Año Nuevo…


No he encontrado mejor manera de despedir a 2014 y saludar al nuevo aún por estrenar que ofreciendo en este lugar una oración que implora dejarnos llevar del buen humor.
No es de ahora, tiene más de cien años. Perteneció a Santo Tomas Moro, que vivió y murió en la Inglaterra del siglo XV/XVI, y ahora, por el simple trascurso del tiempo, nos pertenece a todos.
Dame, Señor, un poco de sol,
algo de trabajo y un poco de alegría.
Dame el pan de cada día, un poco de mantequilla, una buena digestión y algo para digerir.
Dame una manera de ser que ignore el aburrimiento, los lamentos y los suspiros.
No permitas que me preocupe demasiado
por esta cosa embarazosa que soy yo.
Dame, Señor, la dosis de humor suficiente
como para encontrar la felicidad en esta vida
y ser provechoso para los demás.
Que siempre haya en mis labios una canción,
una poesía o una historia para distraerme.
Enséñame a comprender los sufrimientos
y a no ver en ellos una maldición.
Concédeme tener buen sentido,
pues tengo mucha necesidad de él.
Señor, concédeme la gracia,
en este momento supremo de miedo y angustia,
de recurrir al gran miedo
y a la asombrosa angustia
que tú experimentaste en el Monte de los Olivos
antes de tu pasión.
Haz que a fuerza de meditar tu agonía,
reciba el consuelo espiritual necesario
para provecho de mi alma.
Concédeme, Señor, un espíritu abandonado, sosegado, apacible, caritativo, benévolo, dulce y compasivo.
Que en todas mis acciones, palabras y pensamientos experimente el gusto de tu Espíritu santo y bendito.
Dame, Señor, una fe plena,
una esperanza firme y una ardiente caridad.
Que yo no ame a nadie contra tu voluntad,
sino a todas las cosas en función de tu querer.
Rodéame de tu amor y de tu favor.
Si resultare demasiado larga para recitarla con frecuencia, aquí está una versión breve, con un añadido particular: se trata de la que utiliza papa Francisco, según él mismo atestigua, a diario. No deja de ser toda una garantía, porque le va bien.
Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir.
Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla.
Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el mal, sino que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden.
Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos, y no permitas que sufra excesivamente por ese ser tan dominante que se llama “Yo”.
Dame, Señor, el sentido del humor.
Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás. Así sea.
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Thomas More, Político y humanista inglés (Londres, 1478 -1535). Procedente de la pequeña nobleza, estudió en la Universidad de Oxford y accedió a la corte inglesa en calidad de jurista. Su experiencia como abogado y juez le hizo reflexionar sobre la injusticia del mundo, a la luz de su relación intelectual con los humanistas del continente (como Erasmo de Rotterdam). Desde 1504 fue miembro del Parlamento, donde se hizo notar por sus posturas audaces en contra de la tiranía.
Su obra más relevante como pensador político fue Utopía (París, 1516). En ella criticó el orden político, social y religioso establecido, bajo la fórmula de imaginar como antítesis una comunidad perfecta; su modelo estaba caracterizado por la igualdad social, la fe religiosa, la tolerancia y el imperio de la Ley, combinando la democracia en las unidades de base con la obediencia general a la planificación racional del gobierno.
A pesar de haber mantenido en el plano teórico estas aspiraciones premonitorias del pensamiento socialista, Moro fue prudente y moderado en cuanto a la posibilidad de llevarlas a la práctica, por lo que no combatió directamente al poder establecido ni adoptó posturas ideológicas intransigentes.
Enrique VIII, atraído por su valía intelectual, le promovió a cargos de importancia creciente: embajador en los Países Bajos (1515), miembro del Consejo Privado (1517), portavoz de la Cámara de los Comunes (1523) y canciller desde 1529 (fue el primer laico que ocupó este puesto político en Inglaterra). Ayudó al rey a conservar la unidad de la Iglesia de Inglaterra, rechazando las doctrinas de Lutero; e intentó, mientras pudo, mantener la paz exterior.
Sin embargo, acabó rompiendo con Enrique VIII por razones de conciencia, pues era un católico ferviente que incluso había pensado en hacerse monje. Moro declaró su oposición a Enrique y dimitió como canciller cuando el rey quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón, rompió las relaciones con el Papado, se apropió de los bienes de los monasterios y exigió al clero inglés un sometimiento total a su autoridad (1532).
Su negativa a reconocer como legítimo el subsiguiente matrimonio de Enrique VIII con Ana Bolena, prestando juramento a la Ley de Sucesión, hizo que el rey le encerrara en la Torre de Londres (1534) y le hiciera decapitar al año siguiente. La Iglesia católica le canonizó en 1935.

