Antes de que acabe el día, en el último segundo de este mes de mayo

 
No puedo dejar de hacer constancia del disgusto con que voy a recordar estos treinta días que ahora acaban.
Empezó como verano, y termina puro invierno. Y no sólo en lo climatológico. Lo que parecían unas elecciones políticas sin pena ni gloria, ha sido realmente eso mismo, sin pena ni gloria, pero con resaca. Gana el que pierde, y pierde el que gana, una contradictio in terminis. No sé de qué se ufanan unos, tampoco entiendo qué ganancia enarbolan otros. La calle sigue estando ajena a todos estos tejemanejes. A la gente sigue sin hacerla caso casi nadie.
Pero no me extraña, hay demasiada gente en este país que no se lo merece. Exactamente 18.810.754 ciudadanos/as con derecho a voto que no lo ejercieron. ¡El 54,16%! Esa masa informe pero amorfa ha dado la triste victoria al partido perdedor, y una ganancia pírrica al partido recién llegado que aún no sabe dónde se está metiendo.
Soñar es un derecho. Soñar es improhibisible. Soñar no conduce a nada. Y visto lo visto, votar no compromete absolutamente.
Terrible conclusión que me sale sin ninguna gana y con una pizca de asco: dejar el gobierno a los que saben. El resto somos carne de cañón. Lo tenemos merecido.
¿Cómo seré tan gili que aún mantengo en mi memoria, en lugar de desterrarlo para siempre, aquel resto arqueológico que se llamó mayo del sesenta y ocho?

María, la visitadora



Ella no descuidó ningún detalle. Estaba más alerta que el vigía de Colón en lo alto del palo mayor de la Santa María. Lo demostró con creces.
Y yo no quiero ser menos.  Aunque sea el último día, es un decir, aquí la traigo con un episodio con “sustancia”.
La Visitación. Rafael. Museo del Prado

DE VISITA EN AIN KAREM

Reunidos en casa de Marcos, durante aquellos días anteriores a la fiesta de Pentecostés, le hacíamos muchas preguntas a María, la madre de Jesús, y ella nos iba contando los recuerdos antiguos de cuando era muchacha, de cuando Dios comenzó a cumplir las promesas hechas a Abraham.

María - Cuando mi madre Ana se enteró de que yo estaba en estado, ay, caramba, se llevó las manos a la cabeza, gritó, lloró, me dijo mil cosas y una más. Ahora me río, pero en aquellos días…

Ana - ¡Ay, qué vergüenza! ¡Ay, María, mi hija, qué humillación! ¡En una familia como la nuestra! ¡Desde los tatarabuelos, que se sepa, no hubo nunca ninguna mancha! ¡Y ahora tú!
María - Pero, mamá, ya te dije que esto es cosa de Dios.
Ana - De Dios, sí. ¡Primero metemos la pata y luego le endilgamos a Dios el resbalón!
María - Mamá, por Dios, tienes que creerme.
Ana - ¡No, no, no! ¡No empecemos otra vez ni me digas más! Parece mentira que una niña como tú, decente, bien criada…
María - Mamá, tengo quince años, ya no soy una niña.
Ana - Ya lo veo, ya lo veo. ¡Lo que eres es una desvergonzada!
María - Mamá, yo… yo…
Ana - Bueno, bueno, no llores más, mi hija. ¡Ay, Señor, cómo saldremos de este lío, Dios santo! Mira, María, sea lo que sea, tienes que irte de Nazaret. Esta aldea es muy pequeña y los vecinos tienen una lengua que se la pisan. Te irás a casa de unos parientes que tenemos en el sur. Después, cuando nazca la criatura, vuelves con ella y ya veremos lo que decimos, que te lo encontraste en un canasto como Moisés o cualquier cosa.
María - Yo no puedo irme de aquí, mamá. José y yo vamos a casarnos. Yo quiero estar a su lado. Es mi novio.
Ana - Y si se entera de esto, dejará de serlo. Y es capaz de matarte a pedradas. ¡Y razón tendría!
María - Ayúdame, mamá, ayúdame.
Ana - Ay, hija mía, las cosas se piensan antes de hacerse. Ahora ya no hay remedio. Así que, a lo hecho, pecho.
María - Pero es que yo no he hecho nada, yo no…
Ana - Escucha, Mariíta, tu hermano Yayo tiene que viajar a Jerusalén la semana próxima, en una caravana de ésas que van a vender trigo. Te irás con él. Yo le diré a Yayo que te acompañe hasta la casa de Isabel y Zacarías.(1) ¿No te acuerdas de ellos? Sí, muchacha, son unos primos lejanos que tenemos nosotros. Hace muchos años que se fueron a vivir en ese pueblito que le dicen Ain Karem, cerca de la capital. Allí estarás bien cuidada. Y, además, como la Isabel también está esperando un hijo y ya le deben faltar pocos meses, pues mira, tú le puedes ayudar en algo y así no le comes el pan de balde, ¿me oyes?
María - Sí, mamá.

