Entre lo bueno y lo mejor


Mi amiguete Miguel Ángel, “Senior”, al felicitarle ayer con el consabido feliz, feliz en tu día, amiguito que Dios te bendiga, mal cantado por el móvil (hace tiempo que nos comunicamos de esta única manera, y menos mal que tenemos móvil), me avisa de que el día 8 de octubre viene a Valladolid un señor de mucha categoría, que da cursos y charlas, y tiene audiencia a mogollón: Enrique Martínez Lozano.
Para quienes no le conocen, sepan que lo tengo ahí, en la columna de la derecha. Pueden ir y ver.
Yo ese día tengo boda. Se casan Javiolín y María, o viceversa, María y Javiolín, que es igual y tanto monta-monta tanto. Y me han pedido que presida. Y yo he dicho que sí. Y mañana lo vamos a preparar, a las cuatro de la tarde, una hora casi taurina.
No he dudado, no he vacilado, no me he liado ni me he aturullado. Ayer fue ayer, y hoy es hoy.
Y se lo dije al Míguel. Y él entendió, por supuesto que sí. Únicamente lamentó (lamentamos ambos a dúo) que el día ocho no nos veamos, no podamos estar juntos. Porque hace la tira de tiempo que tengo unas ganas de pegarle un abrazo…

Aclaración post scriptum:  No debería ser necesario aclarar que Junior” soy yo. No tiene mayor importancia, es consecuencia de los años. Él, jubilado jubiloso, es mucho más joven que yo. Que de todo el mundo es sabido que los curas se jubilan al rejuvenecer…

Bendiceme, padre






 
La empleada de correos

“Llega a nuestra casilla o apartado de correos el aviso de un paquete de España para nuestra comunidad jesuítica. Tengo que hacer varios trámites previos antes de poder recoger el paquete: me exigen que presente el sello seco de mi comunidad,  que vuelva al día siguiente con el sello, luego tengo que hacer cola para comprar estampillas o sellos de correos, anotar el número de mi carnet de identidad, firmar…Al final me entregan el paquete y la empleada que sabe que es un paquete para una comunidad religiosa, me dice: “Padrecito, su bendición”. Entre sorprendido, admirado y con una cierta  timidez, yo le doy la bendición. Bendecir es invocar la protección divina sobre alguien, sobre su salud y su trabajo,  sobre su relación con Dios y con los suyos, es desearle un rayo de luz en medio de las nubes de cada día.

Al salir de Correos me preguntaba qué dirían  Feuerbach  y los maestros de la sospecha (Marx, Freud y  Nietzsche) de mi bendición a la empleada, que diría el teólogo luterano Barth  con su fuerte crítica a la religión y sobre todo qué opinaría  Bonhoeffer que en sus escritos desde la prisión  exhortaba  a vivir en el mundo secular “como si Dios no existiese” (etsi Deus non daretur); qué dirían algunos teólogos actuales que cuestionan la oración de petición, los que critican la religión y  tienden a reducir el cristianismo a la inmanencia de una ética secular, qué dirían los que defienden una espiritualidad sin religión, ni creencias, ni dioses; que pensarían los que han optado por el agnosticismo o por la indiferencia religiosa…

Yo también me preguntaba: bendecir públicamente a  una empleada de Correos  ¿es  un resto de la Cristiandad barroca y decadente que todavía se resiste a morir? ¿es un fruto típico de  los países subdesarrollados? ¿estaré yo haciendo el juego al conservadurismo involucionista? ¿habré pecado de clericalismo patriarcal? ¿estaré fomentando la fe de carbonero o incluso la superstición? ¿es, política y eclesialmente correcto, hacer lo que he hecho? ¿me hubiera debido negar a darle mi bendición?

Y sin embargo, más allá de estos cuestionamientos y ambigüedades, uno se pregunta si la hemorroísa que tocó el borde del manto de Jesús no lo hizo con una fe profunda que el Señor alabó. Uno se pregunta si la fe y devoción de los pobres, de los que no tienen otros recursos, no merece respeto. ¿No  les ha revelado el Padre a ellos los misterios del Reino? La secularización rampante ¿es un hecho que de forma determinista llega a todos y a todas partes por igual? ¿es lo mismo lo que acontece en la plaza Tarhir de El Cairo donde los hombres arrodillados rezan, que lo que se vive en las plazas europeas o norteamericanas, llenas de comercios y de letreros luminosos? Según la fe cristiana, el ser humano está movido por dentro por el Espíritu de Jesús, lo sepa o no, Espíritu que muchas veces con gemidos inenarrables nos mueve a clamar ¡Abbá, Padre!. No sabemos cómo esta oración o la bendición puede ser eficaz, es un misterio, pero creemos que no es un grito que caiga en el vacío, como no cayó en el vacío la oración de Jesús en Getsemaní. Por esto J.B. Metz en su último libro, Mística de ojos abiertos, Freiburg 2011,  se pregunta si no sucede a veces que incluso el no creyente  reza etsi Deus daretur, como si Dios existiera…

No podemos ser simplistas, el mundo es complejo, no podemos gritar optimísticamente como Ortega y Gasset  la noticia alegre de  “Dios  a la vista”, hay ambigüedades en la religión que deben ser purificadas y evangelizadas, los pueblos han de progresar, los bautizados necesitan mayor formación, pero el Espíritu del Señor llena el universo, aunque no sepamos de dónde viene o a dónde va. Volvería a dar la bendición a la empleada de correos, aunque no sea políticamente correcto, porque ¿y si Dios existiera?…Quizás hubiera podido añadir a la bendición las palabras de Jesús a la hemorroísa: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz” (Mc 5,34)”.

