La profetisa Ana. Rembrandt, 1631. Rijksmuseum |
Además pertenecía a la tribu de Aser, del antiguo Israel. Una sola vez
la cita el evangelio de Lucas (2, 36-38), pero no creo que nadie ignore su
persona y no sospeche cuáles fueran sus palabras, a pesar de que el evangelista
no relata ni una. La describe, pero no la deja hablar.
Esta anciana, que desde jovencita –cuando enviudó a los cuatro años de
casarse-, vivía junto al templo de Jerusalén, dedicándose a la piedad y a una
vida ajustada, rompe su invisibilidad para hacer notar que entra la familia de
Jesús, y que el niño no es un cualquiera.
Varias veces sale a relucir en la liturgia navideña, y alguna otra vez a
lo largo del año, y nadie es capaz de adivinar qué nos quiere decir.
Simplemente este escueto párrafo: «Y llegando ella en ese preciso momento,
daba gracias a Dios, y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención de
Jerusalén» (v 38).
Eso se llama oportunidad. Y nuestra profetisa lo fue, oportuna. Y
suficiente. Con lo que se narra en el texto, prácticamente nada, ha dado para
escribir y escribir. Y hasta para pintar. A la vista está. No conozco otro caso
semejante ni en la Biblia ni fuera de ella.
Se me ocurre ahora pensar si la buena anciana estaba esperando el
momento, o todo sucedió casualmente. Porque tantos años viendo pasar gente
entrando y saliendo de aquel lugar donde confluían los israelitas para cumplir
sus votos a Yahvé, supongo yo que resultaría cansino por un lado, y
decepcionante por el otro. Y si la cosa ocurrió sin previsión, ¿a qué tanta
espera?
En fin, Ana va siempre unida a
Simeón, otro anciano, en el relato sinóptico, aunque en escenas diferentes. Éste
lo tuvo en sus brazos, a Jesús niño, y entonó un hermoso himno que dice:
«Ahora, Señor,
según tu promesa,
puedes dejar a
tu siervo irse en paz.
Porque mis
ojos han visto a tu Salvador,
a quien has
presentado ante todos los pueblos:
luz para
alumbrar a las naciones,
y gloria de tu pueblo, Israel».
Así que supongo que Ana, que se añadió a continuación al grupo, repetiría
tan hermosa plegaria. No tengo otra explicación para que sea ésta la última oración
que recitamos mucha gente al final de cada jornada desde los tiempos más
antiguos.
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