DE VISITA EN AIN KAREM
Reunidos en casa de Marcos, durante aquellos días
anteriores a la fiesta de Pentecostés, le hacíamos muchas preguntas a María, la
madre de Jesús, y ella nos iba contando los recuerdos antiguos de cuando era
muchacha, de cuando Dios comenzó a cumplir las promesas hechas a Abraham.
María - Cuando mi madre Ana se enteró de que yo estaba en estado, ay, caramba, se
llevó las manos a la cabeza, gritó, lloró, me dijo mil cosas y una más. Ahora
me río, pero en aquellos días…
Ana - ¡Ay, qué vergüenza! ¡Ay, María, mi hija, qué humillación! ¡En una familia
como la nuestra! ¡Desde los tatarabuelos, que se sepa, no hubo nunca ninguna
mancha! ¡Y ahora tú!
María - Pero, mamá, ya te dije que esto es cosa de Dios.
Ana - De Dios, sí. ¡Primero metemos la pata y luego le endilgamos a Dios el
resbalón!
María - Mamá, por Dios, tienes que creerme.
Ana - ¡No, no, no! ¡No empecemos otra vez ni me digas más! Parece mentira que
una niña como tú, decente, bien criada…
María - Mamá, tengo quince años, ya no soy una niña.
Ana - Ya lo veo, ya lo veo. ¡Lo que eres es una desvergonzada!
María - Mamá, yo… yo…
Ana - Bueno, bueno, no llores más, mi hija. ¡Ay, Señor, cómo saldremos de este
lío, Dios santo! Mira, María, sea lo que sea, tienes que irte de Nazaret. Esta
aldea es muy pequeña y los vecinos tienen una lengua que se la pisan. Te irás a
casa de unos parientes que tenemos en el sur. Después, cuando nazca la
criatura, vuelves con ella y ya veremos lo que decimos, que te lo encontraste en
un canasto como Moisés o cualquier cosa.
María - Yo no puedo irme de aquí, mamá. José y yo vamos a casarnos. Yo quiero
estar a su lado. Es mi novio.
Ana - Y si se entera de esto, dejará de serlo. Y es capaz de matarte a
pedradas. ¡Y razón tendría!
María - Ayúdame, mamá, ayúdame.
Ana - Ay, hija mía, las cosas se piensan antes de hacerse. Ahora ya no hay
remedio. Así que, a lo hecho, pecho.
María - Pero es que yo no he hecho nada, yo no…
Ana - Escucha, Mariíta, tu hermano Yayo tiene que viajar a Jerusalén la semana
próxima, en una caravana de ésas que van a vender trigo. Te irás con él. Yo le
diré a Yayo que te acompañe hasta la casa de Isabel y Zacarías.(1) ¿No te
acuerdas de ellos? Sí, muchacha, son unos primos lejanos que tenemos nosotros.
Hace muchos años que se fueron a vivir en ese pueblito que le dicen Ain Karem,
cerca de la capital. Allí estarás bien cuidada. Y, además, como la Isabel
también está esperando un hijo y ya le deben faltar pocos meses, pues mira, tú
le puedes ayudar en algo y así no le comes el pan de balde, ¿me oyes?
María - Sí, mamá.
A la semana siguiente, pasó la caravana del trigo. Yayo,
que era el mayor de mis hermanos varones, me aparejó un mulo y nos pusimos en
camino con ellos, rumbo al sur. Yo iba muy asustada, ésa es la verdad. Llevaba
puesta una túnica de rayas verdes, la única que tenía, y un pañuelo nuevo que
me había prestado Susana.
Yayo - ¡Uff! ¡Qué calor! ¡Qué calor y qué hambre! Oye, ¿qué llevas tú ahí en esa
cesta, María?
María - Son unas rosquillas de miel que mamá preparó.
Yayo - ¿Anjá? Pues dame una, que así se hace más corto el camino.
María - Que no, que son
para tía Isabel.
Yayo - Pero dame una,
caramba, una no hace nada.
María - Yo te conozco,
Yayo. Después quieres otra y te las comes todas.
