Acabo de pasar bajo la luna, superluna, y he tenido
que inclinarme hacia atrás y forzar mis cervicales para verla. Estaba sobre mi
vertical de tal manera que, si llegan a soltarse los amarres, cae sobre mí con
todo su poderío. Y me aplasta con toda seguridad.
No me pareció mayor que otros días, no obstante la
expectación creada por los medios; sí de una redondez superlativa, un círculo
perfecto.
Me abruma haber nacido apenas dos meses después de
la superluna anterior, en 1948. Cosas que suceden tan distanciadas en el tiempo
se convierten en hitos que se hunden en la historia, lejos de los simples
calendarios que miden las pequeñas vidas de los mortales. Esta noche
posiblemente hiele, y mañana salga un sol enorme en un cielo limpio. Y pasado
tal vez llueva, o sólo esté nublado. Pero otra superluna, ¿llegaré a
disfrutarla? Y eso que esta vez se anuncia más próxima, casi a la vuelta de la
esquina, en 2034.
Si lo logro, habré alcanzado una edad provecta, y
tendré algo de qué vanagloriarme: un trío de superlunas en mi haber.
En cualquier caso, es decir, lo consiga o no lo
logre, ya tengo un propósito para lo que me resta de vida: aprender a bailar el
vals. La letra ya la tengo, la música también; sólo me falta encontrar los
pasos.
En Viena
hay diez muchachas,
un hombro
donde solloza la muerte y un bosque de palomas disecadas.
Hay un
fragmento de la mañana en el museo de la escarcha.
Hay un
salón con mil ventanas.
¡Ay, ay,
ay, ay! Toma este vals con la boca cerrada.
Este vals,
este vals, este vals,
de sí, de
muerte y de coñac que moja su cola en el mar.
Te quiero,
te quiero, te quiero, con la butaca y el libro muerto,
por el
melancólico pasillo, en el oscuro desván del lirio,
en nuestra
cama de la luna y en la danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay,
ay, ay!
Toma este
vals de quebrada cintura.
En Viena
hay cuatro espejos donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una
muerte para piano que pinta de azul a los muchachos.
Hay
mendigos por los tejados. Hay frescas guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay,
ay, ay!
Toma este
vals que se muere en mis brazos.
Porque te
quiero, te quiero, amor mío, en el desván donde juegan los niños,
soñando
viejas luces de Hungría por los rumores de la tarde tibia,
viendo
ovejas y lirios de nieve por el silencio oscuro de tu frente.
¡Ay, ay,
ay, ay!
Toma este
vals del "Te quiero siempre".
En Viena
bailaré contigo con un disfraz que tenga cabeza de río.
¡Mira qué
orilla tengo de jacintos! Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en
fotografías y azucenas, y en las ondas oscuras de tu andar
quiero,
amor mío, amor mío, dejar, violín y sepulcro, las cintas del vals.
Federico García Lorca. “Pequeño
vals vienés”
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