Desde hacía muchos meses, el
profeta Juan veía pasar lentamente los días y las noches en el oscuro y húmedo
calabozo de la fortaleza de Maqueronte donde el rey Herodes lo tenía preso.(1)
La voz del que gritaba en el desierto preparando los caminos del liberador de
Israel, se iba apagando entre las sucias paredes de aquella celda. Un día, la
puerta del calabozo se abrió y entró Matías, uno de los amigos del profeta.
Venía de Galilea, de ver a Jesús.
Matías - ¡Juan,
Juan, ya estoy aquí de vuelta! ¿Cómo estás?
Bautista - Te
dije que no me moriría antes de que regresaras. Y lo he cumplido. Y Tomás,
¿dónde está?
Matías - En
Jerusalén. Ha ido a celebrar allí la Pascua con ese Jesús, el de Nazaret, y un
grupo de sus amigos. Cuando acaben las fiestas vendrá por aquí.
Bautista - Háblame
de Jesús. ¿Pudieron verlo? ¿Le dieron mi mensaje?
Matías - Sí,
Juan. Para eso he venido. Para decirte que…
Bautista - ¿Que
puedo morir tranquilo?
Matías - No
digas eso, Juan. Tú no vas a morir. Mira, te he traído estas medicinas.
Bautista - Cuéntame
lo que dijo Jesús. Es lo que más me interesa.
Matías - Jesús
te dice que allí en Galilea la gente va abriendo los ojos. Que el pueblo se
está poniendo de pie y echa a andar. Que a los pobres se les abren las orejas
para escuchar la Buena Noticia. Que Dios está con nosotros y… y que él espera
que todo esto te alegre, Juan.
Bautista - Claro
que me alegra, Matías. En una boda, el novio es quien se queda con la novia.
Pero el amigo del novio, que está allí, también se pone muy contento. Ahora le
toca a Jesús. Él tiene que crecer mientras yo voy desapareciendo.
Carcelero - ¡Eh,
tú, basta ya de palabrerías! ¡Se acabó el tiempo!
Matías - Tengo
que irme, Juan. Pero volveré pronto. En
cuanto pueda.
Bautista - Te
estaré esperando. Si vuelves a ver a Jesús, dile que agarre bien el arado y no
mire hacia atrás. Y que si alguna vez salgo yo de este infierno, que… que
cuente conmigo.
Matías - Se
lo diré, Juan, se lo diré.
Carcelero - ¡Vamos,
que bastante hago dejándote entrar aquí a ver a tu profeta! ¡Andando!
Matías y el carcelero se
alejaron por los estrechos escalones que salían al patio. Juan se dejó caer
sobre el sucio jergón, mirando fijamente el techo atravesado de goteras. Y se
quedó dormido, recordando el rostro moreno de Jesús, aquel campesino de Nazaret
que él habla bautizado hacía sólo unos meses en las aguas del Jordán.
Por aquellos días, se celebró
en el palacio de Maqueronte el cumpleaños de Herodes.(2) Los lujosos salones
del rey se llenaron de invitados: funcionarios y capitanes romanos,
comerciantes venidos de Jerusalén, reyezuelos de las tribus beduinas del
desierto. Todos querían felicitar al tetrarca de Galilea.
Hombre - ¡Viva
el rey Herodes durante cien años más!
Mujer - ¡Salud,
soberano de Galilea!
Herodes - ¡Bienvenidos
todos a mi casa! ¡Que empiece la fiesta!
Mujer - ¿Te
has fijado? Este Herodes tiene unas ojeras que asustan.
Amiga - Dicen
que desde que metió preso al profeta Juan sufre unas pesadillas terribles…
Mujer - Pues
cuando se despierte será peor. He oído que el tal Juan ni en la cárcel se está
quieto. Tiene revolucionados a los demás presos. Y hasta agita a los
carceleros.
Amiga - ¿De
veras? No puedo creerlo.
Mujer - Pues
créetelo, mi amiga. Y te digo que si el rey se descuida, ese melenudo nos va a
hacer pasar un mal rato a todos. En fin, querida, esperemos que el rey le tape
la boca a tiempo.
Amiga - ¡Y
si el rey no se decide, que la reina le dé un empujoncito! ¡Je, je!
Herodías - ¿Qué
te pasa, Herodes, mi amor? Esta mañana no haces más que mirarte el ombligo. ¿Te
aburres?
Herodes - Déjame
en paz…
Herodías - Humm…
¿Qué te pasa? Ven, ven… ¡Ja, ja! ¿Quieres un poquito de este licor? Te animará.
Ven…
Herodes - Herodías,
¿Tú crees que esta bulla se oirá allá abajo?
Herodías - ¿Dónde
abajo? ¿De qué estás hablando?
Herodes - ¡En
los calabozos! ¿Dónde va a ser?
Herodías - ¡Otra
vez lo mismo! ¡Sí, pues claro que se oye! ¿Y qué importa? ¿A qué le tienes
miedo? ¿A un profeta sarnoso? ¡Pues sí, lo oye, lo oye todo! ¡Y se muere de
envidia! ¡Profeta! ¿No quiso meterse en líos? ¡Pues ahora que las pague todas
juntas! ¡Que se pudra! ¡Que reviente!
Herodes - No
hables así, Herodías. Puede… puede traer mala suerte.
Herodías - La
única suerte sería que ese maldito profeta se muriera de una vez. ¡Estoy harta
de verte pensando en él continuamente! ¡No seas estúpido, Herodes, olvídate de
esa carroña o córtale el pescuezo, decídete!
Herodes - No
puedo, Herodías, no puedo… ¡no puedo!