A la semana siguiente, pasó la caravana del trigo. Yayo, que era el mayor de mis hermanos varones, me aparejó un mulo y nos pusimos en camino con ellos, rumbo al sur. Yo iba muy asustada, ésa es la verdad. Llevaba puesta una túnica de rayas verdes, la única que tenía, y un pañuelo nuevo que me había prestado Susana.

Yayo - ¡Uff! ¡Qué calor! ¡Qué calor y qué hambre! Oye, ¿qué llevas tú ahí en esa cesta, María?
María - Son unas rosquillas de miel que mamá preparó.
Yayo - ¿Anjá? Pues dame una, que así se hace más corto el camino.
María - Que no, que son para tía Isabel.
Yayo - Pero dame una, caramba, una no hace nada.
María - Yo te conozco, Yayo. Después quieres otra y te las comes todas.
Yayo - Está bien, está bien. ¡Ja! ¿Con que rosquillas para doña Isabel? La rosquilla te la hicieron a ti, ¿verdad?
María - ¿Cómo dijiste?
Yayo - Vamos, vamos, no te pongas colorada. Dime… ¿Fue José, verdad? Fue él, ¿no es cierto?
María - No sé de qué me estás hablando, Yayo.
Yayo - No disimules, hermanita. Lo sé todo, ¿me oyes? Todo. Pero, no te preocupes, que cuando vuelva de Jerusalén, ¡ese mequetrefe va a saber quién soy yo!
María - Pero, ¿qué estás diciendo, Yayo? ¿Te has vuelto loco?
Yayo - ¡Estoy diciendo que a una hermana mía no la deshonra un pata de puerco como él! ¡Habrase visto un sinvergüenza!
María - Yayo, por Dios, no grites, ¡te lo suplico! José no tiene la culpa de nada. El no me ha puesto un dedo encima.
Yayo - ¿Ah, no? ¿Y quién fue entonces? ¡Vamos, habla!
María - Yo no lo sé, Yayo. De veras, yo…
Yayo - No vas a decirme que fue una avispa que vino y se te hinchó la barriga. ¡Vamos, dime la verdad!
María - ¿No quieres una rosquilla, Yayo? Mira, toma una…

Seguíamos la ruta de las montañas. Yo nunca había salido de casa y todo me parecía nuevo y extraño. Los árboles, los pueblos, la gente. Después de tres jornadas de camino, muy cansados, llegamos a las tierras secas y amarillas de Judea. Vimos Jerusalén a lo lejos, pero nos separamos de la caravana y entramos por una vereda que sale a la aldeíta de Ain Karem.(2) Le dicen así, porque hay un manantial de agua muy fresca en medio de un inmenso viñedo. Allí, en una casita pequeña, vivían nuestros parientes.

Yayo - Bueno, hermana, ya tú te las arreglas. Yo sigo rumbo a la capital, que se me va a hacer tarde.
María - No, Yayo, por Dios, no me dejes sola. Me da vergüenza presentarme así, sin conocer a nadie.
Yayo - La vergüenza te debió haber dado antes y no ahora. ¡Adiós, María, que te vaya bien!

Por un caminito de tierra roja, me acerqué a la casa de tía Isabel. No tuve que tocar a la puerta. Ella salió a la recibirme con tanta sorpresa como alegría…

Isabel - ¿Que tú eres María, la hija de Joaquín y Ana? ¡No me digas una cosa así! ¡Ay, pero qué bonita estás, muchacha! ¡Y cuánto has crecido! Pero, ¿qué haces aquí, cómo viniste, quién te trajo?
María - Vine con mi hermano Yayo que venía a la capital.
Isabel - ¡Ay, María, qué alegría me has dado! ¡Ay, qué sorpresa! ¡Ay, qué buena idea ha tenido tu madre! ¡Ay, espérate, que el niño me está dando patadas! Mira, tócame, ponme la mano, ¿no lo sientes? ¿Sabes, Mariíta? ¡Estoy esperando un hijo! ¡A la vejez, viruelas, como dicen! Pero, ven, entra para que conozcas a tu tío… ¡Zacarías, viejo, mira quién ha venido a visitarnos! El pobre, cuando se enteró que iba a ser papá, se quedó mudo del susto. ¡Zacarías! Y cuéntame, ¿cómo está tu madre, cómo están todos por allá?