A bajo cero


Cuando los dineros venían de Europa en forma de pesetas, no había límites a la construcción de polideportivos, piscinas y frontones. En medio de una era, un merendero. En lo alto de un cerro, un obelisco. En lo hondo de un valle, un museo etnográfico. Y así, en plan. No había pueblo, villa y villorrio que no tuviera alguna cosa subvencionada con el monis de allende los pirineos.
En mi ciudad se construyeron piscinas, once, porque la única que había era claramente insuficiente. Todas municipales. Algo vendría también del allá europeo.
Luego, con la bonanza, fueron surgiendo complejos particulares, tipo club, y, como aquí somos tan dados a lo privado, la gente emigró, porque además de bar, tenían bailes de salón, sauna, gimnasio y protasio. En fin, que cuando yo me volví a la natación me encontré unas piscinas públicas muy elegantes, pero poco concurridas.
Ni que decir que el calor dentro y fuera, estaba en lo suficiente. Abusábamos del agua en las duchas, y había hasta quien en lugar de nadar, se pasaba el rato entero bajo el chorro, a la vista de usuarios y funcionarios.
Ha llegado la crisis, tiempo ha. Y como no da para todo, fueron cerrándose piscinas, o reduciéndose el horario. Así, el domingo por la tarde, sólo hay una disponible.
Antes de Navidad, nadie sabe dar la razón, el agua empezó a estar fría. De 27, 8 pasó a 26, 5. Y empezamos a tener que nadar con los dientes apretados. Esta es la fecha en que, a cinco bajo cero, tenemos que sumergirnos a 27, 2 y estar contentos.
Sí, que se lo digan a los indigentes de San Sebastián. Han pasado las dos peores noches del año al raso, a pesar de contar con un albergue diseñado y construido para estas situaciones.
Que no saltó el automático y no se abrió la puerta. Que el encargado se descuidó y entendió que no era para tanto. Que… en fin, total la gente se queja por un quítame esas pajas.
Yo tengo decidido nadar, aunque tenga que entrar por una ventana y llevar guantes, calcetines y gorro polares. Pero lo de Donosti no tiene nombre. Mejor dicho, sí. Pero no quiero escribirlo.

Una tal Ana, hija de Fanuel


La profetisa Ana. Rembrandt, 1631. Rijksmuseum

Además pertenecía a la tribu de Aser, del antiguo Israel. Una sola vez la cita el evangelio de Lucas (2, 36-38), pero no creo que nadie ignore su persona y no sospeche cuáles fueran sus palabras, a pesar de que el evangelista no relata ni una. La describe, pero no la deja hablar.
Esta anciana, que desde jovencita –cuando enviudó a los cuatro años de casarse-, vivía junto al templo de Jerusalén, dedicándose a la piedad y a una vida ajustada, rompe su invisibilidad para hacer notar que entra la familia de Jesús, y que el niño no es un cualquiera.
Varias veces sale a relucir en la liturgia navideña, y alguna otra vez a lo largo del año, y nadie es capaz de adivinar qué nos quiere decir. Simplemente este escueto párrafo: «Y llegando ella en ese preciso momento, daba gracias a Dios, y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (v 38).
Eso se llama oportunidad. Y nuestra profetisa lo fue, oportuna. Y suficiente. Con lo que se narra en el texto, prácticamente nada, ha dado para escribir y escribir. Y hasta para pintar. A la vista está. No conozco otro caso semejante ni en la Biblia ni fuera de ella.
Se me ocurre ahora pensar si la buena anciana estaba esperando el momento, o todo sucedió casualmente. Porque tantos años viendo pasar gente entrando y saliendo de aquel lugar donde confluían los israelitas para cumplir sus votos a Yahvé, supongo yo que resultaría cansino por un lado, y decepcionante por el otro. Y si la cosa ocurrió sin previsión, ¿a qué tanta espera?
En fin, Ana va siempre unida a Simeón, otro anciano, en el relato sinóptico, aunque en escenas diferentes. Éste lo tuvo en sus brazos, a Jesús niño, y entonó un hermoso himno que dice:
«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones,
y gloria de tu pueblo, Israel».
Así que supongo que Ana, que se añadió a continuación al grupo, repetiría tan hermosa plegaria. No tengo otra explicación para que sea ésta la última oración que recitamos mucha gente al final de cada jornada desde los tiempos más antiguos.

Oraciones para usar


Hoy en la Eucaristía había aire de fiesta, pero también un silencio especialmente significativo. Familias completas, personas solas, jóvenes por una parte y mayores por otra. Tocaba hablar de la familia y nadie quería romper ese silencio engorroso al tiempo que claramente expresivo. ¿Qué decir? ¿Qué expresar que no fueran meras palabras? ¿Alguien tenía a mano una guía a modo vademecum para acertar? “Así es la vida”, dicho por la madre que abandonó a sus tres hijas en un lugar de Asturias, ante el juez y como única explicación, nos había dejado, o ya lo estábamos desde antes de empezar, mudos ante la realidad tozuda e innegable.
Alguien dijo que leyera unas oraciones que una vez comentamos en esta misma fecha. Fue hace más de veinte años. Entonces a todos nos parecieron apropiadas. Hoy, según parece, era el único recurso. No las tengo aquí, repliqué. Y continuamos. A la salida se me indicó que las colgara en Internet, para que estuvieran disponibles.
He buscado por la red, y no parece que estén, al menos tal como yo las recogí. Las coloco ahora, indicando que no sé su origen, pero que por lo menos datan de 1992. Agradezco a quien o quienes las pusieron a mi alcance, dándome la oportunidad de publicarlas en libertad.