Yayo - Está bien, está bien. ¡Ja! ¿Con que rosquillas para doña Isabel? La
rosquilla te la hicieron a ti, ¿verdad?
María - ¿Cómo dijiste?
Yayo - Vamos, vamos, no te pongas colorada. Dime… ¿Fue José, verdad? Fue él, ¿no
es cierto?
María - No sé de qué me estás hablando, Yayo.
Yayo - No disimules, hermanita. Lo sé todo, ¿me oyes? Todo. Pero, no te
preocupes, que cuando vuelva de Jerusalén, ¡ese mequetrefe va a saber quién soy
yo!
María - Pero, ¿qué estás diciendo, Yayo? ¿Te has vuelto loco?
Yayo - ¡Estoy diciendo que a una hermana mía no la deshonra un pata de puerco
como él! ¡Habrase visto un sinvergüenza!
María - Yayo, por Dios, no grites, ¡te lo suplico! José no tiene la culpa de
nada. El no me ha puesto un dedo encima.
Yayo - ¿Ah, no? ¿Y
quién fue entonces? ¡Vamos, habla!
María - Yo no lo sé, Yayo. De veras, yo…
Yayo - No vas a decirme
que fue una avispa que vino y se te hinchó la barriga. ¡Vamos, dime la verdad!
María - ¿No quieres una
rosquilla, Yayo? Mira, toma una…
Seguíamos la ruta de las montañas. Yo nunca había salido
de casa y todo me parecía nuevo y extraño. Los árboles, los pueblos, la gente.
Después de tres jornadas de camino, muy cansados, llegamos a las tierras secas
y amarillas de Judea. Vimos Jerusalén a lo lejos, pero nos separamos de la
caravana y entramos por una vereda que sale a la aldeíta de Ain Karem.(2) Le
dicen así, porque hay un manantial de agua muy fresca en medio de un inmenso
viñedo. Allí, en una casita pequeña, vivían nuestros parientes.
Yayo - Bueno, hermana, ya tú te las arreglas. Yo sigo rumbo a la capital, que se
me va a hacer tarde.
María - No, Yayo, por Dios, no me dejes sola. Me da vergüenza presentarme así,
sin conocer a nadie.
Yayo - La vergüenza te debió haber dado antes y no ahora. ¡Adiós, María, que te
vaya bien!
Por un caminito de tierra roja, me acerqué a la casa de
tía Isabel. No tuve que tocar a la puerta. Ella salió a la recibirme con tanta
sorpresa como alegría…
Isabel - ¿Que tú eres María, la hija de Joaquín y Ana? ¡No me digas una cosa así!
¡Ay, pero qué bonita estás, muchacha! ¡Y cuánto has crecido! Pero, ¿qué haces
aquí, cómo viniste, quién te trajo?
María - Vine con mi hermano Yayo que venía a la capital.
Isabel - ¡Ay, María, qué alegría me has dado! ¡Ay, qué sorpresa! ¡Ay, qué buena
idea ha tenido tu madre! ¡Ay, espérate, que el niño me está dando patadas!
Mira, tócame, ponme la mano, ¿no lo sientes? ¿Sabes, Mariíta? ¡Estoy esperando
un hijo! ¡A la vejez, viruelas, como dicen! Pero, ven, entra para que conozcas
a tu tío… ¡Zacarías, viejo, mira quién ha venido a visitarnos! El pobre, cuando
se enteró que iba a ser papá, se quedó mudo del susto. ¡Zacarías! Y cuéntame,
¿cómo está tu madre, cómo están todos por allá?
Tía Isabel fue muy cariñosa conmigo. Me trató como a una
hija. Me enseñó muchas cosas que yo no sabía: a usar el telar y a tejer con
hilo fino, que eso no se conocía en Nazaret. También me enseñó unos guisos de
lentejas rojas. Ella decía que eran los que Rebeca 1e hacía a Isaac y que con
eso las muchachas aseguraban a sus novios. No me pude quejar, ésta es la verdad.
Tía Isabel me ayudó mucho y me dio mucha confianza. Sobre todo aquel día que yo
esta lavando ropa en el patio y me caí.