Tía Isabel fue muy cariñosa conmigo. Me trató como a una hija. Me enseñó muchas cosas que yo no sabía: a usar el telar y a tejer con hilo fino, que eso no se conocía en Nazaret. También me enseñó unos guisos de lentejas rojas. Ella decía que eran los que Rebeca 1e hacía a Isaac y que con eso las muchachas aseguraban a sus novios. No me pude quejar, ésta es la verdad. Tía Isabel me ayudó mucho y me dio mucha confianza. Sobre todo aquel día que yo esta lavando ropa en el patio y me caí.

Isabel - Un mareo hoy y otro ayer y otro el sábado. Son muchos mareos para una sola semana, ¿no?
María - Es el calor, tía.
Isabel - ¿Y no será otra cosa? Mira, mi hija, que ya una es vieja y conoce al ciego durmiendo y al cojo sentado.
María - Tía Isabel, yo… yo tengo que decirle una cosa…
Isabel - Que estás preñada, ¿no es eso? Ven, muchacha, ven, vamos a conversar en aquella sombrita. Desahógate conmigo. Mira que el alma es como la tripa, cuando tiene muchas cosas dentro, se indigesta.

Empecé a hablar y a hablar y se lo conté todo…

Isabel - Así que vas a tener un hijo… Bueno, pues estamos empatadas. Tú me ayudas primero con el mío y luego yo te ayudo con el tuyo, ¿qué te parece, Mariíta?
María - Pero, tía, ¿usted me cree lo que yo le he contado?
Isabel - Claro que sí, mi hija. ¿Por qué no? Dios es grande y hace cosas grandes. ¡Si lo sabré yo! Mírame a mí. Yo estaba como la mujer de Abraham, con la fuente seca, ¿entiendes? Y Zacarías ya viejo. ¿Qué esperanza teníamos? Ninguna. ¡Ay, mi hija, cuántas noches pidiéndole a Dios que se apiadara de mí, que me dejara tener un hijo! ¡Sólo Dios sabe cuánto he llorado durante estos años! Y Zacarías, que siempre fue cascarrabias, se ponía cada vez peor y me echaba la culpa a mí, y yo, tragando lágrimas. Pero, ¿qué podía hacer yo, dime? Hasta que llegó el día de Dios. Sí, mi hija, sí, Dios tiene su hora y su momento. Y aquella mañana Zacarías(3) fue como siempre al templo con los otros sacerdotes de su grupo para quemar incienso.(4) Y se quedó rezando mucho tiempo, mucho. Y por la tarde, cuando volvió a casa, con aquellas ojeras tan tristes, yo le dije: Alégrate, viejo, y ve haciendo sitio en la estera que pronto tenemos visita. Y me dice él: ¿Quién demonios viene a casa?. Y le digo yo: ¡Un angelito, un hijo tuyo! ¡Estoy preñada, viejo! Ay, María, decirle aquello y quedarse mudo fue todo uno. Y es que él no se lo creía, qué va, porque él ya había perdido la esperanza. Pero mira tú cómo sería el alegrón que ya van siete meses y sigue con la lengua amarrada. ¡Las cosas de Dios!
María - ¡Qué historia tan linda, tía Isabel!
Isabel - Pues la tuya será más bonita aún, María, ya lo verás, ya verás que sí.
María - Dios tuvo misericordia contigo.
Isabel - ¡Y dilo, mi hija, y dilo, que si él no mete su mano, lo que es por Zacarías! Oye, ¿sabes una cosa? Eso que has dicho me gusta: misericordia. Es un nombre muy bonito. Pues, mira, si me sale varón, lo llamaremos “Juan”, por lo de la “misericordia”.

Cuando se le cumplieron los meses, Isabel tuvo un niño grande y fuerte. Todos los vecinos de Ain Karem, al saber la alegre noticia, vinieron a felicitar a tía. Y le regalaron gallinas y dulces y tarros de miel, que hay muy buena por esos montes.

Vecina - ¡Caramba, Isabel, es verdad lo que dicen que nunca es tarde si la dicha es buena! ¡Mira, qué varón! ¡Alabado sea Dios! ¡Qué muchacho más hermosote!

Y a los ocho días, como era la costumbre, llamaron al rabino para que circuncidara al recién nacido. La casita de Zacarías reventaba de gente y de cantos y de festejos.

