servicio del primado”. En consecuencia, mi pregunta
es esta: “¿Cómo conciliar en armonía primado petrino y solidaridad? ¿Qué
caminos son practicables, incluso con perspectiva ecuménica?”.
“Debemos caminar juntos: la gente, los obispos y el Papa. Hay que vivir
la sinodalidad a varios niveles. Quizá es tiempo de cambiar la metodología del
sínodo, porque la actual me parece estática. Eso podrá llegar a tener valor
ecuménico, especialmente con nuestros hermanos ortodoxos. De ellos podemos aprender
mucho sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre la tradición de
sinodalidad. El esfuerzo de reflexión común, observando cómo se gobernaba la
Iglesia en los primeros siglos, antes de la ruptura entre Oriente y Occidente,
acabará dando frutos. Para las relaciones ecuménicas es importante una cosa: no
solo conocerse mejor, sino también reconocer lo que el Espíritu ha ido
sembrando en los otros como don también para nosotros. Yo deseo proseguir la
reflexión sobre cómo ejercer el primado petrino que inició ya en 2007 la
Comisión Mixta y que condujo a la firma del Documento de Rávena. Hay que seguir
esta vía”.
Intento captar cómo ve el Papa el futuro de la unidad de la Iglesia. Me
responde: “Tenemos que caminar unidos en las diferencias: no existe otro camino
para unirnos. El camino de Jesús es ese”.
¿Y el papel de la mujer en la Iglesia? El Papa se ha referido más de
una vez a este tema en ocasiones diversas. En una entrevista afirmó que la
presencia femenina en la Iglesia apenas se ha hecho notar, porque la tentación
del machismo no ha dejado espacio para hacer visible el papel que corresponde a
la mujer en la comunidad. Retomó el tema durante el viaje de vuelta de Río de
Janeiro, afirmando que no se ha hecho aún una teología profunda de la mujer. Yo
le pregunto: “¿Cuál debe ser el papel de la mujer en la Iglesia? ¿Qué hacer hoy
para darle una mayor visibilidad?”.
“Es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más
incisiva en la Iglesia. Temo la solución del ‘machismo con faldas’, porque la
mujer tiene una estructura diferente del varón. Pero los discursos que oigo
sobre el rol de la mujer a menudo se inspiran en una ideología machista. Las
mujeres están formulando cuestiones profundas que debemos afrontar. La Iglesia
no puede ser ella misma sin la mujer y el papel que esta desempeña. La mujer es
imprescindible para la Iglesia. María, una mujer, es más importante que los
obispos. Digo esto porque no hay que confundir la función con la dignidad. Es
preciso, por tanto, profundizar más en la figura de la mujer en la Iglesia. Hay
que trabajar más hasta elaborar una teología profunda de la mujer. Solo tras
haberlo hecho podremos reflexionar mejor sobre su función dentro de la Iglesia.
En los lugares donde se toman las decisiones importantes es necesario el genio
femenino. Afrontamos hoy este desafío: reflexionar sobre el puesto específico
de la mujer incluso allí donde se ejercita la autoridad en los varios ámbitos
de la Iglesia”.
EL CONCILIO VATICANO II
“¿Qué hizo el Concilio Vaticano II? ¿Qué fue, en realidad?”. Le dirijo
esta pregunta a la luz de las afirmaciones que acaba de hacer, imaginando una
respuesta larga y organizada. Y, sin embargo, me da la impresión de que el Papa
considerase el Concilio un hecho tan incontestable que apenas valiera la pena
dedicarle mucho tiempo corroborando su importancia.
“El Vaticano II supuso una relectura del Evangelio a la luz de la
cultura contemporánea. Produjo un movimiento de renovación que viene
sencillamente del mismo Evangelio. Los frutos son enormes. Basta recordar la
liturgia. El trabajo de reforma litúrgica hizo un servicio al pueblo, releyendo
el Evangelio a partir de una situación histórica completa. Sí, hay líneas de
continuidad y de discontinuidad, pero una cosa es clara: la dinámica de lectura
del Evangelio actualizada para hoy, propia del Concilio, es absolutamente
irreversible. Luego están algunas cuestiones concretas, como la liturgia según
el Vetus Ordo. Pienso que la decisión del papa Benedicto estuvo dictada por la
prudencia, procurando ayudar a algunas personas que tienen esa sensibilidad
particular. Lo que considero preocupante es el peligro de ideologización, de
instrumentalización del Vetus Ordo”.