Oración de unos padres
Señor, queremos formar unos hijos valientes,
decididos y llenos de pundonor.
Danos, Señor, unos hijos humildes y sencillos,
conscientes de que sin Ti nada son.
Que sepan oír consejos;
que no les cueste descubrir sus fallos;
que acepten sugerencias;
que sepan que muchas veces van a estar equivocados;
que sepan que nunca van a ser poseedores de toda la verdad
y que, por eso, muchas veces deberán pedir perdón.
Unos hijos, Señor, que sean honrados, eficientes.
Que aspiren a ser libres;
que jamás callen ante las injusticias;
y que no permitan que pisoteen sus derechos.
Pero que, jamás, por defender sus intereses,
pasen por encima de los derechos de los demás;
y que por amor estén siempre dispuestos a perdonar.
Queremos unos hijos escrupulosos en el manejo de los bienes ajenos;
que sepan padecer pobrezas
antes de hacer mal uso de lo que no les pertenece.
Unos hijos con mentalidad de adultos, pero con ojos y corazón de niños;
abiertos a ideas y tiempos nuevos, nunca acomodados, siempre inquietos.
Que encuentren la alegría en las cosas sencillas de la vida
y que sepan mantener el espíritu en alto aun en los momentos difíciles.
Queremos unos hijos que comprendan
que deben formarse lo mejor posible,
no para lograr dinero o para incorporarse a la sociedad de consumo,
sino para servir a sus hermanos.
Unos hijos que sepan poner el interés de los demás antes que el propio
y para quienes el ideal sea lograr el bienestar y la felicidad del prójimo.
Queremos, Señor, unos hijos que sepan compartir las alegrías de los otros
y también sus fracasos, tristezas y sufrimientos.
Señor, soñamos con tener unos hijos que confíen en los demás;
que crean en los demás;
que sepan tomar decisiones,
pero que sepan también delegar responsabilidades.
Queremos inculcar en nuestros hijos el deseo,
no de ser socios de clubes ni de empresas comerciales,
sino de ser parte de una sociedad más justa, sin clases ni divisiones,
en donde todos tengan acceso a los beneficios propios de los seres humanos.
En resumen, ayúdanos, Señor, a formar unos hijos que se parezcan a Ti,
capaces de llegar hasta el sacrificio
con esperanza en tu triunfo y tu resurrección.
Hay algo que te queremos pedir especialmente
y es tu Gracia para nosotros, sus padres.
Danos tu ayuda, tu fuerza, tu amor, tu humildad,
tu entrega, tu esperanza, tu alegría, tu constancia:
ya que sólo pareciéndonos a Ti,
viviendo todo eso que queremos y soñamos para nuestros hijos,
seremos capaces de despertar en ellos estos ideales;
sólo así seremos capaces de formar estos hombres nuevos
capaces de construir un mundo nuevo.

Oración de unos hijos
Hoy, Señor, te damos gracias por nuestra familia.
Gracias por nuestros padres:
Siendo jóvenes quisieron complicarse la vida
y nos trajeron al mundo.
Nos han colmado de amor
y nos han enseñado a amar;
han llenado nuestra vida de besos,
de caricias, de cuidados, de regalos…
Y nos acompañan dando seguridad en nuestros años.
Gracias por nuestros abuelos y tíos.
Ellos también nos han ayudado a crecer,
nos han soportado y nos han entregado su cariño.
Queremos también pedirte algo para nosotros, los hijos:
Ayúdanos, Señor,
a crecer en el amor y repartirlo,
a crecer en experiencia y compartirla.
Conserva nuestras familias unidas en el amor,
para que entre todas
construyamos el mundo sobre la solidaridad.
Ni que decir tiene que aquí faltan otras oraciones. Una por ejemplo, por los esposos. Otra por los hijos que sufren la ruptura de sus padres. Otra por quienes no han podido, no han sabido o no han querido conservarse como esposos. Y otra… En fin, ya se ve que la lista puede ser interminable.

Una familia como otra cualquiera



El término familia no exclusivamente se refiere al grupo que surge por la vía reproductiva, sexual o asexual, sino que admite múltiples y variadas modalidades en su origen. Desde las formaciones coralinas de preciosas islas en medio del mar, hasta las camorras napolitanas, pasando por rebaños de ovejas y bandadas de pájaros, hay familia allí donde hay intereses, proyectos, vida e incluso muerte que se comparten.
La Iglesia es una forma particular de ser familia. Y a su vez, está formada por unidades más pequeñas y no menos complejas que también tienen estructura similar a la familia.
Dentro de ella, y tal vez en la parte superior de la escala, está la Curia. También funciona como familia, que luego se repite a menor escala en cada lugar y circunstancia según los usos y costumbres propios. A ella se ha dirigido recientemente papa Francisco. Sus palabras pueden ser extensibles tanto a Roma como a Calcuta, a Madrid como a Valladolid.
Estas son, al pie de la letra:

PRESENTAZIONE DEGLI AUGURI NATALIZI DELLA CURIA ROMANA
DISCORSO DEL SANTO PADRE FRANCESCO
Sala Clementina
Lunedì, 22 dicembre 2014



La Curia Romana y el Cuerpo de Cristo
«Tú estás sobre los Querubines, tú que has cambiado la miserable condición del mundo cuando te has hecho como uno de nosotros» (san Atanasio).