Vecina - ¡Ea, Isabel, felicidades, y que Dios le bendiga la criatura! ¡Qué muchachón, caramba, dan ganas de comérselo!
Isabel - Pues no me lo coma, vecina, que sólo tengo éste ¡y ya bastante trabajo me costó conseguirlo! Pero, al final, Dios tuvo misericordia de mí.
Vecina - Oiga, doña Isabel, ¿y cómo se va a llamar?
Isabel - Así mismo. Juan será su nombre.
Vecino - ¿Juan? Pero, ¿cómo? En tu familia no hay nadie que se llame Juan.
Isabel - Tampoco en mi familia hubo ninguna que pasara tanto trabajo para parir. ¡Se llamará Juan!
Vecina - Claro, ésta se aprovecha, como el viejo Zaca no puede hablar. Míralo, míralo por dónde viene… Oiga, Zacarías, venga acá, ¿qué le parece a usted? ¿Cómo se va a llamar el niño?
Zacarías - Mmmmmmmmmm…
Vecina - Espérese, que ni el sabio Salomón lo entiende a usted…
Zacarías - Mmmmmmmmmm…
Isabel - Una tablilla. Dice que le traigan una tablilla.
Vecina - Pero, ¿tú le entiendes esa jerigonza, Isabel?
Isabel - ¡Ay, mi hija, ya vamos para treinta y cinco años juntos, imagínate.

Y le trajeron la tablilla y el cálamo y tío Zacarías escribió las letras del nombre que tía y él querían ponerle al muchachito.

Vecina - ¿Qué dice ahí, viejo Zaca, deje ver?
Vecino - ¿Juan? ¡No, Juan no! ¡De ninguna manera!
Zacarías - Mmmmmmmm… ¡Juan, sí! ¡Juan es su nombre, caramba!
Vecina - ¡Óigalo, Isabel, a su marido se le soltó la lengua!

Al tío Zacarías se le iluminó la cara y se le aguaron los ojos, aquellos ojos gastados de tanto esperar, pero ahora radiantes por la alegría de ser padre, por el gozo de haber traído un hijo al mundo.

Zacarías - ¡Bendito sea Dios!
Isabel - ¿Ya puedes hablar, viejo?
Zacarías - ¡Bendito sea Dios que tiene entrañas de misericordia y que hizo fecundas las tuyas, mujer! ¡Bendito sea nuestro pueblo! ¡Su liberación se acerca! ¡El Señor lo prometió a nuestro padre Abraham, lo anunció por boca de los profetas, y lo cumplirá pronto, muy pronto, para que podamos servirle sin miedo en una patria libre! ¡Y bendito seas tú, hijo mío, hijo de la misericordia! Irás por delante, abriéndole caminos al Señor, preparándole un pueblo nuevo, bien dispuesto, hasta que la Luz del Altísimo brille en medio de nuestras tinieblas y podamos caminar todos por los senderos de la paz.
Vecina - ¡Bien, Zacarías, bien, hasta poeta nos ha salido usted, caramba!

Nunca se me olvidará aquella fiesta. Los vecinos de Ain Karem brindaron a la salud de Juan, el hijito de Isabel y Zacarías, y le echaron coplas de buena suerte y bailaron en el patio hasta el amanecer.

Isabel - ¿Ves, María? ¿Ves como Dios hace las cosas bien? No tengas miedo, muchacha. Si Dios se fijó en ti, si bendijo el fruto de tus entrañas, él se las arreglará para sacarte adelante y un día muchos te felicitarán como hoy a mí. Muchos, muchísimos más te felicitarán a ti, María.

María - Sí, Dios fue grande(5) con tía Isabel, y ha sido grande conmigo, muy grande, ésa es la verdad, y yo no me canso de darle gracias, porque miren ustedes en quién se vino a fijar. Así son las cosas de Dios. A los poderosos los derriba del trono y a los humildes nos levanta del polvo. A los ricos los deja vacíos y a los hambrientos nos da de comer. A Isabel, que era estéril, le regaló un hijo, y conmigo hizo una maravilla más grande, porque con mis propios ojos he visto al mío, a Jesús, levantado de entre los muertos. Y yo a veces pienso que todo esto que ha pasado ahora es lo que Dios le había prometido a Abraham y a nuestros padres, lo que nosotros hemos estado esperando de generación en generación.



Lucas 1,39-79


1. El parentesco que tradicionalmente se ha establecido entre Isabel, la mujer de Zacarías, y María, la madre de Jesús, no es un dato histórico comprobable. En todo caso, fueran o no parientes, el evangelista Lucas las hubiera hecho aparecer relacionadas por vínculos familiares. Con ello, más que hablar de lazos de sangre está indicando los lazos espirituales que unieron al hijo de Isabel -Juan el Bautista- con Jesús, el hijo de María. Los dos pertenecieron a la tradición de los grandes profetas de Israel, hombres de Dios y de su pueblo.