BUSCAR Y ENCONTRAR A DIOS EN TODAS LAS COSAS
El discurso del papa Francisco se inclina hacia la apertura cuando
habla de los desafíos que afrontamos hoy. Hace algunos años escribía que para
ver la realidad hace falta una mirada de fe, porque si no, se contempla una
realidad fragmentada, dividida. Este sería uno de los temas de la encíclica
Lumen fidei. Tengo presente algunos pasajes de los discursos del papa Francisco
durante la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro. Se los cito: “Dios
es real, si se manifiesta en nuestro hoy”; “Dios está en todas partes”. Son
frases que se hacen eco de la expresión ignaciana “buscar y encontrar a Dios en
todas las cosas”.
Le pregunto al Papa: “Santidad, ¿cómo se hace para buscar y encontrar a
Dios en todas las cosas?”.
“Lo que dije en Río tiene un valor temporal. Es verdad que tenemos la
tentación de buscar a Dios en el pasado o en lo que creemos que puede darse en
el futuro. Dios está ciertamente en el pasado porque está en las huellas que ha
ido dejando. Y está también en el futuro como promesa. Pero el Dios ‘concreto’,
por decirlo así, es hoy. Por eso las lamentaciones jamás nos ayudan a encontrar
a Dios. Las lamentaciones que se oyen hoy sobre cómo va este mundo ‘bárbaro’
acaban generando en la Iglesia deseos de orden, entendido como pura
conservación, como defensa. No: hay que encontrar a Dios en nuestro hoy”.
“Dios se manifiesta en una revelación histórica, en el tiempo. Es el
tiempo el que inicia los procesos, el espacio los cristaliza. Dios se encuentra
en el tiempo, en los procesos en curso. No hay que dar preferencia a los
espacios de poder frente a los tiempos, a veces largos, de los procesos. Lo
nuestro es poner en marcha procesos, más que ocupar espacios. Dios se
manifiesta en el tiempo y está presente en los procesos de la historia. Esto
nos hace preferir las acciones que generan dinámicas nuevas. Y exige paciencia
y espera”.
“Encontrar a Dios en todas las cosas no es un eureka empírico. En el
fondo, cuando deseamos encontrar a Dios nos gustaría constatarlo inmediatamente
por medios empíricos. Pero así no se encuentra a Dios. Se le encuentra en la
brisa ligera de Elías. Los sentidos capaces de percibir a Dios son los que
Ignacio llama ‘sentidos espirituales’. Ignacio quiere que abramos la
sensibilidad espiritual y así encontremos a Dios más allá de un contacto
puramente empírico. Se necesita una actitud contemplativa: es el sentimiento
del que va por el camino bueno de la comprensión y del afecto frente a las
cosas y las situaciones. Señales de que estamos en ese buen camino son la paz
profunda, la consolación espiritual, el amor de Dios y de todas las cosas en
Dios”.
CERTEZAS Y ERRORES
Si el encuentro con Dios en todas las cosas no es un “eureka empírico”
– le digo al Papa– y si, por tanto, se trata de un camino que va leyendo en la
historia, es posible cometer errores…
“Sí, este buscar y encontrar a Dios en todas las cosas deja siempre un
margen a la incertidumbre. Debe dejarlo. Si una persona dice que ha encontrado
a Dios con certeza total y ni le roza un margen de incertidumbre, algo no va
bien. Yo tengo esto por una clave importante. Si uno tiene respuestas a todas
las preguntas, estamos ante una prueba de que Dios no está con él. Quiere decir
que es un falso profeta que usa la religión en bien propio. Los grandes guías
del pueblo de Dios, como Moisés, siempre han dado espacio a la duda. Tenemos
que hacer espacio al Señor, no a nuestras certezas, hemos de ser humildes. En
todo discernimiento verdadero, abierto a la confirmación de la consolación
espiritual, está presente la incertidumbre”.