Víctor Codina sj, Cochabamba, Bolivia, septiembre de 2011 



En mi caso la historia podría titularse “Los recién casados estrenan casa” y es sustancialmente parecida.
Durante muchos años repartí por las casas una hojita que editaba artesanalmente. Cada mes ofrecía unas reflexiones, más bien ocurrencias, que, junto con avisos varios y noticias, consideraba de interés para mi gente de la parroquia. También era una forma de recorrer con cierta frecuencia estos barrios tan separados entre sí, y algunas viviendas diseminadas por el campo entre cultivos de patata, remolacha, maíz y otras hierbecillas.
Con la excusa de entregar la hoja, el intercambio de saludos y el comentario sobre asuntos familiares y de actualidad era de seguido. Resultaba un elemento más de este paisaje, y si por circunstancias diversas un mes no estaban en casa o yo me salté por despiste o necesidad, la monición era segura: “El mes pasado se olvidó de nosotros”. “¡Qué va, mujer, es que algo os pasó y no nos vimos!” O, “tuve que dejarlo para atender otro asunto y me equivoqué al reanudar el reparto. Os pasé de largo”. O “estábamos al médico, que a éste le da alto el azúcar”. O, “vinieron los chicos y les acompañamos hasta la estación”.
Con el tiempo estos campos se fueron llenando de casas, y una finca entera se urbanizó manteniendo el mismo nombre ya centenario: Urbanización Santa Ana. Fueron llegando por entregas, empezando por las casas de las calles más lejanas. Ese día le tocaba a la última calle, la de más acá. Iba yo con la bici de la mano, el casco en la testa y los pitos en los bajos de los pantalones, repartiendo. Esa vez la hoja incluía un mapa de la zona, para orientar a los que llegaban nuevos. La calle estaba atestada de coches con las puertas de par en par y gente trasegando enseres. El recién aparecido no despertaba ningún interés, habida cuenta lo que el personal tenía entre manos.
Al llegar a una de las puertas, él me cogió la hoja y se metió. Yo seguí con mi rutina. Al poco sale de nuevo y a voces me llama. Me vuelvo y, justo a la puerta, ella me pregunta si soy el cura. Le respondo que sí. Entonces me agarra del brazo y me mete en casa hasta el fondo, donde tienen el salón comedor. Una vez dentro, y sin mediar más palabra, me pide, me solicita, me reclama que bendiga su casa.
Tras una pequeña pausa en que intento forzar un silencio, entro en diálogo con la pareja. Acaban de llegar, es su primera casa tras haberse casado. Todo es nuevo para ellos, tal vez incluso están asustados. Se sienten agobiados por la responsabilidad. Desean empezar con buen pie. ¡Qué mejor que una bendición de un clérigo!
Intento explicarles que no hay brujas ni malos espíritus. Que la vida es santa, y que lo que ellos llevan ya en sí es suficiente bendición. Que no necesitan más. Como insisten, les invito a rezar dando gracias por la suerte que tienen y como cogiendo aire para hacer en adelante lo que quieran de la mejor manera. Juntos oramos el Padre nuestro, y me marché.
Afortunadamente con eso se sintieron a gusto y no requirieron ni agua bendita ni palabras raras que expulsaran el mal fario de cada rincón de aquella vivienda. Desgraciadamente no recuerdo sus caras, e ignoro si nos hemos vuelto a ver. Tampoco me han llegado noticias de si aquello sirvió para algo, y si se lo contaron a otros convecinos o no. Desde luego de aquella urbanización nadie más recabó mis servicios para repetir la faena. ¡Y mira que he ido invitado al estreno de casas de amiguetes!
Bendecir, me han pedido que bendijera coches, medallas, estampas, rosarios, además de casas, instalaciones comerciales… y por supuesto animales y personas. Pero quien más me ha impresionado fue una abuela ecuatoriana que en navidad trajo un niño Jesús en su cuna y lo puso al pie de la mesa del altar. Al final, antes de recogerlo, humilde y decidida me pide: “Dame la bendición”. La di un beso y la pegué un abrazo, y nos felicitamos mutuamente la navidad. Desde entonces, cada vez que me ve se abalanza, y con sus cortos brazos, no sé cómo lo consigue, me esconde entero contra su pequeño cuerpo y termino sofocado y pidiendo aire.
Hay que reconocerlo: Las cosas bien hechas, bien parecen


Con permiso. Quiero decir que no lo tengo, pero me da igual. En uno de los diversos lugares donde estas cosas se comentan, y cada quien da su real y libre opinión, he descubierto esta aportación sobre el texto inicial. También pongo el nombre de la persona que lo hace. Es todo un atrevimiento, y pido perdón, pero insisto:

Anna Maria Torrens
28-Septiembre-2011 - 20:37 pm
Son curiosos los comentarios. En general, no todos, muestran desconocimiento del autor, Víctor Codina y de las costumbres de muchos países latinoamericanos. A mí el artículo me ha hecho reflexionar. Me identificaría con los críticos que él menciona. Y sin embargo sé quien es él, su absoluto compromiso con la liberación (en teología, en sociología, en educación…) vivido intensamente en los largos años que reside en Bolívia. Y conozco las costumbres de muchos países de latinoamérica: “bendición”! … “¡Dios la bendiga”… es saludo y despedida entre familiares y amigos. Y considero muy honestas las preguntas que Víctor Codina se hace y más honesto todavía el hecho de compartirlas.


Tampoco tengo autorización para este otro, pero como me parece sustancioso y llegó más tarde al mismo sitio, por el mismo procedimiento lo añado, no sé si para mejorar o empeorar el conjunto; juzgue cada quien.

pepe sala
29-Septiembre-2011 - 11:37 am
Yo no creo que el asunto se pueda liquidar como si se tratase de costumbres de ciertos paises o como si se tratase de un simple saludo o despedida. El tema es mucho mas profundo y el propio autor del artículo entra en debate consigo mismo sin llegar a conclusiones definitivas. El quid de la cuestión está, según entiendo yo ( subceptible de erroes, obviamente) en las preguntas que el sacerdote se hace y yo no creo que se haya respondido a sí mismo.

Veamos:

“”Yo también me preguntaba: bendecir públicamente a  una empleada de Correos  ¿es  un resto de la Cristiandad barroca y decadente que todavía se resiste a morir? ¿es un fruto típico de  los países subdesarrollados? ¿estaré yo haciendo el juego al conservadurismo involucionista? ¿habré pecado de clericalismo patriarcal? ¿estaré fomentando la fe de carbonero o incluso la superstición? ¿es, política y eclesialmente correcto, hacer lo que he hecho? ¿ me hubiera debido negar a darle mi bendición?”"

Enumeremos las preguntas: ( yo daré mi propia opinión a cada una de ellas)

1ª: SI; es un resto de aquella religiosidad que tanto marcó nuestra época reciente. En España, hace bien poco, no hubiera tanido que guardar cola para ser atendido, nadie hubiera osado pedirle el DNI y la empleada hubiera besado la mano del sacerdote al entregarle el paquete. Afortunadamente en España ya se superó esa religiosidad empalagosa y los curas tienen que presentar el carnet de identidad lo mismo que culaquier hijo de vecino, si quieren votar en las urnas. ( soy testigo de que el cura de mi pueblo intentaba votar siempre sin presentar el carnet. No se le arregló, mientras yo estuve en las mesas.)

2ª: SI, es típico de paises subdesarrollados y dudo mucho que se desarrollen adecuadamente si siguen con semejantes servilismos ante el clero. ( o cualquier otra religión.)

3ª: SI, sin lugar a dudas.

4ª: Yo no soy quien de juzgar los ” pecados” de nadie; pero SI opino que ha habido patriarcalismos y clericalismo en la anécdota.

5ª: SI.

6ª: Religiosamente no lo se, ni me interesa; pero políticamente es totalmente inadecuado. Y como política laboral ( deberes y derechos de los trabajadores y trabajadoras), esta totalmente fuera de lugar.

7ª: Es obvio que se debió negar a realizar un RITO RELIGIOSO ( que es ni más ni menos lo que se hizo) en una oficina pública donde, además de personas creyentes del estilo de la trabajadora, seguramente hay también personas no creyentes que pueden ser heridos en su propia sensibilidad. Lo razonable hubiera sido convocar a la empleada al lugar adecuado para los ritos religiosos y hacerlo en horario que no corra a cuanta de la Administración pública, ( que a fin de cuentas es quien paga el sueldo de la empleada y no creo que dentro de su cometido esté el de recibir ritos religiosos en horario laboral)
Naturalmente que en dar la bendición se tarda bien poco, pero lo que cuenta es el trasfondo de un hecho que, si se considera normal y lógico por ser católico, no se entendería muy bien que se critiquen, se prohiban y se repriman hechos similares de otras religiones.

Al menos éso creo y éso escribo. Buenos días, pues…

Y dura…


Tal vez no sea público y notorio, pero en Internet nada desaparece. Todo queda, nada pasa.
No importa que borres, ahí sigue.


