Fidel Alejandro Castro Ruz



Sus enemigos dicen que fue rey sin corona y que confundía la unidad con la unanimidad.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus enemigos dicen que si Napoleón hubiera tenido un diario como el «Granma», ningún francés se habría enterado del desastre de Waterloo.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus enemigos dicen que ejerció el poder hablando mucho y escuchando poco, porque estaba más acostumbrado a los ecos que a las voces.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Pero sus enemigos no dicen que no fue por posar para la Historia que puso el pecho a las balas cuando vino la invasión, que enfrentó a los huracanes de igual a igual, de huracán a huracán, que sobrevivió a seiscientos treinta y siete atentados, que su contagiosa energía fue decisiva para convertir una colonia en patria y que no fue por hechizo de Mandinga ni por milagro de Dios que esa nueva patria pudo sobrevivir a diez presidentes de los Estados Unidos, que tenían puesta la servilleta para almorzarla con cuchillo y tenedor.
Y sus enemigos no dicen que Cuba es un raro país que no compite en la Copa Mundial del Felpudo.
Y no dicen que esta revolución, crecida en el castigo, es lo que pudo ser y no lo que quiso ser. Ni dicen que en gran medida el muro entre el deseo y la realidad fue haciéndose más alto y más ancho gracias al bloqueo imperial, que ahogó el desarrollo de una democracia a la cubana, obligó a la militarización de la sociedad y otorgó a la burocracia, que para cada solución tiene un problema, las coartadas que necesita para justificarse y perpetuarse.
Y no dicen que a pesar de todos los pesares, a pesar de las agresiones de afuera y de las arbitrariedades de adentro, esta isla sufrida pero porfiadamente alegre ha generado la sociedad latinoamericana menos injusta.
Y sus enemigos no dicen que esa hazaña fue obra del sacrificio de su pueblo, pero también fue obra de la tozuda voluntad y el anticuado sentido del honor de este caballero que siempre se batió por los perdedores, como aquel famoso colega suyo de los campos de Castilla.
Eduardo Galeano. “Espejos. Una historia casi universal”, SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, febrero de 2008, MADRID, págs. 304-305.