“El riesgo que existe,
pues, en el buscar y hallar a Dios en todas las cosas, son los deseos de ser
demasiado explícito, de decir con certeza humana y con arrogancia: ‘Dios está
aquí’. Así encontraríamos solo un Dios a medida nuestra. La actitud correcta es
la agustiniana: buscar a Dios para hallarlo, y hallarlo para buscarle siempre.
Y frecuentemente se busca a tientas, como leemos en la Biblia. Esta es la
experiencia de los grandes Padres de la fe, modelo nuestro. Hay que releer el
capítulo 11 de la Carta a los Hebreos. Abrahán, por la fe, partió sin saber a
dónde iba. Todos nuestros antepasados en la fe murieron teniendo ante los ojos
los bienes prometidos, pero muy a lo lejos… No se nos ha entregado la vida
como un guión en el que ya todo estuviera escrito, sino que consiste en andar,
caminar, hacer, buscar, ver… Hay que embarcarse en la aventura de la búsqueda
del encuentro y del dejarse buscar y dejarse encontrar por Dios”.
“Porque Dios está primero, está siempre primero, Dios primerea. Dios es
un poco como la flor del almendro de tu Sicilia, Antonio, que es siempre la
primera en aparecer. Así lo leemos en los profetas. Por tanto, a Dios se le
encuentra caminando, en el camino. Y al oírme alguno podría decir que esto es
relativismo. ¿Es relativismo? Sí, si se entiende mal, como una especie de confuso
panteísmo. No, si se entiende en el sentido bíblico, según el cual Dios es
siempre una sorpresa y jamás se sabe dónde y cómo encontrarlo, porque no eres
tú el que fija el tiempo ni el lugar para encontrarte con Él. Es preciso
discernir el encuentro. Y por eso el discernimiento es fundamental”.
“Un cristiano restauracionista, legalista, que lo quiere todo claro y
seguro, no va a encontrar nada. La tradición y la memoria del pasado tienen que
ayudarnos a reunir el valor necesario para abrir espacios nuevos a Dios. Aquel
que hoy buscase siempre soluciones disciplinares, el que tienda a la
‘seguridad’ doctrinal de modo exagerado, el que busca obstinadamente recuperar
el pasado perdido, posee una visión estática e involutiva. Y así la fe se
convierte en una ideología entre tantas otras. Por mi parte, tengo una certeza
dogmática: Dios está en la vida de toda persona. Dios está en la vida de cada
uno. Y aun cuando la vida de una persona haya sido un desastre, aunque los
vicios, la droga o cualquier otra cosa la tengan destruida, Dios está en su
vida. Se puede y se debe buscar a Dios en toda vida humana. Aunque la vida de
una persona sea terreno lleno de espinas y hierbajos, alberga siempre un
espacio en que puede crecer la buena semilla. Es necesario fiarse de Dios”.
¿DEBEMOS SER OPTIMISTAS?
Estas palabras del Papa me recuerdan algunas reflexiones suyas de hace
tiempo, en las que el entonces cardenal Bergoglio escribía que Dios vive ya en
la ciudad, mezclado vitalmente con todos y unido a cada uno. Es otro modo de
decir, me parece, lo que escribe san Ignacio en los Ejercicios Espirituales
cuando dice que Dios “trabaja y labora” en nuestro mundo. Le pregunto:
“¿Debemos ser optimistas? ¿Qué signos de esperanza hay en el mundo actual?
¿Cómo hacemos para ser optimistas en un mundo en crisis?”.
“No me gusta mucho la palabra ‘optimismo’ porque expresa una actitud
psicológica. Me gusta más usar la palabra ‘esperanza’, tal como se lee en el
capítulo 11 de la Carta a los Hebreos que he citado más arriba. Los Padres siguieron
caminando a través de grandes dificultades. La esperanza no defrauda, como
leemos en la Carta a los Romanos. Piense en la primera adivinanza del Turandot
de Puccini”, me dice el Papa.
Sobre la marcha he hecho memoria para recordar los versos de aquella
adivinanza de la princesa, que tiene como solución la esperanza: En la
oscuridad de la noche vuela un irisado fantasma. / Sube y despliega las alas /
sobre la negra, infinita humanidad. / Todos lo invocan / y todos le imploran. /
Pero el fantasma se esfuma con la aurora / para renacer en el corazón. / ¡Cada
noche nace / y cada día muere! Son versos que revelan el deseo de una esperanza
que, sin embargo, es un fantasma irisado que desaparece con la aurora.