2. Según una antigua tradición de unos 500 años después de Jesús, Juan el Bautista habría nacido en Ain Karem, una aldea situada en las montañas de Judea, a unos 7 kilómetros y medio al oeste de Jerusalén. En esta zona crecen en abundancia los viñedos y los olivos. Ain Karem quiere decir «la fuente del viñedo». El paisaje es muy hermoso por la fertilidad de la tierra, que contrasta con el desierto de los alrededores. Entre las muchas iglesias y conventos que se han edificado allí en recuerdo del Bautista, destacan la de San Juan, en la que estaría el lugar donde nació el profeta, y la de la Visitación, grande y rodeada de jardines, donde estaría la casa de Isabel y Zacarías. A todo lo largo del claustro de esta iglesia se pueden ver mosaicos con el texto del Canto de María, el Magnificat, escrito en varios idiomas.

3. Zacarías, esposo de Isabel y padre de Juan el Bautista, era sacerdote. Además de la aristocracia sacerdotal de Jerusalén, había en Israel una gran masa de simples clérigos. Se calculan más de 7 mil  en todo el país, aunque en Galilea había muy pocos. Para ser sacerdote no se podía tener ningún defecto físico y era necesario estar entroncado con la familia de Aarón, el hermano de Moisés. Los simples sacerdotes eran hombres de familias pobres, con tan pocos recursos que casi todos ejercían un trabajo manual en sus pueblos para subsistir: carpinteros, picapedreros, comerciantes, carniceros. Tenían su mujer, sus hijos, su casa. Su vida sencilla estaba en contraste con la de los sacerdotes jefes, privilegiados y ricos, que acaparaban los impuestos que pagaba el pueblo. Por eso, el bajo clero hizo causa común con el pueblo al estallar la revuelta antiromana del año 66 después de Jesús, que terminó con la destrucción del Templo de Jerusalén.

4. En tiempos de Jesús, los sacerdotes estaban divididos en 24 clases o secciones. Cada uno de estos grupos realizaba por turno una semana de servicio en el Templo de Jerusalén, de sábado a sábado. Los que vivían fuera de la capital viajaban a Jerusalén y se quedaban allí durante este tiempo. El Sumo Sacerdote sólo oficiaba en el Templo los sábados, los días de luna nueva y en las grandes festividades. Se calcula que cada sección de sacerdotes ordinarios estaría compuesta por 300 miembros. Durante la semana de servicio se echaba a suertes el trabajo que a cada uno correspondía diariamente. Por la mañana, después de un baño ritual, los sacerdotes hacían el sacrificio de los perfumes, el holocausto de un carnero, las libaciones. Por la tarde, se purificaba el altar, se quemaban perfumes. También había que llevar leña para los holocaustos, atender los sacrificios privados de los fieles y mantener siempre encendido el fuego del altar.

Los sacerdotes usaban vestiduras de lino blanco y encima una túnica blanca que ceñían con un largo cordón. Cubrían su cabeza con una cofia de lino blanco. Zacarías, el padre de Juan el Bautista, pertenecía al grupo o familia de Abías y estaba ofreciendo perfume de incienso a la hora del sacrificio de la tarde, cuando supo que Isabel, su mujer, le iba a dar un hijo.

5. El canto de María, el Magnificat, está inspirado en el canto de Ana, madre de Samuel, el último juez de Israel (1 Samuel 2, 1-10) y en otras expresiones de los salmos, de los profetas y del libro del Génesis. Para escribir el relato del nacimiento de Juan el Bautista, el evangelista Lucas también se inspiró literalmente en el nacimiento «milagroso» de Samuel (1 Samuel 1, 1-28). Isabel y Ana, la madre de este profeta, eran estériles cuando quedaron embarazadas.

[«Un tal Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982. Volumen 2, págs. 1058-1067]

Cosas que no cambian


Las tiras a las que pertenece ésta aparecieron de marzo a diciembre de 1965 en los diarios "El Mundo" de Buenos Aires y "Córdoba" de Córdoba (¡Claro! digo ¡Quino!)