Queridos Hermanos
Al final del Adviento, nos reunimos para los tradicionales saludos. En unos días tendremos la alegría de celebrar la Natividad del Señor; el evento de Dios que se hizo hombre para salvar a los hombres; la manifestación del amor de Dios, que no se limita  a darnos algo y enviarnos algún mensaje o ciertos mensajeros, sino que se entrega a sí mismo; el misterio de Dios que toma sobre sí nuestra condición humana y nuestros pecados para revelarnos su vida divina, su inmensa gracia y su perdón gratuito. Es la cita con Dios, que nace en la pobreza de la gruta de Belén para enseñarnos el poder de la humildad. En efecto, la Navidad es también la fiesta de la luz que no es recibida por la gente «selecta», sino por los pobres y sencillos que esperaban la salvación del Señor.
En primer lugar, quisiera desearos a todos vosotros – colaboradores, hermanos y hermanas, Representantes pontificios esparcidos por el mundo – y a todos vuestros seres queridos una santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Deseo agradeceros cordialmente vuestro compromiso cotidiano al servicio de la Santa Sede, de la Iglesia Católica, de las Iglesias particulares y del Sucesor de Pedro.
Puesto que somos personas, y no sólo números o títulos, recuerdo particularmente a los que durante este año han terminado su servicio, por razones de edad, por haber asumido otros encargos o porque han sido llamados a la casa del Padre. También para todos ellos y sus familiares, mi recuerdo y gratitud.
Con vosotros, quiero elevar un profunda y sentida acción de gracias al Señor por el año que nos está dejando, por los acontecimientos vividos y todo el bien que él ha querido hacer con generosidad a través del servicio de la Santa Sede, pidiendo humildemente perdón por las faltas cometidas «de pensamiento, palabra, obra y omisión».
A partir precisamente de esta petición de perdón, quisiera que este encuentro, y las reflexiones que compartiré con vosotros, fueran para todos nosotros un apoyo y un estímulo para un verdadero examen de conciencia y preparar nuestro corazón para la santa Navidad.
Pensando en este encuentro, me ha venido a la mente la imagen de la Iglesia como Cuerpo Místico de Jesucristo. Es una expresión que, como explicó el Papa Pío XII, «brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña».[1] A este respecto, san Pablo escribió: «Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo» (1 Co 12,12).[2]
En este sentido, el Concilio Vaticano II nos recuerda que «en la construcción del cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios (cf. 1 Co 12,1-11), distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia».[3] «Cristo y la Iglesia son por tanto el “Cristo total”, Christus Totus. La Iglesia es una con Cristo».[4]
Es bello pensar en la Curia Romana como un pequeño modelo de la Iglesia, es decir, como un «cuerpo» que trata seria y cotidianamente de ser más vivo, más sano, más armonioso y más unido en sí mismo y con Cristo.
En realidad, la Curia Romana es un organismo complejo, compuesto por muchas Congregaciones, Consejos, Oficinas, Tribunales, Comisiones y numerosos elementos que no todos tienen el mismo cometido, pero que se coordinan para su funcionamiento eficaz, edificante, disciplinado y ejemplar, no obstante la diversidad cultural, lingüística y nacional de sus miembros.[5]
En todo caso, siendo la Curia un cuerpo dinámico, no puede vivir sin alimentarse y cuidarse. En efecto, la Curia – como la Iglesia – no puede vivir sin tener una relación vital, personal, auténtica y sólida con Cristo.[6] Un miembro de la Curia que no se alimenta diariamente con esa comida se convertirá en un burócrata (un formalista, un funcionario, un mero empleado): un sarmiento que se marchita y poco a poco muere y se le corta. La oración cotidiana, la participación asidua en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y la Reconciliación, el contacto diario con la Palabra de Dios y la espiritualidad traducida en la caridad vivida, son el alimento vital para cada uno de nosotros. Que nos resulte claro a todos que, sin él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5).
Por tanto, la relación viva con Dios alimenta y refuerza también la comunión con los demás; es decir, cuanto más estrechamente estamos unidos a Dios, más unidos estamos entre nosotros, porque el Espíritu de Dios une y el espíritu del maligno divide.
La Curia está llamada a mejorarse, a mejorarse siempre y a crecer en comunión, santidad y sabiduría para realizar plenamente su misión.[7] Sin embargo, como todo cuerpo, como todo cuerpo humano, también está expuesta a los males, al mal funcionamiento, a la enfermedad. Y aquí quisiera mencionar algunos de estos posibles males, males curiales. Son males más habituales en nuestra vida de Curia. Son enfermedades y tentaciones que debilitan nuestro servicio al Señor. Creo que nos puede ayudar el «catálogo» de los males – siguiendo a los Padres del Desierto, que hacían aquellos catálogos – de los que hoy hablamos: nos ayudará a prepararnos al Sacramento de la Reconciliación, que será un gran paso para que todos nosotros nos preparemos para la Navidad.
1. El mal de sentirse «inmortal», «inmune», e incluso «indispensable»,  descuidando los controles necesarios y normales. Una Curia que no se autocritica, que no se actualiza, que no busca mejorarse, es un cuerpo enfermo. Una simple visita a los cementerios podría ayudarnos a ver los nombres de tantas personas, alguna de las cuales pensaba quizás ser inmortal, inmune e indispensable. Es el mal del rico insensato del evangelio, que pensaba vivir eternamente (cf. Lc 12,13-21), y también de aquellos que se convierten en amos, y se sienten superiores a todos, y no al servicio de todos. Esta enfermedad se deriva a menudo de la patología del poder, del «complejo de elegidos», del narcisismo que mira apasionadamente la propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros, especialmente de los más débiles y necesitados.[8] El antídoto contra esta epidemia es la gracia de sentirse pecadores y decir de todo corazón: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10).