Así que ¡ojito con lo que se escribe!
Y para no meterme con nadie, pongo de ejemplo mi propio caso.
Hace ya un tiempo, una alma bondadosa, es un decir, burgalesa pero emigrante en los madriles, tuvo el detalle de regalarme una cuenta en ElPais.com para que pudiera figurar mi avatar en los comentarios que entonces cruzábamos en determinado sitio. Pobre de ideas e incapaz de meterme -o sacarme- más de una en la cabeza, no tuve otra ocurrencia que copiar allí lo que escribía aquí. De modo que El país de las maravillas fue un clon de Mi pequeño mundo. Llegó un momento en que me cansé de copiar y pegar, y dejé fijo el enlace allí de este lugar, y me olvidé, así, sin más.
Este verano tuve curiosidad de volver a visitarme y reunirme con Alicia, y no me encontré. Indagué, insistí, pregunté… La respuesta fue que los técnicos de la casa no se explicaban lo que había ocurrido, pero que no había solución. Simplemente había desaparecido.
Sin embargo yo me seguía visitando porque desde Google Reader me llegaba el reflejo del país maravilloso.
Hoy compruebo con satisfacción que no he sido el único en ser desaparecido, pero no. A otras personas les ha ocurrido lo mismo. Han borrado su blog, han anulado su cuenta, pero siguen figurando.
Como con las hipotecas, algo queda. Aunque finiquites, la deuda permanece…
Rostro que alguien dejó en la red, inmortalizado por los siglos de los siglos

El reloj



“Si no me dice que lo va a poner allá delante, no lo traigo”. “Se lo agradezco de verdad, pero si es con esa condición no se lo podemos aceptar”.
Así fue el asunto central de nuestra conversación casi al mediodía.
Estaba yo recogiendo (o sea, tapando) las juntas del pladur en el atrio de nuestra pequeña iglesia (ojito, el pladur se agrieta, que no os engañen), casi a punto de dejarlo, agobiado por el sol de este verano prolongado, cuando llega y se pone a hablar.
Es ya mayor, vecino persistente de estos barrios, porque aunque ha cambiado de vivienda, lo ha hecho de uno a otro, y de otro a éste. Total, que no ha salido de aquí. Oriundo de un pueblo de Segovia, es trabajador de la madera. Primero en plan artesanal, ahora ya evolucionado en un gran almacenista de primera línea en la ciudad. Jubilado, se entretiene en lo que le gusta y ha sido siempre su más firme vocación: la ebanistería.
Entre otras cosas, según me fue enseñando, construye y restaura organillos, aperos de labranza, molinos de harina, relojes de pared, en fin, cualquier cosa siempre que la madera sea la materia prima.
Entusiasmado por lo que tenía que contarme, llegó el otro día y me pilló también en faena. Tras los saludos, y eso que hacía mucho tiempo que no me los quería conceder, se explica aduciendo circunstancias de los años treinta, y de malos quereres y de muertes matadas, que aún le duelen, pero que ya es momento de dejar a un lado, que ya va siendo hora…
Viene a decirme que ha visto en la catedral de León, en visita o por la tele, un enorme reloj en lugar bien visible, y que quiere ofrecer uno suyo a este pequeño lugar. Le hice ver que ya hay uno y que es suficiente para indicar la hora. Que otro más, no es que no quepa, es que ¿qué añade? “Pues, hombre”, dijo él, “lo puede poner adelante, donde se vea bien”. “No venimos a la iglesia a mirar la hora”, dije yo, “aunque interese a ratos; incluso sería mejor no estar pendiente de ella, y como que el tiempo no pasara”. Pero insistió en que no se trataba de un reloj cualquiera, que por lo menos el suyo vale trescientos o cuatrocientos euros. Acordándome del reloj de pared que les regalé a unos novios que superaba con creces el doble de esa cantidad, quise hacerle ver que en relojes de categoría tampoco era para tanto, pero se lo dije tan delicadamente que creo que ni se enteró.
Reloj a pilas actual. ¿Quedaría bien otro de péndola al lado contrario?

Total que hoy llegó, e insistió en que dejara lo que estaba haciendo y me fuera a su casa para que viera cuántos y qué relojes eran de los que estábamos hablando. Me quité la gorra, dejé la pistola de tapajuntas, me sacudí la funda en que estaba embutido, me alisé los pelos y para allá le acompañé.
En efecto, ahora en las horas libres que le deja el cuidado de su mujer ya muy débil y necesitada, hace cajas de madera para maquinarias de reloj que compra, yo creo, en cantidades industriales. Allí vi por lo menos veinte.
“Y tienen péndola”, dijo. “Y usan dos pilas, una para ella y otra para la música”. “Claro”, añadí. “Éstos no necesitan darles cuerda”. “Ya”. “Bueno, entonces ¿lo va a poner adelante?” Una vez más le agradecí el regalo, pero con esa condición afirmé con fuerza que no se lo aceptábamos.
La conversación fue discurriendo en estos o parecidos términos, durante media hora larga.
Me despedí y le dejé. Seguro que vuelve a insistir. Estoy seguro que quiere a toda costa que su reloj esté en la iglesia. Si no es donde él quiere, que sea donde digo yo.
Y yo digo que el mejor lugar para otro reloj en la iglesia esa la subida de la escalera, justo encima de la señal roja del extintor.
Veremos en qué termina la cosa.