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Ha muerto Fidel Castro y yo me he levantado sin saberlo. A las ocho de la mañana leí un mensaje de un amigo de Murcia: "No sé si felicitarte o acompañarte en el sentimiento. Que la tierra sea leve con el compañero Fidel". No fue el único en dudar del lado por el que respiro. Durante toda la mañana mi teléfono ha estado colapsado con mensajes de felicitación y de pésame a partes iguales.
Lamento defraudaros. No siento ni pena ni alegría. Ni rabia ni dolor. La muerte de Fidel me da igual. No me cambia la vida. Mañana no podré coger un vuelo y regresar a La Habana para siempre, con un trabajo y un futuro para mi hijo. No hay odio en mi corazón. No reprocho a nadie la vida que me ha tocado vivir. Me tocó y punto. Nací y crecí con la Revolución. En Cuba me dieron, sin pagar un duro, una educación de élite, tuve acceso a una sanidad gratuita y de calidad, pero los hombres no pasamos toda la vida enfermos o estudiando. Yo no tengo madera de mártir. No protesté. No disentí. Ni desfilé por la Plaza de la Revolución para aparentar. Nadie reparó en mi ausencia. Me fui de Cuba a vivir mi vida. Y pido disculpas por este artículo, no a una diáspora entera, sino a la gente que conozco y que de verdad me importa. A los que han estado detenidos o apartados en Cuba por razones ideológicas. También a los que, como mi hermana, hoy lloran la muerte del comandante. Yo no tengo ganas de llorar. No puedo. No me salen las lágrimas. No estoy triste, ni sorprendida, ni abrumada, pero tampoco tengo champán ni ron ni güisqui guardados para brindar por la muerte de Fidel. No me alegro ni lloro por su muerte, pero no quiero coincidir con él ni en el cielo ni en el infierno.
Hubo un tiempo en que deseé con todas mis fuerzas que muriera. Yo estudiaba Periodismo en la Universidad de La Habana en los años 90 y en la residencia estudiantil de F y 3ra, en el Vedado, escuchaba bajito a Willy Chirino cantando que ese día "ya viene llegando". Y ha llegado, pero con 20 años de retraso. A mí ya no me sirve de nada ni esto cambiará nada.
Fidel se rodeó de mediocres que acosaron a todo el que sacaba un pie del redil y poco a poco comenzó el éxodo masivo de los que ya no podían más porque se asfixiaban haciendo colas para comprar cuatro huevos, porque no querían hacer trabajo voluntario los domingos rojos sino comer en familia, porque entendían que la vida es una sola y que no hay por qué vivirla permanentemente en penuria. No me compensa saber que todos éramos iguales. Igual de pobres y cultos. El fuerte sentimiento antiamericano de los cubanos se transformó en colas frente a la antigua oficina de intereses de los Estados Unidos junto al Malecón, en cientos de miles de balseros rumbo a Miami. En aeropuertos llenos de despedidas, madres llorando, hijos chillando. En Cuba un aeropuerto es más triste que un tanatorio. Aún hoy puede que haya cubanos, a esta hora, recorriendo a pie las selvas de Latinoamérica para llegar a ese monstruo que de niños nos decían que era el imperialismo norteamericano. Nunca escuché a Fidel explicar el motivo por el que millones de cubanos se han marchado de su país. Es mejor llamarles "gusanos" que pensar que la Revolución es una manzana podrida, levantada sobre las astillas de familias destrozadas.
Hoy Cuba es un país desestructurado, profundamente dividido entre los que son, los que no son y lo aparentan, los que están y los que se fueron. No hay sentimiento de identidad ni de pertenencia a una nación. Sales de Cuba y lo último que quieres es que se te acerque un fan del 'cubaneo', un nostálgico del comandante o alguien que se ponga a 'rajar' de la Revolución. Yo miro hacia atrás sin rencor y doy gracias a Dios por no sentirlo. Desgraciadamente no hay sitio allí para los que, como yo, creemos en la necesidad de una reconciliación nacional en la que todos tenemos algo que perdonar. Vuelvo a pedir disculpas a los que tienen motivos para odiar y a los que siguen creyendo en la Revolución sin reparar en que tienen que elegir entre Patria o Muerte. Respeto a los que hoy lloran la muerte de Fidel y también a los que la celebran. No estoy ni en un bando ni el otro. Sólo sé que no quiero verlos enfrentados.
Fidel ha muerto y lo van a cremar. Confío en que Yemayá no permitirá que lancen sus cenizas al mar. Creo en los espíritus y me temo que el suyo nunca se alejaría de la costa. No me alegro ni lloro por su muerte, pero no quiero coincidir con él ni en el cielo ni en el infierno. Ya me jodí y lo sufrí en esta vida.
Hoy recuerdo a mi bisabuela, que era una santa. Nunca hablaba mal de nadie y no sabía nada de política. Cuando ella tenía más de 94 años le pregunté, hace mucho, cuál había sido el peor gobierno de Cuba desde los años de la República de 1902 y me contestó que ninguno, pero "éste", dijo refiriéndose al de Fidel Castro, es el único que me ha quitado la leche. Mi tía, la solterona, la miró asombrada y le espetó: "Cállese Rafaela, que usted está chocheando".
Tania Costa, cubana y periodista, residente en España


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La tía Lucrecia por aquí, la tía Lucrecia por allá, mi madre no dejaba ocasión para hablar de la tía Lucrecia, la que se fue pa’Cuba. Hermana pequeña de mi abuela materna, casada con Antolín, emigró a la isla caribeña como tantos otros para mejorar. Allí, hiciera lo que hiciera, terminó regentando un pequeño hotel, crió a sus hijos, y vivió hasta que alguien fue y le dijo, pa’tu casa. Y se tuvo que marchar.
No pudo volver a la tierra castellana que la vio nacer, y se afincó con su marido en Barcelona capital, donde la conocí. En un pisito modesto nos recibió y entonces escuché de viva voz y en primera persona lo que fue que sucedió en aquella lejana isla.
Plátanos fritos con jamón de york fue la opípara cena que nos ofreció. Eso es lo que tenía tras años de trabajo allá lejote y planchando servilletas y manteles de hotel en su realidad barcelonesa. Y unos hijos desestructurados. Y una soledad que me hace pensar que no hay milagros en esta tierra ni revoluciones paradisíacas.
Lo cuento en femenino singular, porque él, Antolín, mi tío abuelo pegado, no abrió, creo recordar, la boca en lo que duró nuestra visita. Desde entonces la ciudad condal tiene para mí ese recuerdo triste, que no lo ha logrado borrar el tiempo, ni el parque de Montjuic, ni el Nou Camp, ni Montserrat, ni el Tibidabo, ni la Sagrada Familia, ni Pedralbes; tampoco lo ha conseguido aquella escena que contemplé en Canaletas de una pareja morreándose en plena calle, aquel lejano año 1962.