2. Otro: El mal de «martalismo» (que viene de Marta), de la excesiva laboriosidad, es decir, el de aquellos enfrascados en el trabajo, dejando de lado, inevitablemente, «la mejor parte»: el estar sentados a los pies de Jesús (cf. Lc 10,38-42). Por eso, Jesús llamó a sus discípulos a «descansar un poco» (Mc 6,31), porque descuidar el necesario descanso conduce al estrés y la agitación. Un tiempo de reposo, para quien ha completado su misión, es necesario, obligado, y debe ser vivido en serio: en pasar algún tiempo con la familia y respetar las vacaciones como un momento de recarga espiritual y física; hay que aprender lo que enseña el Eclesiastés: «Todo tiene su tiempo, cada cosa su momento» (3,1).
3. También existe el mal de la «petrificación» mental y espiritual, es decir, el de aquellos que tienen un corazón de piedra y son «duros de cerviz» (Hch 7,51); de los que, a lo largo del camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden detrás de los papeles, convirtiéndose en «máquinas de legajos», en vez de en «hombres de Dios» (cf. Hb 3,12). Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria para hacernos llorar con los que lloran y alegrarnos con quienes se alegran. Es la enfermedad de quien pierde «los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5), porque su corazón, con el paso del tiempo, se endurece y se hace incapaz de amar incondicionalmente al Padre y al prójimo (cf. Mt 22,34-40). Ser cristiano, en efecto, significa tener «los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5), sentimientos de humildad y entrega, de desprendimiento y generosidad.[9]
4. El mal de la planificación excesiva y el funcionalismo. Cuando el apóstol programa todo minuciosamente y cree que, con una perfecta planificación, las cosas progresan efectivamente, se convierte en un  contable o gestor. Es necesario preparar todo bien, pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu Santo, que sigue siendo más grande, más generoso que todos los planes humanos (cf. Jn 3,8). Se cae en esta enfermedad porque «siempre es más fácil y cómodo instalarse en las propias posiciones estáticas e inamovibles. En realidad, la Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no pretende regularlo ni domesticarlo... – ¡domesticar  al espíritu Santo! –, él es frescura, fantasía, novedad».[10]
5. El mal de una falta de coordinación. Cuando los miembros pierden la comunión entre ellos, el cuerpo pierde su armoniosa funcionalidad y su templanza, convirtiéndose en una orquesta que produce ruido, porque sus miembros no cooperan y no viven el espíritu de comunión y de equipo. Como cuando el pie dice al brazo: «No te necesito», o la mano a la cabeza: «Yo soy la que mando», causando así malestar y escándalo.
6. También existe la enfermedad del «Alzheimer espiritual», es decir, el olvido de la «historia de la salvación», de la historia personal con el Señor, del «primer amor» (Ap 2,4). Es una disminución progresiva de las facultades espirituales que, en un período de tiempo más largo o más corto, causa una grave discapacidad de la persona, por lo que se hace incapaz de llevar a cabo cualquier actividad autónoma, viviendo un estado de dependencia absoluta de su manera de ver, a menudo imaginaria. Lo vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro con el Señor; en los que no tienen sentido «deuteronómico» de la vida; en los que dependen completamente de su presente, de sus pasiones, caprichos y manías; en los que construyen muros y costumbres en torno a sí, haciéndose cada vez más esclavos de los ídolos que han fraguado con sus propias manos.
7. El mal de la rivalidad y la vanagloria.[11] Es cuando la apariencia, el color de los atuendos y las insignias de honor se convierten en el objetivo  principal de la vida, olvidando las palabras de san Pablo: «No obréis por vanidad ni por ostentación, considerando a los demás por la humildad como superiores. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,3-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos, y vivir un falso «misticismo» y un falso «quietismo». El mismo san Pablo los define «enemigos de la cruz de Cristo», porque su gloria «está en su vergüenza; y no piensan más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,18.19).
8. El mal de la esquizofrenia existencial. Es la enfermedad de quien tiene una doble vida, fruto de la hipocresía típica de los mediocres y del progresivo vacío espiritual, que grados o títulos académicos no pueden colmar. Es una enfermedad que afecta a menudo a quien, abandonando el servicio pastoral, se limita a los asuntos burocráticos, perdiendo así el contacto con la realidad, con las personas concretas. De este modo, crea su mundo paralelo, donde deja de lado todo lo que enseña severamente a los demás y comienza a vivir una vida oculta y con frecuencia disoluta. Para este mal gravísimo, la conversión es más bien urgente e indispensable (cf. Lc 15,11-32).
9. El mal de la cháchara, de la murmuración y del cotilleo. De esta enfermedad ya he hablado muchas veces, pero nunca será bastante. Es una enfermedad grave, que tal vez comienza simplemente por charlar, pero que luego se va apoderando de la persona hasta convertirla en «sembradora de cizaña» (como Satanás), y muchas veces en «homicida a sangre fría» de la fama de sus propios colegas y hermanos. Es la enfermedad de los bellacos, que, no teniendo valor para hablar directamente, hablan a sus espaldas. San Pablo nos amonesta: «Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para ser irreprensibles e inocentes» (cf. Flp 2,14-18). Hermanos, ¡guardémonos del terrorismo de las habladurías!
10. El mal de divinizar a los jefes: es la enfermedad de quienes cortejan a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del arribismo y el oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cf. Mt 23,8-12). Son personas que viven el servicio pensando sólo en lo que pueden conseguir y no en lo que deben dar. Son seres mezquinos, infelices e inspirados únicamente por su egoísmo fatal (cf. Ga 5,16-25). Este mal también puede afectar a los superiores, cuando halagan a algunos colaboradores para conseguir su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una auténtica complicidad.
11. El mal de la indiferencia hacia los demás. Se da cuando cada uno piensa sólo en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el más experto no poner su saber al servicio de los colegas con menos experiencia. Cuando se tiene conocimiento de algo y lo retiene para sí, en lugar de compartirlo positivamente con los demás. Cuando, por celos o pillería, se alegra de la caída del otro, en vez de levantarlo y animarlo.