Herodías, la amante de Herodes,
la que era mujer de Filipo, el hermano del rey, odiaba a Juan.(3) Lo odiaba
porque el profeta le echaba en cara a Herodes todos sus crímenes y hasta su
adulterio con ella.
Herodías - ¡Salomé!
¡Salomé! ¡Ven acá, preciosa!
Herodes - ¿Para
qué llamas ahora a esa hija tuya?
Herodías - Espérate,
no seas impaciente…
Salomé - Sí,
mamá…
Herodías - Salomé,
hija, el rey está preocupado. Y yo he pensado que sólo tú puedes espantar los
negros pensamientos que tiene en la cabeza.
Salomé - ¿Qué
quieres que haga, mamá?
Herodías - Baila.
Baila para él la danza de los siete velos. Ya sabes, uno a uno…
La música de la fiesta llegaba hasta los calabozos del
palacio…
Carcelero - Tú,
desdichado, ¿no oyes el jolgorio que se traen allá arriba? ¡Es la fiesta de
nuestro rey!
Bautista - De
tu rey, dirás. Yo no tengo nada con él.
Carcelero - Hay
mucha comida, vino del más caro, música… ¡Una francachela por todo lo alto!
Bautista - Déjalos.
Están engordando como los cerdos para el día de la matanza.
Carcelero - Ya
te lo he dicho, lengua larga. Por eso estás aquí trancado. Si cerraras el pico
de una vez, a lo mejor el rey te soltaba.
Bautista - Que
me suelte y gritaré más duro que antes.
Carcelero - Ay,
amigo, tú no tienes remedio. Escucha, yo soy un soldado bruto, pero la gente
como tú… Si supieras, yo admiro a los tipos valientes como tú.
Bautista - No
me sirve para nada esa admiración. Son palabras. Tú que puedes, ve y haz algo.
Háblales a tus compañeros, diles que ustedes son hermanos nuestros, que no
levanten la espada contra sus propios hermanos.
Carcelero - ¿Que
diga yo eso? ¡Ja! Pero, ¿qué quieres? ¿Que me corten la lengua?
Bautista - No
te atreves, ¿verdad? Pues mira, haz una cosa más fácil. Abre ese cerrojo y
déjame escapar a mí y yo les hablaré.
Carcelero - ¡Ja!
Peor me lo pones. Si te suelto, me cortan no la lengua sino la cabeza. No, no,
no me embarulles. Yo soy un soldado. Cumplo órdenes. Y la orden que me ha dado
mi jefe es vigilarte y tenerte a raya a ti.
Bautista - Las
órdenes de un hombre injusto no tienes por qué cumplirlas. Rebélate, compañero.
Carcelero - Pero,
¿qué dices? ¿Estás loco? Yo soy un soldado. Y para eso estamos nosotros, para
obedecer lo que nos manden. La ley es la ley.
Bautista - La
ley de Herodes es el crimen y el atropello. La ley de Dios es la libertad.(4)
Abre las rejas, deja salir a los presos. ¡Rebélate, compañero!
Mientras tanto, arriba, en el
gran salón del palacio, Salomé terminaba de bailar, encandilando a todos los
comensales. Y especialmente, al rey Herodes…
Herodes - ¡Muy
bien, Salomé, muchacha! ¡Qué bien meneas las piernas, pollita! ¡Ja, ja! Me has
hecho babear de gusto… Te mereces un buen regalo. ¡Ea, pídeme lo que quieras!
Brazaletes, sedas, oro, plata, perfumes… Te prometo que cualquier cosa que me
pidas, te la daré. ¡Te mereces la mitad de mi reino!
Entonces Herodías, que estaba
reclinada junto al rey, miró a Salomé y le guiñó un ojo. Todo estaba planeado
antes del baile.
Salomé - Mi
señor: falta un plato en esta mesa.
Herodes - ¿Cómo
dices? ¿Es que quieres comer más? No me gustaría que engordaras, muchacha.
¡Estás muy bien así como estás! ¡Ja, ja! ¿No lo creen ustedes? A ver, ¿qué
quieres? ¿Más salsa, pollos, una cabeza de cordero?
Salomé - No.
Quiero la cabeza del profeta Juan.
Herodes - ¿Cómo
has dicho?
Salomé - Que
me regales la cabeza del profeta. ¡Que me la traigan ahora mismo en un plato!
Herodes - Pero…
pero, ¿qué estás diciendo, Salomé?
Herodías - Lo
que has oído, Herodes.
Herodes - Esto
es una trampa. ¡Maldita! Yo no puedo hacer eso.
Herodías - Has
jurado delante de mucha gente, Herodes. Hay muchos testigos. ¿Es que el
tetrarca de Galilea tiene palabras que se lleva el viento?
En el salón se hizo un gran
silencio. Sólo lo rompía el tintinear de algunos vasos. Los borrachos no se
enteraban de lo que estaba pasando allí. A Herodes le temblaban los labios
cuando dio la orden.
Herodes - Aquiles,
ve abajo, al calabozo y… haz lo que ha pedido esta muchacha.
Aquiles, uno de los
guardaespaldas del rey, cumplió la orden recibida. Juan no dijo una palabra.
Sus ojos quedaron abiertos, como cuando allá en el río miraban al horizonte
esperando ver llegar al Mesías.
Cuando Matías y sus amigos lo
supieron, recogieron su cuerpo, curtido por el sol del desierto y por los
tormentos de la cárcel, y lo llevaron a enterrar. Todo Israel lloró al profeta
Juan, el que preparó los caminos del liberador de Israel.