“Pues bien –prosigue el papa Francisco–, la esperanza cristiana no es
un fantasma y no engaña. Es una virtud teologal y, en definitiva, un regalo de
Dios que no se puede reducir a un optimismo meramente humano. Dios no defrauda
la esperanza ni puede traicionarse a sí mismo. Dios es todo promesa”.
EL ARTE Y LA CREATIVIDAD
He quedado tocado por la alusión del Papa a Turandot, hablando del
misterio de la esperanza. Me gustaría captar un poco más cuáles son sus
coordenadas artísticas y literarias. Le recuerdo que el año 2006 decía que los
grandes artistas saben cómo presentar con belleza las realidades trágicas y
dolorosas de la vida. Y le pregunto cuáles son sus artistas y escritores
preferidos, si tienen algo en común…
“He sido aficionado a autores muy diferentes entre sí. Amo muchísimo a
Dostoyevski y Hölderlin. De Hölderlin me gusta recordar aquella poesía tan
bella para el cumpleaños de su abuela, que me ha hecho tanto bien espiritual.
Es aquella que termina con el verso ‘Que el hombre mantenga lo que prometió el
niño’. Me impresionó porque quería mucho a mi abuela Rosa y en esa poesía
Hölderlin pone a su abuela junto a María, la que dio a luz a Jesús, al que él
consideraba el amigo de la tierra que no consideró extranjero a ningún
viviente. He leído Los novios tres veces y ahora lo tengo sobre la mesa para
volverlo a leer. Manzoni me ha dado mucho. Mi abuela me hacía, de niño,
aprender de memoria el comienzo de Los novios: ‘Quel ramo del lago di Como, che
volge a mezzogiorno, tra due catene non interrotte di monti…’. También Gerard
Manley Hopkins me ha gustado mucho”.
“En pintura admiro a Caravaggio: sus lienzos me hablan. Pero también
Chagall con su Crucifixión blanca…”.
“En música amo a Mozart, obviamente. Aquel ‘Et Incarnatus est’ de su
Misa en Do es insuperable: ¡te lleva a Dios! Me encanta Mozart interpretado por
Clara Haskil. Mozart me llena: no puedo pensarlo, tengo que sentirlo. A
Beethoven me gusta escucharlo, pero prometeicamente. Y el intérprete más
prometeico para mí es Furtwängler. Y después, las Pasiones de Bach. El pasaje
de Bach que me gusta mucho es el Erbarme Dich, el llanto de Pedro de la Pasión
según San Mateo. Sublime. Después, a distinto nivel, no de la misma intimidad,
me gusta Wagner. Me gusta escucharlo, pero no siempre. La Tetralogía del
anillo, dirigido por Furtwängler en la Scala el año 1950 es lo mejor que hay.
Sin olvidar Parsifal dirigido el ’62 por Knappertsbusch”.
“Deberíamos pasar a hablar de cine. La Strada de Fellini es quizá la
película que más me haya gustado. Me identifico con esa película, en la que hay
una referencia implícita a san Francisco. Luego creo haber visto todas las
películas de Anna Magnani y Aldo Fabrizi cuando tenía entre 10 y 12 años. Otra
película que me gustó mucho fue Roma città aperta. Mi cultura cinematográfica
se la debo sobre todo a mis padres, que nos llevaban muy a menudo al cine”.
“En general puedo decir que me gustan los artistas trágicos,
especialmente los más clásicos. Hay una bella definición que Cervantes pone en
boca del bachiller Carrasco haciendo el elogio de la historia de Don Quijote:
‘Los niños la traen en las manos, los jóvenes la leen, los adultos la
entienden, los viejos la elogian’. Esta puede ser para mí una buena definición
de lo que son los clásicos”.
Me doy cuenta de que me han absorbido todas estas citas del Papa y de
que desearía entrar en su vida por la puerta de sus preferencias artísticas.