Treinta años y un día

No tuvo nada que ver con “bajarse al moro”. Tampoco con “bajarse una peli”, aunque fuera antes del estreno. Y mucho menos con “la bajada del Sella”, que ahí participa mucho personal.
“Mi bajada” fue en solitario, con la cabeza ni fría ni caliente y en absoluto como en las películas. Y de noche. De noche, noche. Ni farolas había en aquellas calles. Claro que tampoco asfalto. Y el silencio era impresionante. Daba dolor en los oídos.
Aquella noche no recé “cuatro esquinitas…” No me acordé. Sí me lavé los dientes, por hacer cosas y no pensar. Creo que también fumé algún cigarro. Y sí, llegó alguien a hacerme compañía, siquiera por un rato.
A Jose y a Jerónimo los sentí llegar al trabajo; pasarse toda una jornada en un taller electromecánico le hace a uno hablar a voces, incluso antes de que arranquen los motores. Y, al fin y al cabo, seis metros de calle más que distanciar, aproximan. Eran las seis y media y estaba por amanecer. Cuando llegó Abdón, el supuestamente jefe, ya habíamos parlado lo nuestro, y era bien entrada la mañana. Como casi siempre, estos tres supieron de mí los primeros.
Afortunadamente me traje mi mesa camilla, con sus faldas y su brasero. Eso fue suficiente.
Ahora tengo mucho más, dónde va a parar.

Con las manos ensopadas (recompuesto)

Es lunes, ¿no se nota? Hay que ordenar el estropicio de toda la semana…


Quinto Levanta
Tira de la manta
Quinto Levanta
Tira del mantón
Que viene el sargento con el cinturón
Que viene que venga, que deje de venir
Que yo tengo sueño y quiero irme a dormir.



Reciclando



De esta manera se indicaba el uso y disfrute de nuestra biblioteca. Luego, se abría cuando hacía falta, porque además de a la lectura, atendía a los estudiantes en el trabajo complementario de sus deberes escolares.


Tuvo sus comienzos con lo más simple, y había más lectores que espacio para contenerlos y páginas para leer. Fue necesario tirar paredes y abrir ventanas, poner mesas y mendigar armarios, robar sillas y acarrear libros, ordenar la cosa y solicitar silencio. Todo al tiempo y sin seguir un protocolo.


Fue la primera biblioteca que hubo en el barrio, y el registro llegó al número 178. Es un decir, porque no todas las personas se hicieron carné, tampoco se exigía foto. Nos conocíamos sólo con oír los pasos al subir las escaleras. Porque la biblioteca ocupaba la parte de arriba de mi casa, que otrora fue también vivienda váyase a saber de quién. Por eso lo de tirar paredes y dejar un espacio diáfano de cuarenta metros cuadrados y cuatro ventanas en las dos paredes libres, porque las otras dos había que dejarlas para el material.


Las primeras mesas fueron pupitres de los años cuarenta, desechados de colegios. Las sillas, de aquellas de tijeras que se usaron en semana santa y ya estaban arrinconadas en un almacén, tal vez para encender estufas. Los armarios, ah, los armarios, vinieron del viejo edificio del antiguo hospital provincial, rescatados de las ratas y de las goteras, y de años de uso en laboratorios y oficinas, desportillados y asediados por la carcoma.


Todo debidamente acondicionado por el tradicional método chapucero constituyó durante muchos años un lugar cálido y apacible, donde se leían tebeos, se consultaban enciclopedias y se degustaba a Pereda, Delibes, Tolstoi, Dumas y demás.
Lenta pero progresivamente, las estanterías incrustadas en aquellos armarios roperos, archiveros, de comedor, se fueron llenando de libros. Colecciones infantiles, juveniles, clásicos, cuentos de todas las clases, Aghata Christie completa, en fin, incluso restos sobrantes de bibliotecas particulares que había que encajar de cualquier manera en el conjunto.


Tras su momento de esplendor, fue llegando el declive, y no figura el momento en que la llave no volvió a abrir la puerta porque nadie ya solicitó llevarse algo para casa, o devolver lo que quiso leer, dejó a medias o simplemente olvidó en algún rincón de su casa.
Ahora son las mujeres del hogar las que están que desbordan, y necesitan armarios para colocar ahí sus cosas, los trabajos, los manuales o lo que sea. “Nos vendrían bien esos armarios”. “¿Los de la biblioteca?” “Sí, qué pasa, ¿no se puede?”

Por supuesto que se puede. Las cosas son para usarlas. Así que tras el adecentamiento del hogar, esos dos armarios que había allí arriba, ahora están aquí abajo. De momento están vacíos, pero ya se irán llenando, no corre ninguna prisa.

Lo que parecía un cierre por falta de negocio, ha resultado un cambio de uso. Vamos, un reciclaje en toda regla.

