Nadie me lo ha preguntado. Nadie, salvo yo. Quizá es que a los demás les
parece bien, o mal, o natural. O ni les importa, ni me leen.
Ahora hay orden en mi casa. Es una hora demasiado intempestiva para dar
el cante, no sólo por los vecinos, sino también para estas fieras que madrugan,
aunque también duermen durante el día. Ellos a lo suyo.
Y yo a lo mío, que es tratar de responder a esta pregunta que nadie me
plantea, y posiblemente nadie va a replicar.
Si «la corrupción es patrimonio de todos», como acaban de publicar que
ha dicho una persona muy importante de un partido que gobierna un país, podría
incluso decirse que también es patrimonio del alma. Y entonces yo desearía
fervientemente carecer de ella. Me bastaría con lo que tienen estos animalitos,
un “alma sensitiva”, según Aristóteles. ¿Para qué me va a servir la
racionalidad si no me exonera de esa lacra con la que al parecer he nacido?
Mis perros, –y todos los demás del mundo entero– tienen la suerte de no
pertenecer a la especie humana, y por tanto se supone que no saben ni comprenden
qué cosa sea ser corrupto.
Ellos se ganan la vida honradamente. Es razón suficiente para dedicarles
buena parte de mi pequeño mundo.
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