12. El mal de la cara fúnebre. Es decir, el de las personas rudas y sombrías, que creen que, para ser serias, es preciso untarse la cara de melancolía, de severidad, y tratar a los otros – especialmente a los que considera inferiores – con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril[12] son frecuentemente síntomas de miedo e inseguridad de sí mismos. El apóstol debe esforzarse por ser una persona educada, serena, entusiasta y alegre, que transmite alegría allá donde esté. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia la alegría a cuantos están a su alrededor: se le nota a simple vista. No perdamos, pues, ese espíritu alegre, lleno de humor, e incluso autoirónico, que nos hace personas afables, aun en situaciones difíciles.[13] ¡Cuánto bien hace una buena dosis de humorismo! Nos hará bien recitar a menudo la oración de santo Tomás Moro:[14] yo la rezo todos los días, me va bien.
13. El mal de acumular: se produce cuando el apóstol busca colmar un vacío existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino sólo para sentirse seguro. En realidad, no podremos llevarnos nada material con nosotros, porque «el sudario no tiene bolsillos», y todos nuestros tesoros terrenos – aunque sean regalos – nunca podrán llenar ese vacío, es más, lo harán cada vez más exigente y profundo. A estas personas el Señor les repite: «Tú dices: Soy rico; me he enriquecido; nada me falta. Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo... Sé, pues, ferviente y arrepiéntete» (Ap 3,17-19). La acumulación solamente hace más pesado el camino y lo frena inexorablemente. Me viene a la mente una anécdota: en tiempos pasados, los jesuitas españoles describían la Compañía de Jesús como la «caballería ligera de la Iglesia». Recuerdo el traslado de un joven jesuita, que mientras cargaba en un camión sus numerosos haberes: maletas, libros, objetos y regalos, oyó decir a un viejo jesuita de sabia sonrisa que lo estaba observando: «¿Y esta sería la “caballería ligera” de la Iglesia?». Nuestros traslados son una muestra de esta enfermedad.
14. El mal de los círculos cerrados, donde la pertenencia al grupo se hace más fuerte que la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre con buenas intenciones, pero con el paso del tiempo esclaviza a los miembros, convirtiéndose en un cáncer que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tantos males – escándalos – especialmente a nuestros hermanos más pequeños. La autodestrucción o el «fuego amigo» de los camaradas es el peligro más engañoso.[15] Es el mal que ataca desde dentro;[16] es, como dice Cristo, «Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado» (Lc 11,17).
15. Y el último: el mal de la ganancia mundana y del exhibicionismo,[17] cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener beneficios mundanos o más poder. Es la enfermedad de las personas que buscan insaciablemente multiplicar poderes y, para ello, son capaces de calumniar, difamar y desacreditar a los otros, incluso en los periódicos y en las revistas. Naturalmente para exhibirse y mostrar que son más entendidos que los otros. También esta enfermedad hace mucho daño al Cuerpo, porque lleva a las personas a justificar el uso de cualquier medio con tal de conseguir dicho objetivo, con frecuencia ¡en nombre de la justicia y la transparencia! Y aquí me viene a la mente el recuerdo de un sacerdote que llamaba a los periodistas para contarles – e inventar – asuntos privados y reservados de sus hermanos y parroquianos. Para él solamente contaba aparecer en las primeras páginas, porque así se sentía «poderoso y atractivo», causando mucho mal a los otros y a la Iglesia. ¡Pobrecito!
Hermanos, estos males y estas tentaciones son naturalmente un peligro para todo cristiano y para toda curia, comunidad, congregación, parroquia, movimiento eclesial, y pueden afectar tanto en el plano individual como en el comunitario.
Es preciso aclarar que corresponde solamente al Espíritu Santo – el alma del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma el Credo Niceo-Constantinopolitano: «Creo… en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida» – curar toda enfermedad. Es el Espíritu Santo el que sostiene todo esfuerzo sincero de purificación y toda buena voluntad de conversión. Es él quien nos hace comprender que cada miembro participa en la santificación del cuerpo y también en su decaimiento. Él es el promotor de la armonía:[18] «Ipse harmonia est», afirma san Basilio. Y san Agustín nos dice: «Mientras cualquier miembro permanece unido al cuerpo, queda la esperanza de salvarle; una vez amputado, no hay remedio que lo sane».[19]
La curación es también fruto del tener conciencia de la enfermedad, y de la decisión personal y comunitaria de curarse, soportando pacientemente y con perseverancia la cura.[20]
Así, pues, estamos llamados – en este tiempo de Navidad y durante todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia – a vivir «siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4,15-16).
Queridos hermanos:
Una vez leí que los sacerdotes son como los aviones: únicamente son noticia cuando caen, aunque son tantos los que vuelan. Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y también  muy verdadera, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar a todo el cuerpo de la Iglesia un solo sacerdote que «cae».
Por tanto, para no caer en estos días en los que nos preparamos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, que cure las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón, y que sostenga a la Iglesia y a la Curia para que se mantengan sanas y sean sanadoras; santas y santificadoras, para gloria del su Hijo y la salvación nuestra y del mundo entero. Pidámosle que nos haga amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y nos dé valor para reconocernos pecadores y necesitados de su misericordia, sin miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos maternales.
Feliz Navidad a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros colaboradores. Y, por favor, ¡no olvidéis rezar por mí! Gracias de todo corazón.