A mí con esas no me vengan



Despejado del sueño tras un reparador paseo por el campo, entro para indagar y compruebo que de lo dicho por el Jefe Indio Seattle tal vez sea sólo verdadero su propia existencia y la apropiación por el hombre blanco de las tierras comunes a plantas, animales y humanos. Ni la fecha ni el destinatario ni el contenido del discurso parecen ser correctos, según opinión de la infalible e indefectible wikipedia. Me niego a reproducir lo que está allí y cualquiera puede comprobar.
Estoy hasta las narices de que vengan a tirarme por los suelos mis mejores tesoros. Me niegan que Dios se paseara cada tarde por el Edén, tras su obra artesanal sobre el pobre barro. Ridiculizan el paso de las tribus semitas a través del Mar Rojo acaudilladas por Moisés y sus hermanos. Consideran un invento la lucha de Jacob con el divino nocturno personaje. Y para colmo a Elías tampoco lo arrebató al cielo un carro de fuego, invento muy posterior, como no podía ser por menos.
Me discuten la historicidad de las gestas de Mío Cid, la realidad a toda prueba de la vida y milagros de mi otro señor Don Quijote, y hasta afirman que la Tierra no es el centro del Universo.
Consideran simple cuento aquello que me nutrió desde la infancia: El Jabato, El guerrero del antifaz, El llanero solitario, la preciosidad de Sigrid, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, incluso Pulgarcito, Blancanieves y… ¡Los Siete Enanitos!
Aquí hay mucho machote. Como aquel que hace muuuuchos años quiso darme una lección acerca de cómo me habían traído al mundo mis papás. Empezó con una historia de ovarios y testículos, para terminar con la carrera a muerte de unos bichitos por alcanzar quien fuera primero el lugar donde obtener el laurel de campeón, sin omitir que entremedias mis papas hacían una cosa fea que empezaba por jota. Le mandé directamente a la mierda. A mí no me estropea nadie, y menos él, mi viaje desde París colgado del pico de una cigüeña, por expreso encargo de quienes tanto se querían y me quisieron.
Este cartel con su manifiesto lleva en mi atrio particular, que es de todos ustedes por supuesto, exactamente 30 años, que se cumplen el próximo día 26, momento en el que decidí cambiar “la comuna” donde holgaba por esta pequeña cueva que ahora es mi casa, que entonces era una cochambre de la que hubo que sacar basura a espuertas para hacerla mínimamente habitable.
Y el indio Seatlle, y el James Monroe, y el año 1819, y el texto íntegro de todo su discurso, todo junto y por partes, es tan verdad como que ahora luce el sol.
Oye, tú, y que no jodan.

El atrio de mi casa



Estoy a la moda, y en mi casa no hay recibidor. No hay espacio para él.
Tras la puerta, un pasillo, lo justo para entrar y salir. Un espejo a un lado y un expositor al otro.
El espejo es para verse.
En el expositor está mi declaración de principios.
Y no digo más. He aquí el atrio de mi casa…






  




Por cortesía hacia los visitantes que no la conozcan y/o no puedan leerla, transcribo íntegro el texto de esta carta:
Carta del Jefe Indio Seattle a James Monroe en 1819


El gran jefe de Washintong ha mandado hacernos saber que quiere comprarnos las tierras junto con palabras de buena voluntad. Mucho agradecemos este detalle porque bien conocemos la poca falta que le hace nuestra amistad. Queremos considerar el ofrecimiento porque bien sabemos que, si no lo hiciésemos, pueden venir rostros pálidos a arrebatarnos las tierras con armas de fuego.

Pero ¿Cómo podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esta idea nos resulta extraña. Ni el frescor del aire ni el brillo del agua son nuestros. ¿Cómo podrían ser comprados? Tenéis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrada para mi pueblo. La hoja verde, la playa arenosa, la niebla en el bosque, el amanecer entre los árboles, los pardos insectos… son sagradas experiencias y memorias de mi pueblo. Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra cuando comienzan el viaje a través de las estrellas. Nuestros muertos nunca se alejan de la tierra que es la madre. Somos una parte de ella y la flor perfumada, el ciervo, el caballo y el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecen a la misma familia. Por eso cuando el gran jefe de Washintong nos hace decir que quiere comprar las tierras, dice que nos reservará un lugar en el que podamos vivir confortablemente entre nosotros. Él se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos. Por ello consideramos su oferta de comprar nuestra tierra. No es fácil ya que esta tierra es sagrada para nosotros. Es demasiado lo que pide.

El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es solamente agua sino también representa la sangre de nuestros antepasados. Si os la vendemos, tendríais que recordar que son sagradas y enseñarlo así a vuestros hijos… También los ríos son nuestros hermanos porque nos liberan de la sed, arrastran nuestras canoas y nos procuran los peces, y que cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos, cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.

Sí, gran jefe de Washintong: los ríos son nuestros hermanos, y sacian nuestra sed, son portadores de nuestras canoas y alimento de nuestros hijos. Si les vendemos nuestra tierra, ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también lo son suyos. Y por lo tanto deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.

Por supuesto que sabemos que el hombre blanco no entiende nuestra manera de ser. Tanto le da un trozo de tierra u otro, porque es como un extraño que llega de noche a sacar de la tierra todo lo que necesita. No la ve como hermana sino como enemiga. Cuando ya la ha hecho suya la desprecia y sigue caminando delante, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle. Le secuestra la vida a sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra, y a su hermanos, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devora la tierra dejando atrás sólo un desierto.