Superluna




Acabo de pasar bajo la luna, superluna, y he tenido que inclinarme hacia atrás y forzar mis cervicales para verla. Estaba sobre mi vertical de tal manera que, si llegan a soltarse los amarres, cae sobre mí con todo su poderío. Y me aplasta con toda seguridad.
No me pareció mayor que otros días, no obstante la expectación creada por los medios; sí de una redondez superlativa, un círculo perfecto.
Me abruma haber nacido apenas dos meses después de la superluna anterior, en 1948. Cosas que suceden tan distanciadas en el tiempo se convierten en hitos que se hunden en la historia, lejos de los simples calendarios que miden las pequeñas vidas de los mortales. Esta noche posiblemente hiele, y mañana salga un sol enorme en un cielo limpio. Y pasado tal vez llueva, o sólo esté nublado. Pero otra superluna, ¿llegaré a disfrutarla? Y eso que esta vez se anuncia más próxima, casi a la vuelta de la esquina, en 2034.
Si lo logro, habré alcanzado una edad provecta, y tendré algo de qué vanagloriarme: un trío de superlunas en mi haber.
En cualquier caso, es decir, lo consiga o no lo logre, ya tengo un propósito para lo que me resta de vida: aprender a bailar el vals. La letra ya la tengo, la música también; sólo me falta encontrar los pasos.
En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.
¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals con la boca cerrada.

Este vals, este vals, este vals,
de sí, de muerte y de coñac que moja su cola en el mar.

Te quiero, te quiero, te quiero, con la butaca y el libro muerto,
por el melancólico pasillo, en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna y en la danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.

En Viena hay cuatro espejos donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados. Hay frescas guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals que se muere en mis brazos.

Porque te quiero, te quiero, amor mío, en el desván donde juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría por los rumores de la tarde tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve por el silencio oscuro de tu frente.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals del "Te quiero siempre".

En Viena bailaré contigo con un disfraz que tenga cabeza de río.
¡Mira qué orilla tengo de jacintos! Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas, y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar, violín y sepulcro, las cintas del vals.

Federico García Lorca. “Pequeño vals vienés”

¡Leonard Cohen vive!




Si según mis convicciones nadie desaparece engullido por la nada, con Leonard Cohen se ratifica mi creencia.
Tardé en conocerlo. Tiempo que perdí. Desde entonces me acompaña. Continuará haciéndolo, si Dios quiere, hasta que, como él, también considere –Dios, por supuesto– que ya estoy listo para morir.
Pero no, que aún tengo cuerda para rato, y necesito aprovecharla para disfrutar lo último suyo, aunque no sea lo mejor; es su despedida.

Ya nada me perturba



Lo digo pero no es verdad. Esta mañana mismo casi se me atraganta el desayuno. No por opíparo, que lo es porque me levanto de la cama con un hambre feroz. La razón fue lo que en esos momentos vomitaba la emisora con la que pongo diana: el inminente triunfo de Trump en las elecciones de estado unidos de américa. Mientras masticaba y deglutía las tostas con mermelada, una voz femenina comunicaba a través de las ondas que, a falta del recuento de muy pocos votos, el republicano aventajaba a la demócrata en manera imposible de reducir.
Tras tomar el fresco en el pinar, volví a encontrarme con lo peor, pero en absoluto me alteré. Como si fuera lo más normal del mundo, encajé la noticia del triunfo del ricachón transformado en político oficial, como si toda la información que he recibido durante tanto tiempo en periódicos, revistas, informativos televisados o radiados, tertulias, etc. hubiera estado machacándome con su victoria apabullante.
Y eso es lo que ha sido, contra todo pronóstico; incluso contra los sondeos, los cálculos, los vaticinios y los deseos expresados por personas que hablan como si supieran.
¡Cómo voy a alterarme! Va me voy acostumbrando. Es lo que está ocurriendo desde hace tiempo en el mundo. Como si fueran setas que surgen de improviso en el suelo de los bosques, las piezas del puzzle que forman el mapamundi se van tornando del mismo color, si por contagio, si por convencimiento, si por miedo…
Y cuando todo quede uniforme, monocolor, importará muy poco que la luz esté compuesta de infinidad de matices. ¿Dónde encontrar el prisma necesario, quién lo descubrirá?
Ha tenido que ser un señor con pelambrera imposible de forma y de color quien me abriera los ojos a la realidad. Es lo que hay. Los sueños no dejarán nunca de ser sueños, y en cuanto uno despierta se evaporan. Lo sé por experiencia.
Por cierto, el que nunca soñaba, ­–lo he dicho por activa y por pasiva que yo nunca lo hacía–, lleva una temporada que no hay noche que no se despierte tras una mala pesadilla.