Sería, imagino, un largo itinerario. Incluiría el cine, desde el neorrealismo
italiano al Festín de Babette. Me vienen a la cabeza otros autores y otras
obras que él ha citado en otras ocasiones, quizá menores o peor conocidas o de
carácter local, del Martín Fierro de José Hernández a la poesía de Nino Costa,
a El gran éxodo de Luigi Orsenigo. Pienso también en Joseph Malègue y José
María Pemán. Y obviamente en Dante y Borges, pero también en Leopoldo Marechal,
el autor de Adán Buenosayres, El banquete de Severo Arcángelo y Megafón o la
guerra.
Pienso en Borges porque Bergoglio, entonces profesor de literatura a
los veintiocho años en el Colegio de la Inmaculada de Santa Fe, lo conoció personalmente.
Bergoglio enseñaba en los dos últimos años del liceo cuando inició a sus
alumnos en la escritura creativa. Yo mismo he tenido una experiencia parecida a
la suya cuando tenía su edad, en el Instituto Massimo de Roma, fundando
BombaCarta, y se la cuento. Al final pido al Papa que me narre su experiencia.
“Fue una cosa un poco atrevida –responde–. Quería encontrar la manera
de que mis alumnos estudiasen El Cid. Pero a los chicos no les apetecía. Me
pedían leer a García Lorca. Entonces decidí que estudiaran El Cid en casa y que
en clase yo hablaría de los autores que les gustaban más. Naturalmente los
chicos querían leer obras literarias más ‘picantes’, contemporáneas, como La
casada infiel o clásicas, como La Celestina de Fernando de Rojas. Pero leyendo
estas cosas que les resultaban entonces más atractivas, le cogían gusto a la
literatura y a la poesía en general, y pasaban a otros autores. Y a mí me
resultó una gran experiencia. Pude acabar el programa, aunque de forma no
estructurada, es decir, no según el orden previsto, sino siguiendo el que iba
surgiendo con naturalidad a partir de la lectura de los autores. Esta modalidad
se me acomodaba muy bien: no era de mi agrado hacer una programación rígida,
todo lo más conocer, sobre poco más o menos, a donde quería llegar. Y entonces
empecé a hacerles escribir. Al final decidí pedir a Borges que leyera dos
narraciones escritas por mis chicos. Conocía a su secretaria, que me había dado
clases de piano. A Borges le gustaron muchísimo. Y me propuso redactar la
introducción de una recopilación”.
“Entonces, Santo Padre, para la vida de una persona ¿es importante la
creatividad?”, le pregunto. Se ríe y me responde: “¡Para un jesuita es
enormemente importante! Un jesuita debe ser creativo”.
FRONTERAS Y LABORATORIOS
Creatividad, pues: importante para un jesuita. El papa Francisco,
cuando recibió a los padres y colaboradores de La Civiltà Cattolica, había
enunciado otras tres características importantes para el trabajo cultural del
jesuita. Vuelvo con la memoria a aquel día, 14 de junio pasado. Recuerdo que
entonces, en el intercambio que tuvimos, previo al encuentro con todo el grupo,
ya me las había anunciado: diálogo, discernimiento y frontera. Y había
insistido en particular en el último punto, citándome a Pablo VI que en un
famoso discurso había dicho de los jesuitas: “Dondequiera que en la Iglesia las
más candentes exigencias del hombre se han medido con el mensaje perenne del
Evangelio, aun en los campos más difíciles y punteros, sea en las encrucijadas de
las ideologías o en las trincheras sociales, allí han estado los jesuitas”.
Le pido al papa Francisco que me lo aclare un poco: “Nos ha pedido que
estemos atentos a no caer ‘en la tentación de domesticar las fronteras: hay que
salir al encuentro de las fronteras, y no traerse las fronteras a casa para
darles un barniz y domesticarlas’. ¿A qué se refería? ¿Qué quería decirnos
exactamente? Esta entrevista ha surgido de un acuerdo entre un grupo de
revistas dirigidas por la Compañía de Jesús: ¿desea hacerles alguna invitación
especial? ¿Cuáles deben ser sus prioridades?”.