 

[1] La Iglesia, siendo un mysticum Corpus Christi, «necesita también una multitud de miembros, que de tal manera estén trabados entre sí, que mutuamente se auxilien. Y así como en este nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre, todos los otros sufren también con él, y los sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros no viven únicamente para sí mismos, sino porque ayudan también a los demás y se ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo el cuerpo... No basta una cualquier aglomeración de miembros para constituir el cuerpo, sino que necesariamente ha de estar dotado de lo que llaman órganos, esto es, de miembros que no ejercen la misma función, pero están dispuestos en un orden conveniente, así la Iglesia ha de llamarse Cuerpo, principalmente por razón de estar formada por una recta y bien proporcionada armonía y trabazón de sus partes, y provista de diversos miembros que convenientemente se corresponden los unos a los otros».
[2] Cf. Rm 12,5: «Así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo de Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros».
[3] Const. dogm. Lumen gentium, 7.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, 795; ibíd., 789: «La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a él: siempre está unificada en él, en su cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia “Cuerpo de Cristo” se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo».
[5] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 130-131.
[6] Jesús ha enseñado varias veces cómo  debe ser la unión de los fieles con él: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,4-5).
[7] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Pastor bonus, art. 1; Código de Derecho Canónico, can. 360.
[8] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 197-201.
[9] Cf. Benedicto XVI, Audiencia general, 1 junio 2005.
[10] Homilía en la Catedral católica del Espíritu Santo, Estambul, 29 noviembre 2014.
[11] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 95-96.
[12] Cf, ibíd., 84-86.
[13] Cf, ibíd., 2.
[14] «Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir.  Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el mal, sino que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos, y no permitas que sufra excesivamente por ese ser tan dominante que se llama “Yo”. Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás. Así sea».
[15] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88.
[16] El Beato Pablo VI refiriéndose a la situación de la Iglesia dijo tener la sensación de que «por alguna ranura había entrado el humo de satanás en el templo de Dios»: Homilía en la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, 29 junio 1972; cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 98-101.
[17] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97 («No a la mundanidad espiritual»).
[18] Cf. Homilía en la Catedral católica del Espíritu Santo, Estambul, 29 noviembre 2014, «El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Él da la vida, suscita los diferentes carismas que enriquecen al Pueblo de Dios y, sobre todo, crea la unidad entre los creyentes: de muchos, hace un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo... El Espíritu Santo hace la unidad de la Iglesia: unidad en la fe, unidad en la caridad, unidad en la cohesión interior».
[19] San Agustín, Sermo 137, 1: PL., 38, 754.
[20] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 25-33 («Pastoral en conversión»).