¡Afortunadamente!
Tengo algunas visitas que entran por prohibida. ¡Chico! ¿Dónde está la señal? Esto está irreconocible. Suele ser la forma de excusarse. Este barrio mío ya no lo conocen ni quienes lo parieron. Y no vale echarle las culpas al señor alcalde, al menos no todas. Un barrio que se pensó para ser andado a pie ahora goza de automóvil per cápita, o sea, que no se cabe en la calle ni a lo ancho ni a lo largo.
También ha cambiado la tele. No sólo por el número, que ahora hay más; también porque no sé qué me voy a encontrar cuando enciendo mi aparato. Supongo que tendrán programación oficial, pero yo suelo darme de bruces con contraprogramaciones, de manera que no atino nunca y me pierdo la continuación de lo más entretenido.
En deporte, en mi ciudad ya no nos reconoce nadie. Ni en fútbol, ni en balonmano, ni en baloncesto. Todos a segunda. ¡Si levantaran la cabeza nuestros mayores!
De política, paso. Porque ¡quién ha visto y quién le ve ahora al Isidoro! ¡Ay, aquella chaqueta de pana…!
De música y teatro, como de otras cosas tampoco quiero decir nada. Así no me entran moscas.
¡Felipe, ten cuidado que las moscas están volando!
Afortunadamente hay cosas que permanecen. O están bien asentadas o pertenecen a nuestra misma condición. Bien lo vio Quino hace un tiempo.

Luchando contra los elementos


Que dicen las de los pequeños que ese montaje de La visita inesperada en muy antiguo, que si no habrá algo más moderno. Y como dicen que en la cocina hay que estar a disposición de los comensales y satisfacer los gustos de los que pagan, el “¡oído cocina!” salió de natural.
Anduve un ratejo buscando algo aprovechable por la red, porque ir al centro a ver si las de San Pablo tienen material nuevo lleva su tiempo y me da pereza. Enseguida merqué un pps bastante decentito. Pero claro, un pps necesita el ordenador, y supone demasiado rollo llevarlo y traerlo para catequesis. ¿Habrá alguna manera de trasformarlo en vídeo? Vuelta a la red a preguntar. Encontré respuestas, pero ninguna válida. La que no suprimía la música, hacía la imagen muy pequeña, o muy ancha, o muy alta. Así que tras varias pruebas, me puse a utilizar mis conocimientos y mis herramientas.
Extraje cada fotograma con Instantánea y los pasé a ciff. Los introduje en iPhoto y desde allí los capturé desde iMovie. Medí el tiempo de cada fotograma y me puse a la labor de grabar el texto, para que no tuvieran que leerlo las catequistas en cada sesión.
Si yo carezco de voz apropiada, no digo nada de las nulas condiciones que mi casa ofrece para realizar una grabación de sonido decente en horas “lectivas”. Cuando no suena un claxon en la calle, es mi vecino que le grita a su señora, o es el timbre avisando que llega el cartero, o es la urraca del jardín que conversa con su pareja, o es el viento que golpea el portón de entrada, o son las señoras que salen de actividades, o alguien que pregunta por el cura, o la de enfrente que si la echo una mano con su ordenador… En fin, un sinvivir. Cada poco cortar, borrar y volver a empezar.
Y luego, para rematar, dar con una pieza musical que sirva de fondo, ajustándola a los pasajes de voz, de manera que se escuchen ambos sin anularse ni interferirse.
Por fin, tras auditar repetidamente el resultado, por activa y por pasiva, este vídeo de apenas 8:20 minutos de duración, ha quedado concluido en horas 24. Exactamente veinticuatro horas. Un día completo.
Claro que ha sido a ratos en el marco de la actividad diaria, porque en este santo lugar las cosas siguen su curso, y nada de nada se deja sin hacer. Ahora sólo falta que a las catequistas les parezca bien el resultado. Eso espero, por mi bien.

Sé en qué puede quedar todo esto



Pero no me importa. Y me importa un pito si todo quedara en nada; al menos he vuelto a escuchar el grito de la selva, aquel que decía: Seamos realistas, pidamos lo imposible.
Lo gritó un esclavo de Roma, y metió el miedo en el cuerpo del imperio.
Lo gritaron los poberellos, y Roma, la eclesiástica, volvió a temblar.
Ese fue el grito que desde los arrabales de París gritó la muchedumbre, y la Bastilla cayó.
Se escuchó en el sesenta y ocho, y tras un pequeño revolcón, ¿todo volvió a su ser o empezó algo distinto?
Sí, sé que todo puede volver a ser lo mismo, lo de siempre: los de arriba más arriba, los de abajo, abajo del todo. Y los del medio, en el mismo sitio, pero con más miedo que antes.
¿Volverá el silencio de los corderos, de los estómagos satisfechos y el pensamiento anulado?
Pero este momento de gloria queda ahí, ahí está. Aunque lo olvidemos más pronto que tarde.
¿Y si en vez de decir “pidamos” decidimos ir a por todas y lo cambiamos por “hagamos”?
Qué bien queda el grito de esta manera:
Somos realistas, ¡ya estamos haciendo lo impensable!