Isabel - Un mareo hoy y otro ayer y otro el sábado. Son muchos mareos para una
sola semana, ¿no?
María - Es el calor, tía.
Isabel - ¿Y no será otra cosa? Mira, mi hija, que ya una es vieja y conoce al
ciego durmiendo y al cojo sentado.
María - Tía Isabel, yo… yo tengo que decirle una cosa…
Isabel - Que estás preñada, ¿no es eso? Ven, muchacha, ven, vamos a conversar en
aquella sombrita. Desahógate conmigo. Mira que el alma es como la tripa, cuando
tiene muchas cosas dentro, se indigesta.
Empecé a hablar y a hablar y se lo conté todo…
Isabel - Así que vas a tener un hijo… Bueno, pues estamos empatadas. Tú me ayudas
primero con el mío y luego yo te ayudo con el tuyo, ¿qué te parece, Mariíta?
María - Pero, tía, ¿usted me cree lo que yo le he contado?
Isabel - Claro que sí, mi hija. ¿Por qué no? Dios es grande y hace cosas grandes.
¡Si lo sabré yo! Mírame a mí. Yo estaba como la mujer de Abraham, con la fuente
seca, ¿entiendes? Y Zacarías ya viejo. ¿Qué esperanza teníamos? Ninguna. ¡Ay,
mi hija, cuántas noches pidiéndole a Dios que se apiadara de mí, que me dejara
tener un hijo! ¡Sólo Dios sabe cuánto he llorado durante estos años! Y Zacarías,
que siempre fue cascarrabias, se ponía cada vez peor y me echaba la culpa a mí,
y yo, tragando lágrimas. Pero, ¿qué podía hacer yo, dime? Hasta que llegó el
día de Dios. Sí, mi hija, sí, Dios tiene su hora y su momento. Y aquella mañana
Zacarías(3) fue como siempre al templo con los otros sacerdotes de su grupo
para quemar incienso.(4) Y se quedó rezando mucho tiempo, mucho. Y por la
tarde, cuando volvió a casa, con aquellas ojeras tan tristes, yo le dije:
Alégrate, viejo, y ve haciendo sitio en la estera que pronto tenemos visita. Y
me dice él: ¿Quién demonios viene a casa?. Y le digo yo: ¡Un angelito, un hijo
tuyo! ¡Estoy preñada, viejo! Ay, María, decirle aquello y quedarse mudo fue
todo uno. Y es que él no se lo creía, qué va, porque él ya había perdido la
esperanza. Pero mira tú cómo sería el alegrón que ya van siete meses y sigue
con la lengua amarrada. ¡Las cosas de Dios!
María - ¡Qué historia tan linda, tía Isabel!
Isabel - Pues la tuya será más bonita aún, María, ya lo verás, ya verás que sí.
María - Dios tuvo misericordia contigo.
Isabel - ¡Y dilo, mi hija, y dilo, que si él no mete su mano, lo que es por
Zacarías! Oye, ¿sabes una cosa? Eso que has dicho me gusta: misericordia. Es un
nombre muy bonito. Pues, mira, si me sale varón, lo llamaremos “Juan”, por lo
de la “misericordia”.
Cuando se le cumplieron los meses, Isabel tuvo un niño
grande y fuerte. Todos los vecinos de Ain Karem, al saber la alegre noticia,
vinieron a felicitar a tía. Y le regalaron gallinas y dulces y tarros de miel,
que hay muy buena por esos montes.
Vecina - ¡Caramba, Isabel, es verdad lo que dicen que nunca es tarde si la dicha
es buena! ¡Mira, qué varón! ¡Alabado sea Dios! ¡Qué muchacho más hermosote!
Y a los ocho días, como era la costumbre, llamaron al
rabino para que circuncidara al recién nacido. La casita de Zacarías reventaba
de gente y de cantos y de festejos.
Vecina - ¡Ea, Isabel, felicidades, y que Dios le bendiga la criatura! ¡Qué
muchachón, caramba, dan ganas de comérselo!
Isabel - Pues no me lo coma, vecina, que sólo tengo éste ¡y ya bastante trabajo me
costó conseguirlo! Pero, al final, Dios tuvo misericordia de mí.