Amargor de boca


San Esteban. Hornacina sobre la puerta principal de la Iglesia parroquial de Castromocho

Me gusta ese sabor que deja el tabaco negro en los labios y el extremo inferior de mi bigote. Disfruto del café fuerte, sin azúcar, que también me tizna de acíbar la boca. Creo que ambos dos los tengo incluso metidos en el cerebro, tanto y tan pronto he fumado y bebido café oscuro en mi vida. Aún así, nunca he destilado, eso creo al menos, en mis pensamientos y palabras, amargura alguna.
Sin embargo, ayer, Navidad, no quise que ocurriera por primera vez. Por eso no escribí nada, porque no quise profanar el día.
Y hoy que es San Esteban Protomártir, tampoco. No mancillaré su fiesta, ya que además de caerme muy bien, este santo es el titular de la parroquia de mi pueblo.
Tal vez mañana o pasado, a después de año nuevo. O nunca.

¿Por qué escribes tanto sobre perros?


Nadie me lo ha preguntado. Nadie, salvo yo. Quizá es que a los demás les parece bien, o mal, o natural. O ni les importa, ni me leen.
Ahora hay orden en mi casa. Es una hora demasiado intempestiva para dar el cante, no sólo por los vecinos, sino también para estas fieras que madrugan, aunque también duermen durante el día. Ellos a lo suyo.
Y yo a lo mío, que es tratar de responder a esta pregunta que nadie me plantea, y posiblemente nadie va a replicar.
Si «la corrupción es patrimonio de todos», como acaban de publicar que ha dicho una persona muy importante de un partido que gobierna un país, podría incluso decirse que también es patrimonio del alma. Y entonces yo desearía fervientemente carecer de ella. Me bastaría con lo que tienen estos animalitos, un “alma sensitiva”, según Aristóteles. ¿Para qué me va a servir la racionalidad si no me exonera de esa lacra con la que al parecer he nacido?
Mis perros, –y todos los demás del mundo entero– tienen la suerte de no pertenecer a la especie humana, y por tanto se supone que no saben ni comprenden qué cosa sea ser corrupto.
Ellos se ganan la vida honradamente. Es razón suficiente para dedicarles buena parte de mi pequeño mundo.

De pequeñín a jefe de manada


Así, sin proceso constituyente ni votaciones amañadas, Gumi ostenta ahora el puesto más alto en la jerarquía animal “irracional” en esta república irresponsable que es mi casa. Y se le ha venido el cielo entero encima de su enorme cabeza. Ni las orejonas que le honran han paliado semejante desplome. Anda ahora sumido en sus pensamientos, el pobre, y requiere unos mimos que siempre despreció olímpicamente.
El caso es que la entrada de Luna, por un lado, como refugiada, y de Tano como desahuciado, por otro, ha llenado con creces el hueco vacío, rebajando la edad media y haciendo de Gumi el más viejo del lugar. Ni el ya veterano Bienve, ni la novata Codorniz, que también ha pedido cuartelillo, han colaborado en su favor. Gumi, a sus cinco años corridos, se ha convertido en el más anciano del lugar. Y eso trae consecuencias.
He aquí manifiesta una manera natural de llegar a lo más alto, por el simple discurrir del tiempo.
Recuerdo una peli de indios y vaqueros, cuyo título se me borró de la memoria, en la que los ancianos jefes indios se veían sorprendidos por la aparición de jóvenes guerreros que les disputaban el bastón de mando. Así fue como indios y vaqueros se coaligaron para combatir a los advenedizos, porque era impensable tal volteo en los usos y costumbres, aunque fuera en el lejano Oeste. Al final, antes del the end, el buen orden volvía a campar, y las praderas retornaron a la pacífica convivencia, con el solo y único perjuicio para los bisontes, que se vieron seriamente perseguidos y cazados.
O sea, que es del todo anómalo que los más jóvenes aspiren a gobernar. No sé si en ha historia habrá habido alguna comunidad humana que funcionara de esa manera, siendo gobernada por los jóvenes. ¿Pueritocracia podría ser su denominación?
Mucho más acostumbrada a las gerontocracias de cualquier estilo, la aparición de esta nueva figura política en la vida pública nacional, ha levantado el ánimo de buena parte de la ciudadanía, y ha llenado de incertidumbre a la otra parte, no menos buena. La zona intermedia calla, no sabe no responde y espera sin sentirse interpelada, ni preocupada, ni interesada, ni…
A saber lo que pasará y lo que llegaremos a ver. Puede que los más ancianos rejuvenezcan y saquen de su propio baúl de los recuerdos los bríos e ilusiones de otros tiempos. Puede que los más jóvenes maduren y envejezcan a marchas forzadas, habilitándose por la vía rápida para lo que sea menester. Y puede que los maduros, maduremos del todo y, de repente, nos caigamos del árbol, con quebranto de nuestro propio cuerpo, pero con el ánimo en sazón y a punto de caramelo.
En fin, Gumi es ahora el que gobierna. No es el mejor ni el más sensato, su fortaleza es sólo física, carece de experiencia porque todo le ha sido dado, ha tenido muy buenos compañeros y algo deberían haberle contagiado, nació predestinado para estar aquí y el azar le ha obsequiado con un nuevo juguete en el pequeñarra Tano, que resulta ser la horma de su zapato. Ahora mismo están, entre los dos, destrozando esta cochambrosa morada.
No tengo, sin embargo, duda alguna de que asumirá su nueva realidad y cumplirá con sus deberes para controlar la situación y que todo siga en orden.

¿Hay o no hay orden? ¡Esa es la cuestión!