La Estadística, esa ciencia inexacta


Samuel Langhorne Clemens, alias Mark Twain: «Hay tres clases de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas»

Hay cosas útiles, y trastos inútiles. Las que sirven, si no para todo al menos para algo, son aprovechables. Las que no valen para nada, esas son las importantes. Por ejemplo, la estadística. Se trata de la ciencia que dice que si tú tienes en el bolsillo cien euros, míos son cincuenta, aunque ande a las tres menos cuartillo. Igualmente afirma que si el monte se quema, algo suyo se quema, señor conde. Y como no podía ser menos, llega a convencerme de que una cosa que hice el domingo pasado me convierte automáticamente en varón menor de treinta y cinco años, lo cual me llena de júbilo y me augura un futuro esplendoroso.
Y bien que lo necesito, porque la estadística también me dice que mi esperanza de vida, dadas mis circunstancias personales y sociales, es… una exageración medida en años. Sólo faltaba que tuviera que transitar por ese largo desierto triste y carente de ilusiones.
Por lo mismo, también estuve interesado por la final del pasado sábado, y me gasté… eso no lo digo porque sería descubrirme demasiado. Pero que nadie haga cálculos irresponsables; exactamente derroché la cantidad en la que está pensando en birras, desplazamientos y cosas que no hice y ahora están pendientes y a mi cargo.
Esa ciencia que lo mismo sirve para un roto que para un descosido; que hay que cursar en Derecho, en Arquitectura, en Económicas o en Medicina, sí o sí o suspendes; es la misma que afirma que de aquí a… digamos unos años, todos los curas estarán casados, porque papa Francisco acaba de abrir la puerta desde lo alto de un avión según volvía a casa de su viaje a Palestina.
Para llegar a tales resultados son necesarios diversos y no siempre fáciles cálculos matemáticos. No se vaya a creer el personal que aquí es sumar y dividir y ya está. No. Además de la media aritmética, están la media ponderada, la mediana, la moda, la varianza, la desviación típica, los percentiles, la dispersión, el coeficiente de Gini, la covarianza y el centro de gravedad. Que si además tenemos el cuenta la desigualdad de Tchebyschev, el diagrama de caja y la curtosis, esta ciencia pasa a ser complejo sistema sólo para eruditos de acertarte la carta astral y hasta tus deseos más íntimos y tus sueños más profundos.
Yo, qué voy a añadir en esta hora de la tarde, voy tranquilo a dar cuartelillo a mis amigos Berto y Gumi, seguro de que estadística en mano me voy a encontrar con todos los perros y perras de mi barrio y para no tener disgustos he de evitar el acercamiento o proximidad, dado que son los míos los que tienen “carácter” y buscan pelea; que los demás están muy bien educados y obedecen dócilmente a sus am@s.
Si eso dice esta ciencia, no me queda otra. Callar. Amén.

Mi guerra de los treinta años



Y la estoy perdiendo. A duras penas consigo salir victorioso de pequeñas escaramuzas. Pero como esto va a plazo largo, al final sucumbiré.
Esto es que el terreno sobre el que habito es del gusto de las hormigas. Grandes y pequeñas, lentas y vivaces, andariegas y volanderas, de todo. Tienen minado el subsuelo y de cuando en vez afloran en busca de sol y de alimento. Y digo yo que también para respirar.
Decidí en su momento plantarlas cara. Igual que hice con la grama, a la que doblegué y conseguí erradicar. Pero las formicae son enemigo duro de pelar, resistentes contra viento y marea y testarudas tanto o más que yo. Y así estamos.
De vez en cuando echo unos polvos blanquecinos que las ahuyenta, pero cuyo efecto dura muy poco. Dejo pasar tiempo y vuelvo a la carga. Mas ellas siguen, y siguen, y siguen.

Ahora las ha dado por entrar en casa, y se comen los marcos de las puertas. Yo, me armo de paciencia, y con yeso, escayola y lo que pesco, reconstruyo lo que ellas se mastican, y así vamos aguantándonos en esta sin par guerra que ya dura demasiado.
Esta vez no veo luz al final del túnel. Esta guerra no la gano. Y no es que me vea derrotado, es que ellas son muchas, y se renuevan constantemente; y yo ya soy viejo.

¡Antisistema!