No lo puedo entender. Nosotros somos de una manera de ser bien deferente. Vuestras ciudades hieren los ojos del hombre de piel roja. Quizá sea porque somos salvajes y no podemos comprender. No hay un solo sitio tranquilo en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda escuchar en la primavera el despliegue de las hojas o el rumor de las alas de un insecto. Quizá es que soy un salvaje y no comprendo bien las cosas. El ruido de la ciudad es un insulto para el oído. Y yo me pregunto: ¿Qué clase de vida tiene el hombre que no es capaz de escuchar el grito solitario de la garza o la discusión nocturna de las ranas en torno a la balsa? Soy piel roja y no lo puedo entender. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así  como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía, o perfumado con aromas de pinos.

Cuando el último piel roja haya desaparecido de esa tierra, cuando no sea más que un recuerdo su sombra, como el de una nube que pasa por la pradera, entonces todavía estas riberas y estos bosques estarán poblados por el espíritu de mi pueblo. Porque nosotros amamos este país como ama el niño los latidos del corazón de su madre.

Si decidimos aceptar vuestra oferta, tendré que poneros una condición, que el hombre blanco considere a los animales de estas tierras como hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida.

Tengo vistos millares de búfalos pudriéndose abandonados en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo cómo una máquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros matamos sólo para sobrevivir.

¿Qué puede ser del hombre sin los animales? Si todos los animales desapareciesen el hombre moriría en una gran soledad. Todo lo que le suceda a los animales pronto le sucederá también al hombre. Todas las cosas están ligadas.

Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla.

Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a los nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra les ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo se escupen a sí mismos.

Todo lo que le ocurre a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. El hombre no tejió la trama de la vida, él es sólo un hilo. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común. Después de todo quizá seamos hermanos. Ya veremos.

Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra algún día, nuestro Dios es el mismo. Ustedes pueden pensar que ahora él les pertenece lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan. Pero no es así. Él es Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para él y si se daña provocaría la ira del creador.

También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. El hombre no ha tejido la red de la vida pues sólo es uno de sus hijos y está tentando a la desgracia si osa romper esta red. Estamos bien seguros. Todas las cosas están ligadas como la sangre de una misma familia Si ensucian vuestro lecho, cualquier noche moriréis sofocados por vuestros propios excrementos.

Pero ustedes caminarán hacia su destrucción rodeados de gloria inspirados por la fuerza de Dios que les trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Este designio es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables parlantes.

¿Dónde está el bosque espeso? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció.

Así se acaba la vida y comenzamos a sobrevivir tan solo.
 

Fieramente existiendo, ciegamente afirmando


Cuando ya nada se espera personalmente exaltante, cantó Celaya, todo un señor poeta. Y lo dejó así, sin más, mi compa Juan Navarro ayer en su blog Mesa camilla en Madrid. Y en su silencio decía tanto o más que el Don Gabriel de marras. Hay silencios, y silencios. Y los silencios de Juan dicen mucho…
Ahorita mismo ya no sé por dónde seguir, si afirmando el silencio en medio de tanto ruido mediático, o si desgranar palabras ante un silencio ominoso.
Cada vez que he rumiado estos versos, o los he escuchado meditando de boca de Paco Ibáñez, un trallazo me ha medido las espaldas, un ramalazo de rebeldía se me ha subido a la cabeza, me ha llegado de repente la locura y he dicho y hecho inconveniencias. Y así me ha ido, así me va. ¿Y qué? ¡Y nada!
No quiero más poetas. Me corrijo, no quiero esta realidad que hace hablar así a los poetas. Ellos que canten a las flores que se abren a la vida, al amor que nunca cesa o que se rompe en mil pedazos, al mañana que está ahí, al ayer que ya nada puede cambiar, a la memoria herida que sangra sin posible redención, al consuelo necesario como el pan de cada día, a los muertos sin honra y a los vivos invisibles. Que no callen, que nos dejen su palabra, que nos presten sus maneras.
Los necesitamos para hacer lo que hacemos consciente, sonoro, visible, real.
Seguiré moviendo muebles y ordenando salas mientras canto y respiro. Barreré y fregaré pisos al tiempo que confirmo y rubrico mi cabreo y mi exigencia. Haré lo cotidiano y anodino como si fuera mismamente la proeza última del esforzado e intrépido viajero que descubre nuevos continentes. Lo extraordinario y solemne lo cuidaré como se miman las azucenas que se ofrecen, las vides de cuyas uvas se fragua el vino para el brindis, las espigas que se funden en el pan que se comparte. Trabajaré el día a día, haciendo que cada jornada que empiezo sea mejor que la que ya pasó. Me acostaré soñando que está en mis manos, junto a otras miles, cambiar el mundo este en sus mismos cimientos.
Apretaré los puños con fiereza y bajaré la cabeza sin humillación, o humildemente qué más da, para embestir al negro corazón de la bestia más negra aún que nos maltrata, no importa si para ello tengo que cerrar los ojos, o mirar fijamente y a derecho su rostro feo y asqueroso.
No gritaré, no alzaré la voz más allá de mi medida. Tampoco quebraré cosa alguna, salvo a mí mismo. Renunciaré a ser torrente y sólo y apenas pareceré arroyuelo. Cantaré desafinando, pero lo haré convencido de que es necesario mi canto, y el canto de ustedes, y el de los de allá, porque es el mismo canto que entona el universo todo, incluidos Moli, Berto, Gumi, Bienve y Pichurrín.


