Sus enemigos dicen que fue rey sin corona y que
confundía la unidad con la unanimidad.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus enemigos dicen que si Napoleón hubiera tenido un
diario como el «Granma», ningún francés se habría enterado del desastre de Waterloo.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus enemigos dicen que ejerció el poder hablando
mucho y escuchando poco, porque estaba más acostumbrado a los ecos que a las
voces.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Pero sus enemigos no dicen que no fue por posar para
la Historia que puso el pecho a las balas cuando vino la invasión, que enfrentó
a los huracanes de igual a igual, de huracán a huracán, que sobrevivió a
seiscientos treinta y siete atentados, que su contagiosa energía fue decisiva
para convertir una colonia en patria y que no fue por hechizo de Mandinga ni
por milagro de Dios que esa nueva patria pudo sobrevivir a diez presidentes de
los Estados Unidos, que tenían puesta la servilleta para almorzarla con
cuchillo y tenedor.
Y sus enemigos no dicen que Cuba es un raro país que
no compite en la Copa Mundial del Felpudo.
Y no dicen que esta revolución, crecida en el
castigo, es lo que pudo ser y no lo que quiso ser. Ni dicen que en gran medida
el muro entre el deseo y la realidad fue haciéndose más alto y más ancho
gracias al bloqueo imperial, que ahogó el desarrollo de una democracia a la
cubana, obligó a la militarización de la sociedad y otorgó a la burocracia, que
para cada solución tiene un problema, las coartadas que necesita para justificarse
y perpetuarse.
Y no dicen que a pesar de todos los pesares, a pesar
de las agresiones de afuera y de las arbitrariedades de adentro, esta isla
sufrida pero porfiadamente alegre ha generado la sociedad latinoamericana menos
injusta.
Y sus enemigos no dicen que esa hazaña fue obra del
sacrificio de su pueblo, pero también fue obra de la tozuda voluntad y el
anticuado sentido del honor de este caballero que siempre se batió por los
perdedores, como aquel famoso colega suyo de los campos de Castilla.
Eduardo Galeano. “Espejos. Una historia casi universal”, SIGLO
XXI DE ESPAÑA EDITORES, febrero de 2008, MADRID, págs. 304-305.
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* * *
Ha muerto Fidel Castro y yo me he levantado sin
saberlo. A las ocho de la mañana leí un mensaje de un amigo de Murcia: "No
sé si felicitarte o acompañarte en el sentimiento. Que la tierra sea leve con
el compañero Fidel". No fue el único en dudar del lado por el que respiro.
Durante toda la mañana mi teléfono ha estado colapsado con mensajes de
felicitación y de pésame a partes iguales.
Lamento defraudaros. No siento ni pena ni alegría.
Ni rabia ni dolor. La muerte de Fidel me da igual. No me cambia la vida. Mañana
no podré coger un vuelo y regresar a La Habana para siempre, con un trabajo y
un futuro para mi hijo. No hay odio en mi corazón. No reprocho a nadie la vida
que me ha tocado vivir. Me tocó y punto. Nací y crecí con la Revolución. En
Cuba me dieron, sin pagar un duro, una educación de élite, tuve acceso a una
sanidad gratuita y de calidad, pero los hombres no pasamos toda la vida
enfermos o estudiando. Yo no tengo madera de mártir. No protesté. No disentí.
Ni desfilé por la Plaza de la Revolución para aparentar. Nadie reparó en mi
ausencia. Me fui de Cuba a vivir mi vida. Y pido disculpas por este artículo,
no a una diáspora entera, sino a la gente que conozco y que de verdad me
importa. A los que han estado detenidos o apartados en Cuba por razones
ideológicas. También a los que, como mi hermana, hoy lloran la muerte del
comandante. Yo no tengo ganas de llorar. No puedo. No me salen las lágrimas. No
estoy triste, ni sorprendida, ni abrumada, pero tampoco tengo champán ni ron ni
güisqui guardados para brindar por la muerte de Fidel. No me alegro ni lloro
por su muerte, pero no quiero coincidir con él ni en el cielo ni en el
infierno.
Hubo un tiempo en que deseé con todas mis fuerzas
que muriera. Yo estudiaba Periodismo en la Universidad de La Habana en los años
90 y en la residencia estudiantil de F y 3ra, en el Vedado, escuchaba bajito a
Willy Chirino cantando que ese día "ya viene llegando". Y ha llegado,
pero con 20 años de retraso. A mí ya no me sirve de nada ni esto cambiará nada.