Reconozco que al pronto me asusté. ¡Ostras! qué cosas me dicen. Fue cuando comentamos lo de la votación de ayer. En el corro tod@s conveníamos en que habría que haber dado un vuelco porque nadie está contento con la situación. Sin embargo, el miedo, o la prudencia, o lo que sea, había conducido a una mayoría a seguir dando apoyo a los de siempre.
Y yo dije qué había hecho. Y la respuesta fue la señalada más arriba. Ya digo, al principio como que me sorprendí. ¿Yayoflauta yo a estas alturas?
Pero luego hice memoria de mis pasos en la vida, y resulta que sigo siendo la misma persona que protestaba airadamente porque en clase no nos daban participación en nada; o cuando echaba en cara a mis compañeros que hablaran antes y callaran cuando no debían hacerlo; o expresaba en voz alta el malestar por la rigidez con que se llevaba a cabo todo o casi todo. Sigo manteniendo la misma distancia respecto a lo religiosa, política o socialmente correcto, haciendo de mi capa un sayo y no importándome un pito el qué dirán. Anti, propiamente no; más bien crítico y respondón ante el “sistema”, cuando hay razones que se omiten o no convencen. Violento de ninguna manera; si acaso, voceón y gesticulero. Aquí las apariencias engañan.
¡Vistes de forma inadecuada para tu estado! me soltó una vez un familiar al que creí equivocadamente compinche. Cómo me miraban, en otra ocasión, mis tíos y mis primos, y cómo decidieron no reconocerme ni invitarme a su casa cuando aparecí por su pueblo con los y las jóvenes del mío invadiendo –y animándolas, que todo hay que decirlo– sus fiestas patronales.
No tengo que decir ahora la de puntualizaciones que me hizo la hermana pequeña de mi madre, del opus, una vez que asistió a las celebraciones que realizo en mi parroquia.
Visto que soy caso perdido, sin embargo no me tengo por ¡a ver qué se propone, que yo me opongo! A lo más por un caso aparte, una rara avis de mal conformar y peor coordinar. Por qué y para qué, cuando todo puede ser mucho más elemental y fácil. Es que a ti, velasco, no hay quien te entienda, eres demasiado radical. Si esto era antaño, hogaño es que se trata de un estilo que no cuadra con lo habitual, y provoca sonrisas misericordiosas: Este chico, siempre igual, no cambia. Hay que dejarlo por imposible.
Así he permanecido en este cacho agujero que es mi pequeño mundo durante la mayor parte de mi vida. Y es de suponer que aquí seguiré, porque relevo no parece vaya a haberlo.
No todo, sin embargo, han sido silencios y miradas despectivas. Ayer mismo, alguien venido de fuera, se me acercó a decirme que me sigue en la distancia, y que tengo credibilidad y consigo “trasmitir”. Veremos en qué queda cuando dentro de unos días compartamos unos bautizos, si son galgos o podencos.
El caso es que si te callas, otorgas. Si no estás conforme y te muestras inquieto, eres rebelde. Si haces lo que crees, esto es autarquía. O anarquía, que suena fatal. Y como a mí nunca han conseguido domesticarme ni que marque el paso a la orden, tampoco he dejado de silbar a mi manera aunque para ello haya estado casi siempre solo.
Este “casi” último es lo que me salva, adiosgracias.

Ayer fui a votar como un señorón


Aparqué a la puerta, en una calle en la que cualquier otro día no se encuentra plaza ni tocando el tamboril. Casi sale a recibirme el policía que atendía el lugar. Me saludaron cordialmente el presidente de la mesa y sus adláteres, y casi hasta me dejan introducir el sobre. Avié el asunto en poco más de cinco minutos.
El ascensor a la altura de la calle
Aproveché para dar una vuelta por casa y de paso estrenar el ascensor remozado. Está quedando chupi. Ahora le hace falta al señor alcalde no levantar más la calle para que no tenga que bajar al entrar en el portal.
Me fui a nadar unas brazadas y disfruté durante tres cuartos de hora de una calle para mí solito.
Tras el baño di un paseo por el parque con Gumi y Berto. Y, como por allí arriba abundan los conejos, mal me vi para sujetarlos. Como estoy en forma, no consiguieron desestabilizarme.
A la vuelta me preparé la cena de costumbre, y mientras la ingería comprobé que había ganado las elecciones europeas.
Acerté al coger la papela.
Sí, podemos, claro que podemos. Se van a enterar…
Ahora mismo me voy a la cama con Mafalda. Me explico: me he descargado la serie completa de las tiras de Quino y estoy volviendo a releerlas. Es una gozada sonreír antes de plegar.
¡Buenas noches!