Vecina - Oiga, doña
Isabel, ¿y cómo se va a llamar?
Isabel - Así mismo. Juan
será su nombre.
Vecino - ¿Juan? Pero,
¿cómo? En tu familia no hay nadie que se llame Juan.
Isabel - Tampoco en mi familia hubo ninguna que pasara tanto trabajo para parir.
¡Se llamará Juan!
Vecina - Claro, ésta se aprovecha, como el viejo Zaca no puede hablar. Míralo,
míralo por dónde viene… Oiga, Zacarías, venga acá, ¿qué le parece a usted?
¿Cómo se va a llamar el niño?
Zacarías - Mmmmmmmmmm…
Vecina - Espérese, que ni
el sabio Salomón lo entiende a usted…
Zacarías - Mmmmmmmmmm…
Isabel - Una tablilla.
Dice que le traigan una tablilla.
Vecina - Pero, ¿tú le
entiendes esa jerigonza, Isabel?
Isabel - ¡Ay, mi hija, ya
vamos para treinta y cinco años juntos, imagínate.
Y le trajeron la tablilla y el cálamo y tío Zacarías
escribió las letras del nombre que tía y él querían ponerle al muchachito.
Vecina - ¿Qué dice ahí,
viejo Zaca, deje ver?
Vecino - ¿Juan? ¡No, Juan
no! ¡De ninguna manera!
Zacarías - Mmmmmmmm… ¡Juan,
sí! ¡Juan es su nombre, caramba!
Vecina - ¡Óigalo, Isabel, a su marido se le soltó la lengua!
Al tío Zacarías se le iluminó la cara y se le aguaron
los ojos, aquellos ojos gastados de tanto esperar, pero ahora radiantes por la
alegría de ser padre, por el gozo de haber traído un hijo al mundo.
Zacarías - ¡Bendito sea Dios!
Isabel - ¿Ya puedes hablar, viejo?
Zacarías - ¡Bendito sea Dios que tiene entrañas de misericordia y que hizo fecundas
las tuyas, mujer! ¡Bendito sea nuestro pueblo! ¡Su liberación se acerca! ¡El
Señor lo prometió a nuestro padre Abraham, lo anunció por boca de los profetas,
y lo cumplirá pronto, muy pronto, para que podamos servirle sin miedo en una
patria libre! ¡Y bendito seas tú, hijo mío, hijo de la misericordia! Irás por
delante, abriéndole caminos al Señor, preparándole un pueblo nuevo, bien
dispuesto, hasta que la Luz del Altísimo brille en medio de nuestras tinieblas
y podamos caminar todos por los senderos de la paz.
Vecina - ¡Bien, Zacarías, bien, hasta poeta nos ha salido usted, caramba!
Nunca se me olvidará aquella fiesta. Los vecinos de Ain
Karem brindaron a la salud de Juan, el hijito de Isabel y Zacarías, y le
echaron coplas de buena suerte y bailaron en el patio hasta el amanecer.
Isabel - ¿Ves, María? ¿Ves como Dios hace las cosas bien? No tengas miedo,
muchacha. Si Dios se fijó en ti, si bendijo el fruto de tus entrañas, él se las
arreglará para sacarte adelante y un día muchos te felicitarán como hoy a mí.
Muchos, muchísimos más te felicitarán a ti, María.
María - Sí, Dios fue grande(5) con tía Isabel, y ha sido grande conmigo, muy
grande, ésa es la verdad, y yo no me canso de darle gracias, porque miren
ustedes en quién se vino a fijar. Así son las cosas de Dios. A los poderosos
los derriba del trono y a los humildes nos levanta del polvo. A los ricos los
deja vacíos y a los hambrientos nos da de comer. A Isabel, que era estéril, le
regaló un hijo, y conmigo hizo una maravilla más grande, porque con mis propios
ojos he visto al mío, a Jesús, levantado de entre los muertos. Y yo a veces
pienso que todo esto que ha pasado ahora es lo que Dios le había prometido a
Abraham y a nuestros padres, lo que nosotros hemos estado esperando de
generación en generación.
Lucas 1,39-79