“Las tres palabras clave que dirigí a La Civiltà Cattolica pueden
extenderse a todas las revistas de la Compañía, quizá con acentos diferentes
propios de su naturaleza y sus objetivos. Cuando insisto en la frontera de un
modo especial, me refiero a la necesidad que tiene el hombre de cultura de
estar inserto en el contexto en que actúa y sobre el que reflexiona. Nos acecha
siempre el peligro de vivir en un laboratorio. La nuestra no es una fe-
laboratorio, sino una fe-camino, una fe histórica. Dios se ha revelado como
historia, no como un compendio de verdades abstractas. Me dan miedo los
laboratorios porque en el laboratorio se toman los problemas y se los lleva uno
a su casa, fuera de su contexto, para domesticarlos, para darles un barniz. No
hay que llevarse la frontera a casa, sino vivir en frontera y ser audaces”.
Le pregunto al Papa si puede ponerme algún ejemplo a partir de su
experiencia personal.
“Cuando se habla de problemas sociales, una cosa es reunirse a estudiar
el problema de la droga de una villa miseria, y otra cosa es ir allí, vivir
allí y captar el problema desde dentro y estudiarlo. Hay una carta genial del
padre Arrupe a los Centros de Investigación y Acción Social (CIAS) sobre la
pobreza, en la que dice claramente que no se puede hablar de pobreza si no se
la experimenta, con una inserción directa en los lugares en los que se vive esa
pobreza. La palabra ‘inserción’ es peligrosa, porque algunos religiosos la han
tomado como una moda, y han sucedido desastres por falta de discernimiento.
Pero es verdaderamente importante”.
“Y las fronteras son muchas. Pensemos en las religiosas que viven en
hospitales: viven en las fronteras. Yo mismo estoy vivo gracias a ellas. Con
ocasión de mi problema de pulmón en el hospital, el médico me prescribió
penicilina y estreptomicina en cierta dosis. La hermana que estaba de guardia
la triplicó porque tenía ojo clínico, sabía lo que había que hacer porque
estaba con los enfermos todo el día. El médico, que verdaderamente era un buen
médico, vivía en su laboratorio, la hermana vivía en la frontera y dialogaba
con la frontera todos los días. Domesticar las fronteras significa limitarse a
hablar desde una posición de lejanía, encerrase en los laboratorios, que son
cosas útiles. Pero la reflexión, para nosotros, debe partir de la experiencia”.
CÓMO SE ENTIENDE EL HOMBRE A SÍ MISMO
Pregunto al Papa si esto tiene validez también, y cómo, en el caso de
una frontera tan importante como es la del desafío antropológico. La
antropología que la Iglesia ha tomado tradicionalmente como punto de referencia
y el lenguaje con el que la ha expresado siguen siendo referencia sólida, fruto
de una sabiduría y una experiencia seculares. Y, sin embargo, el hombre al que
se dirige la Iglesia no parece ya comprender esa antropología y ese lenguaje,
ni considerarlos suficientes. Comienzo exponiendo el hecho de que el hombre se
está interpretando a sí mismo de modo diferente a como lo ha hecho en el
pasado, con categorías diferentes. Y esto se debe también a grandes cambios en
la sociedad y a un estudio más hondo de sí mismo.
El Papa, en este momento, se levanta y va a coger su Breviario de la mesa
de trabajo. Es un Breviario en latín y ya muy ajado por el uso. Lo abre por el
Oficio de Lectura de la Feria sexta, es decir del viernes, de la semana XXVII.
Me lee un pasaje del Commonitorium Primum de san Vincente de Lerins: “Ita etiam
christianae religionis dogma sequatur has decet profectuum leges, ut annis
scilicet consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate (El mismo dogma de
la religión cristiana debe someterse a estas leyes. Progresa, consolidándose
con los años, desarrollándose con el tiempo, haciéndose más profundo con la
edad)”.
Y prosigue el Papa: “San Vicente de Lerins compara el desarrollo
biológico del hombre con la transmisión del depositum fidei de una época a la
otra, que crece y se consolida con el paso del tiempo. Ciertamente la
comprensión del hombre cambia con el tiempo y su conciencia de sí mismo se hace
más profunda. Pensemos en cuando la esclavitud era cosa admitida y cuando la
pena de muerte se aceptaba sin problemas. Por tanto, se crece en comprensión de
la verdad. Los exegetas y los teólogos ayudan a la Iglesia a madurar su propio
juicio. Las demás ciencias y su evolución ayudan también a la Iglesia a
aumentar en comprensión. Hay normas y preceptos eclesiales secundarios, una vez
eficaces pero ahora sin valor ni significado. Es equivocada una visión
monolítica y sin matices de la doctrina de la Iglesia”.