¡Ya estás viejo!



Eso me soltó un galopín recién llegado a catequesis al verme tratando de dirigirles el canto en el primer día. La voz salía de mi boca difuminada y desparramada por el enorme hueco de la ausencia de incisivos, caninos y… para qué seguir enumerando.
¡Bien empezamos! pensé, mientras trataba de solventar la situación sin salir demasiado escaldado.
Grité ¡silencio!, para que escucharan la melodía, porque con ellos cantando al tiempo que yo, sin sabérsela, era mucho follón. No tuve que insistir, es la verdad, y conseguimos al fin cantar decentemente el himno de la catequesis, con el que todos los años nos estrenamos.
Esta hoja está rota, dijo otro, levantado el papel de canto, demasiado sobado de tanto uso. Necesita un remiendo, respondí. ¿Qué? Y tuve que parar para enriquecer su vocabulario con una palabra nueva. Imposible; no saben lo que es ropa remendada, no la llevan.
Si mi falta de piezas dentarias les lleva a pensar que ya estoy caduco, verme remendar calcetines y bajos de los pantalones no quiero ni imaginar a qué conclusiones más les llevaría sobre mi persona.
Pasó por fin el comienzo, y salieron al terminar corriendo a contar a sus papás y a sus mamás lo que acaban de hacer allá arriba. Besos y más besos, como si hubieran estado separados no digo horas, semanas, en un reencuentro que a buen seguro estará repleto de pequeñas anécdotas que contar con sus nuevos amiguitos, las catequistas, las historias escuchadas y vividas, el canto dirigido por mí incluido, y la expectativa de que el próximo día volverán tan contentos para vivir nuevas experiencias.
Si me creyera que esto no sirve para nada, también debería considerarme, además de desdentado, un carcamal ya sin futuro ni esperanza.

El misal



Está a la vista de multitudes permanentemente. Todo se hace siguiendo sus dictados. No falta ni en la más pequeña iglesia. Se abre al comenzar cualquier celebración y se cierra al concluirla. Como todo libro tiene erratas, pero lo contiene todo y nada se hace sin que esté en él anotado. A pesar de todo ello, es el gran desconocido, y no digo, aunque pudiera hacerlo, que sea el gran ignorado.
Es el misal romano. En latín en su versión original, se adapta a la lengua vernácula, la propia del lugar, y es la conferencia episcopal nacional la que edita y aprueba. Rige para todo el orbe católico y es su tercera edición.
Acabamos de estrenarlo en mi parroquia, y como es de precepto lo he presentado brevemente. Ahora vengo aquí a enseñarlo.
En principio, nada más verlo o cogerlo, se aprecia que es contundente: bien impreso, bien encuadernado y muy bien presentado. Un defecto: pesa un montón, ahí está la prueba. Me preocupan los monaguillos y monaguillas, allí donde se den, que tengan que transportarlo ante la comunidad congregada.
Ha ganado en claridad, porque las explicaciones, que están escritas en rojo y se llaman rúbricas, no interfieren por su tamaño discreto y su estilo diferente con el texto litúrgico propiamente dicho. De modo que, si ahora al principio parece algo complicado de manejar un libro de casi dos mil páginas, no tardando mucho será coser y cantar.
El cambio más importante, a mi modo de ver, es el realizado en la fórmula de la consagración del cáliz. Aunque sabíamos que no era literal, ya estábamos acostumbrados a «por vosotros y por todos los hombres», porque ni considerábamos hubiera inexactitud en la expresión ni problema de género. Ahora se ha querido guardar fidelidad a las palabras de Jesús en los textos bíblicos y diremos «por vosotros y por muchos».
Y que nadie piense que es reduccionista la frase, porque Jesús no lo quiso así. Por eso han aconsejado que se explique el por qué de esa modificación. Lo he hecho así ante mi gente lo concisamente que me permite una celebración, pero como aquí tengo espacio y tiempo suficiente voy a dar la explicación completa con el documento que Joseph Ratzinger, papa Benedicto XVI, dirigió a los obispos de Alemania, que le pidieron una aclaración a la vuelta al «pro multis» original.