Fidel se rodeó de mediocres que acosaron a todo el
que sacaba un pie del redil y poco a poco comenzó el éxodo masivo de los que ya
no podían más porque se asfixiaban haciendo colas para comprar cuatro huevos,
porque no querían hacer trabajo voluntario los domingos rojos sino comer en
familia, porque entendían que la vida es una sola y que no hay por qué vivirla
permanentemente en penuria. No me compensa saber que todos éramos iguales.
Igual de pobres y cultos. El fuerte sentimiento antiamericano de los cubanos se
transformó en colas frente a la antigua oficina de intereses de los Estados
Unidos junto al Malecón, en cientos de miles de balseros rumbo a Miami. En
aeropuertos llenos de despedidas, madres llorando, hijos chillando. En Cuba un
aeropuerto es más triste que un tanatorio. Aún hoy puede que haya cubanos, a
esta hora, recorriendo a pie las selvas de Latinoamérica para llegar a ese
monstruo que de niños nos decían que era el imperialismo norteamericano. Nunca
escuché a Fidel explicar el motivo por el que millones de cubanos se han
marchado de su país. Es mejor llamarles "gusanos" que pensar que la
Revolución es una manzana podrida, levantada sobre las astillas de familias
destrozadas.
Hoy Cuba es un país desestructurado, profundamente
dividido entre los que son, los que no son y lo aparentan, los que están y los
que se fueron. No hay sentimiento de identidad ni de pertenencia a una nación.
Sales de Cuba y lo último que quieres es que se te acerque un fan del
'cubaneo', un nostálgico del comandante o alguien que se ponga a 'rajar' de la
Revolución. Yo miro hacia atrás sin rencor y doy gracias a Dios por no sentirlo.
Desgraciadamente no hay sitio allí para los que, como yo, creemos en la
necesidad de una reconciliación nacional en la que todos tenemos algo que
perdonar. Vuelvo a pedir disculpas a los que tienen motivos para odiar y a los
que siguen creyendo en la Revolución sin reparar en que tienen que elegir entre
Patria o Muerte. Respeto a los que hoy lloran la muerte de Fidel y también a
los que la celebran. No estoy ni en un bando ni el otro. Sólo sé que no quiero
verlos enfrentados.
Fidel ha muerto y lo van a cremar. Confío en que
Yemayá no permitirá que lancen sus cenizas al mar. Creo en los espíritus y me
temo que el suyo nunca se alejaría de la costa. No me alegro ni lloro por su
muerte, pero no quiero coincidir con él ni en el cielo ni en el infierno. Ya me
jodí y lo sufrí en esta vida.
Hoy recuerdo a mi bisabuela, que era una santa.
Nunca hablaba mal de nadie y no sabía nada de política. Cuando ella tenía más
de 94 años le pregunté, hace mucho, cuál había sido el peor gobierno de Cuba
desde los años de la República de 1902 y me contestó que ninguno, pero
"éste", dijo refiriéndose al de Fidel Castro, es el único que me ha
quitado la leche. Mi tía, la solterona, la miró asombrada y le espetó:
"Cállese Rafaela, que usted está chocheando".
Tania Costa, cubana y
periodista, residente en España
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La tía Lucrecia por aquí, la tía Lucrecia por allá,
mi madre no dejaba ocasión para hablar de la tía Lucrecia, la que se fue
pa’Cuba. Hermana pequeña de mi abuela materna, casada con Antolín, emigró a la
isla caribeña como tantos otros para mejorar. Allí, hiciera lo que hiciera,
terminó regentando un pequeño hotel, crió a sus hijos, y vivió hasta que
alguien fue y le dijo, pa’tu casa. Y se tuvo que marchar.
No pudo volver a la tierra castellana que la vio
nacer, y se afincó con su marido en Barcelona capital, donde la conocí. En un
pisito modesto nos recibió y entonces escuché de viva voz y en primera persona
lo que fue que sucedió en aquella lejana isla.
Plátanos fritos con jamón de york fue la opípara
cena que nos ofreció. Eso es lo que tenía tras años de trabajo allá lejote y planchando servilletas y manteles de hotel en su realidad barcelonesa. Y unos hijos
desestructurados. Y una soledad que me hace pensar que no hay milagros en esta
tierra ni revoluciones paradisíacas.
Lo cuento en femenino singular, porque él, Antolín, mi tío
abuelo pegado, no abrió, creo recordar, la boca en lo que duró nuestra visita.
Desde entonces la ciudad condal tiene para mí ese recuerdo triste, que no lo ha
logrado borrar el tiempo, ni el parque de Montjuic, ni el Nou Camp, ni
Montserrat, ni el Tibidabo, ni la Sagrada Familia, ni Pedralbes; tampoco lo ha conseguido aquella escena que contemplé en Canaletas de una pareja morreándose en plena calle, aquel lejano año 1962.