Tu poder multiplica
la eficacia del hombre
Y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos.

Nos enseñaste un trozo de viña
y nos dijiste: "Venid a trabajar".
Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: "Llenadla de pan".

Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: "Construid la paz".
Nos sacaste del desierto con el alba
y nos dijiste: "Levantad la ciudad".

Pusiste una herramienta en nuestra mano
y nos dijiste: "Es tiempo de crear".
Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad.

[Himno de la hora intermedia. Liturgia de las Horas]

P.D. 
Si hubiera callado, todo habría quedado patente. Las palabras muchas tapan a veces la palabra, y aquí ha ocurrido. Me avergüenzo sin arrepentirme, lo mantengo. Ha sido simplemente un impulso incontrolable, carente de malicia; sin otra pretensión que reafirmarme, es decir, reafirmándome.

¡Cielos, un agujero en la pared!

¿Cómo se nos pudo pasar? Me resulta de todo punto inexplicable que, tanto al profesional que contraté, como a mí mismo, se nos colara por todo el centro de la portería ese orificio de semejantes dimensiones. Porque ¡hay que verlo de cerca para reconocer que es un agujero de tamaño natural.
Es verdad que este viejo edificio, -doblemente envejecido por la pobreza de los elementos que lo forman y por su muy rudimentaria y elemental construcción- es en realidad un colador disimulado. Cuando lo conocí, allá por el 81, ya presentaba por todas sus paredes remiendos y parches, producto de las diferentes y sucesivas modificaciones que sus ocupantes anteriores había ido haciendo a lo largo de su dilatada existencia. Los que entramos a saco en aquella ruina destruimos más que otra cosa, tirando paredes y desmontando pesebreras, para dejar diáfanas y espaciosas salas donde había pequeños cuartos y cuchitriles. Agrandamos los pequeños ventanucos e inventamos escaleras, pusimos puertas donde no había y robustecimos los muros con lucido de mortero de cemento. Porque donde sólo entró cal y arena, a poco que se rasque con la uña, agujero seguro. Así que de estos tapamos por millares.
 El caso es que el miércoles por la mañana entré en el hogar para echarle un último vistazo, ya que el jueves, o sea ya hoy, reanudan las usuarias su actividades habituales. En cuanto lo hice, lo vi. Y viéndolo, no me lo creía. ¿Un agujero en la pared? ¡Un agujero, cielos! Ni yo lo descubrí antes, y por lo tanto no lo tapé; ni el profesional de marras se percató de que la brocha no disimulaba con pintura la oquedad. ¡Vaya cuatro pares de ojos! Porque los dos usamos lentes.
No hubo lugar para más; contra pereza palos en la cabeza. Detectado el mal, había que ponerle remedio. Manos a la obra.
Resuelto el problemilla, la reflexión debería llegar a continuación. Vamos a ver si sale…
¡Si no ha sido nada! Lo justo para ir tapando agujeros. Esta suele ser una respuesta socorrida de alguien que ha sido beneficiado por la suerte en la lotería o en las quinielas.
También tapan agujeros muchas empresas en la actualidad, que se van quedando en cuadro por el despido de mano de obra necesaria pero no mantenible. Donde antes trabajaban veinte, ahora se quiere hacer lo mismo con diez; y claro, apenas se consigue ir tirando malamente, es decir, simplemente tapando agujeros. Y que conste que de hospitales, ambulatorios y colegios no quiero hablar, palabra.
Agujeros sin tapar es lo que tienen ahora muchas familias, que no llegan con el sueldo que entra en la caja doméstica apenas al día veinte de cada mes. No es broma: las treinta y una toneladas de alimentos que recibimos en junio, excedentes agrícolas de la CE, son historia. ¿Cuántos agujeros se habrán tapado con ellos? Pues no ha sido suficiente tal cantidad de comida, porque aún quedan…
Agujeros no tapados, sólo disimulados, constituyen una constelación que no creo pueda calcularse. Me han soplado al oído que han disminuido los divorcios porque las parejas no pueden costear una vivienda más y unos gastos adicionales por vivir separados. Así que… más que de agujeros puede hablarse de pozos de enorme profundidad.
Antes, cuando yo era niño, los agujeros en la ropa se solucionaban con un remiendo. Si éste se daba en la clase pudiente, se encargaba un trabajo fino y el zurcido salía caro, pero invisible. Ahora eso ya no se hace en casa, porque ya nadie, o casi, sabe coser. En mi barrio están proliferando las tiendas de secosetodo y a la parroquia llegan muchas menos bolsas de ropa usada para repartir.
Y termino con este agujero horripilante. El FMI dice que hay que seguir echando dinero a la banca, si se quiere evitar un nuevo colapso, porque el abismo fagocitador no para de devorar nuestra pobre riqueza.
¡Con lo fácil que es tapar un agujero en una pared!