No todos lo habríamos hecho


Quede claro que eso de tapar lo que sea con la rasante y unificadora expresión “Cualquiera lo hubiera hecho”, equivalente al parecer a “Todos somos iguales”, no es de recibo. Es injusta e inmoral, se mire por donde se mire.
“Ni todos somos iguales, ni todos somos diferentes”, frase que parafrasea aquella otra del Consejo de Europa “Todos somos iguales, todos somos diferentes”, sirva para introducir lo que ahora quiero comentar. Si todo el mundo hace una cosa, no por eso es justificable; si nadie lo hace, no por eso mismo deja de ser honorable. Meter a todos en el mismo bombo para explicar y excusar mi acción personal, más que enaltecernos a todos, nos envilece. Es verdad que nadie está libre de actuar mal, equivocarse o confundirse. Pero de la posibilidad al hecho, va un trecho. Y no juzgaré a nadie por sus actos; ya hay quienes tienen esa encomienda. Pero tampoco consentiré que se me juzgue, y condene, gratuitamente.
Más le hubiera valido al personaje en cuestión reconocer lo que hizo, añadir que puede que no fuera moral, o ético, aunque estuviese ajustado a la ley y que en adelante será más cuidadoso.
Cubrirnos a todos con un manto de sospecha es algo que no me gusta absolutamente nada.

¡Yo no soy como ésos!



Pura deformación profesional, me salió escuchando en la SER, mientras desayunaba, la noticia de que han puesto en la fachada de la iglesia de un pueblo un recordatorio de las cosas que no se deben hacer, decir, pensar… bajo pena de…
Y pensé en lo del fariseo y el publicano del evangelio. Mea culpa.
Si se me permitiera, que no es el caso, poner un letrero de esa guisa a la puerta de mi iglesia, buscaría otra cosa. Por ejemplo, las bienaventuranzas.
Pero ni eso; tampoco. Encartelar así la entrada, como indicando quiénes son bienvenidos y quiénes no, no me parece. Lo hizo Dante en la Divina Comedia que en las puertas del infierno sitúa este rótulo: “LASCIATE OGNE SPERANZA, VOI CH'INTRATE” (Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza). Lo han hecho en muchos cementerios con lápidas que igual ponen “MEMENTO HOMO, QUIA PULVIS ES ET IN PULVEREM REVERTERIS” (Recuerda hombre, pues eres polvo y al polvo volverás) que “BEATI MORTUI, QUI IN DOMINO MORIUNTUR” (Bienaventurados los muertos, los que mueren en el Señor). Lo puso el régimen nazi en la entrada de los terroríficos campos de exterminio: “ARBEIT MACHT FREI” (El trabajo libera). En algunos bares y cafeterías también se lee al entrar “RESERVADO EL DERECHO DE ADMISIÓN”. Y en la piscina donde suelo solazarme un cartel justo en la puerta dice “NO SE ADMITEN PERROS”.
A mí me basta que a la entrada de los cines ponga cine,  sólo cine, no hacen falta más explicaciones.
Porque cuando se dan explicaciones innecesarias la cosa no suele oler bien.

Vaya trato si no hay truco




A mis vecinos les han tirado huevos por no trucar y no tratar. Los pequeños “muertos” y seres de ultratumba no se inventaron la ingenua inocentada; alguna mamá les acompañaba, tal vez por si las cosas llegaban a mayores; hay que defender a la pequeñez de los desmanes de los mayores irresponsables.
Incluso en algunos colegios han calentado motores, y ¡qué mejor manera que alentando a disfrazarse a quienes lo están deseando! Ya el corteinglés había colocado estratégicamente, a la hora del desayuno antes del cole, su anuncio de maravillosos y económicos atuendos para todos los gustos y según la mejor tradición yanki.
La tarde del viernes eran muchas las cuadrillas de pequeños, y también grandes, zombies por las calles. Iban y venían. Por mi barrio, mis barrios por mejor decir, además llamaban a las puertas. De cual fuera la respuesta, así era la réplica. Fachadas y aceras “aclaradas” con matices amarillos tirando a rojo señalaban el camino recorrido y los puntos de fricción originados.
Lo malo de perder las raíces es que se pueden adoptar extrañas maneras. Y lo que puede ser muy divertido en una peli, no necesariamente resulta agradable en la realidad.
Ya digo, a mis vecinos les han manchado su fachada y se han disgustado.