“Por lo demás, en cada época el hombre intenta comprenderse y
expresarse mejor a sí mismo. Y por tanto el hombre, con el tiempo, cambia su
modo de percibirse: una cosa es el hombre que se expresa esculpiendo la Nike de
Samotracia, otra la de Caravaggio, otra la de Chagall y, todavía, otra la de
Dalí. Las mismas formas de expresión de la verdad pueden ser múltiples, es más,
es necesario que lo sean para la transmisión del mensaje evangélico en su
significado inmutable”.
“El hombre va a la búsqueda de sí mismo, y es natural que en esta
búsqueda pueda cometer errores. La Iglesia ha vivido tiempos de genialidad,
como por ejemplo el del tomismo. Pero también vive tiempos de decadencia del
pensamiento. Por ejemplo: no debemos confundir la genialidad del tomismo con el
tomismo decadente. Yo, desgraciadamente, estudié la filosofía en manuales de
tomismo decadente. En su pensamiento sobre el hombre la Iglesia debería tender
a la genialidad, no a la decadencia”.
“¿Cuándo deja de ser válida una expresión del pensamiento? Cuando el
pensamiento pierde de vista lo humano, cuando le da miedo el hombre o cuando se
deja engañar sobre sí mismo. Podemos representar el pensamiento engañado en la
figura de Ulises ante el canto de las sirenas, o como Tannhäuser, rodeado de
una orgía de sátiros y bacantes, o como Parsifal, en el segundo acto de la
ópera wagneriana, en el palacio de Klingsor. El pensamiento de la Iglesia debe
recuperar genialidad y entender cada vez mejor la manera como el hombre se
comprende hoy, para desarrollar y profundizar sus propias enseñanzas”.
ORAR
Lanzo al Papa una última pregunta sobre su modo preferido de orar.
“Rezo el Oficio todas las mañanas. Me gusta rezar con los Salmos.
Después, inmediatamente, celebro la misa. Rezo el Rosario. Lo que
verdaderamente prefiero es la Adoración vespertina, incluso cuando me distraigo
pensando en otras cosas o cuando llego a dormirme rezando. Por la tarde, por
tanto, entre las siete y las ocho, estoy ante el Santísimo en una hora de
adoración. Pero rezo también en mis esperas al dentista y en otros momentos de
la jornada”.
“La oración es para mí siempre una oración ‘memoriosa’, llena de
memoria, de recuerdos, incluso de memoria de mi historia o de lo que el Señor
ha hecho en su Iglesia o en una parroquia concreta. Para mí, se trata de la
memoria de que habla san Ignacio en la primera Semana de los Ejercicios, en el
encuentro misericordioso con Cristo Crucificado. Y me pregunto: ‘¿Qué he hecho
yo por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo?’. Es la
memoria de la que habla también Ignacio en la Contemplación para alcanzar amor,
cuando nos pide que traigamos a la memoria los beneficios recibidos. Pero,
sobre todo, sé que el Señor me tiene en su memoria. Yo puedo olvidarme de Él,
pero yo sé que Él jamás se olvida de mí. La memoria funda radicalmente el
corazón del jesuita: es la memoria de la gracia, la memoria de la que se habla
en el Deuteronomio, la memoria de las acciones de Dios que están en la base de
la alianza entre Dios y su pueblo. Esta es la memoria que me hace hijo y que me
hace también ser padre”.
***
Me doy cuenta de que seguiría mucho tiempo este diálogo, pero sé que,
como dijo el Papa una vez, no hay que “maltratar los límites”. En total hemos
dialogado durante más de seis horas a lo largo de tres sesiones, el 19, el 23 y
el 29 de agosto. He preferido organizar la redacción sin divisiones, para que
no perdiera continuidad. Lo nuestro ha sido más una conversación que una
entrevista: las preguntas han constituido como un telón de fondo que no imponía
rígidos parámetros predefinidos. Incluso desde el punto de vista lingüístico
hemos pasado con soltura del italiano al español, a menudo sin advertir la
transición. No ha habido nada de mecánico, y las respuestas nacían del diálogo
y dentro de un razonamiento que he procurado reflejar aquí, de modo sintético,
como he podido.