[El poeta se refería a otra cosa. Yo aquí digo que temo que este escrito, “robado” de Internet, desaparezca de mi vista, y por eso no sólo aludo a él, poniendo el correspondiente enlace al blog de su autor, Michael Moore, sino que lo copio y lo pego en su integridad, amarrándolo a este lugar con todas las herramientas que blogger me suministra.
El domingo pasado homenajeé a dom Pedro leyendo ante mi gente su poema “Me llamarán subersivo”. Ayer volví a hacerlo, día de la Asunción, con su “Asunción”, aderezado con versos de su “Señora de la Muerte”. Hoy, y supongo que será lo último, me encuentro esto y no puedo dejarlo pasar delante de mí sin “apropiármelo”.
Pido todos los perdones que sean preceptivos, y “santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita…”
Gracias, Michael, es todo un placer leerte. Gracias, Pedro, ha sido mucho lo que me has dado desde que te descubrí ya ni me acuerdo cuándo. Gracias a tod@s vosotr@s, lector@s y visitant@s.
Pedro Casaldáliga llegó al final de su camino. El mío aún no. Ojalá ambos tengan la misma estación término.]
La última interpelación de Pedro Casaldáliga
16.08.2020 Michael Moore
Los adioses se van apagando lentamente en São Felix de Araguaia. Todo va volviendo a su ritmo “normal”, como canta ese otro gran poeta catalán -Joan Manuel Serrat- cuando se va terminando la “Fiesta”: “vuelve el pobre a su pobreza, / vuelve el rico a su riqueza / y el señor cura a sus misas”. Entonces, irrumpen a la memoria cuatro imágenes de los funerales que se me incrustaron en la retina del corazón y que, ojalá, lo sigan sacudiendo cuando él, perezoso, vuelva a adormecerse acunado por los ritos y los mitos que anestesian nuestra fe.
Te fuiste, pues, pero no sin antes dejarnos unas últimas interpelaciones. En vida fueron tus palabras y tus gestos; en tu muerte, algunas imágenes que quedaron congeladas en cuatro fotografías (de las decenas que con templamos en estos días): tus manos, tus pies, una canoa y una tumba perdida en medio de un cementerio (de) olvidado(s).
Tus manos…
“Mis manos, esas manos y Tus manos / hacemos este Gesto, compartida / la mesa y el destino, como hermanos”, comienza rezando uno de tus sonetos más conocidos. Es el gesto de partirse y repartirse entre y con manos del pueblo, desde el cual definías tu identidad, eucaristizando: “Si ofrezco el Pan y el Vino en mis altares / sobre un mantel de manos populares... / Sabed: del Pueblo vengo, al Reino voy”.
Tus manos, ahora más blancas, ya descansando, vestidas sólo con aquel anillo negro de no-oro, signo de tu desposorio e identificación con los olvidados de la Amazonia. Apoyadas sobre una estola colorinche: Pedro, insolente hasta en la muerte: ¡eso no respeta los precisos colores litúrgicos!
Como a tu “María del barrio”: “El Nilo gastará, día tras día, la piel y la hermosura de tus manos anónimas”, el Araguaia había desgastado las tuyas. Y también las habría lavado al regresar de la cotidiana tarea de desclavar crucificados porque, como a María, en “Mujer de cada día”: “te sangran las manos, en silencio, / y te huelen las manos a lejía de yerbas”.
Manos trabajadoras que, siempre unidas a otras manos, lucharon por la utopía de “la tierra sin males” (y sin malos): “Creo en la internacional / de las frentes levantadas, / de la voz de igual a igual / y las manos enlazadas...”. Ante tanto latifundio blasfemo, el derecho al pedazo de tierra de tus despojados fue una de tus primeras y constantes “causas”. Imitando a la familia pobre de Nazaret (en “María campesina”): “El pedazo de tierra que teníais, detrás de aquel otero por donde entraba el sol, / lo trabajaban juntas tus manos y Sus Manos.” Aunque parido por el trabajo de unos pocos, tu sueño era el del Reino jesuánico, donde habrá lugar para todos, como declarabas en “Señora de la ciudad”: “Y en esta misma patria de márgenes flotantes, / sin casa permanente, / queremos levantar con nuestras manos, / ¡con el cemento vivo de nuestra propia sangre!,/ una nueva ciudad, a cielo abierto, / con muchas zonas verdes de gozo redimido, / donde quepamos todos, sin reservas de tribu en la mirada...” Gracias, Pedro, por soñarnos e invitarnos a todos, por apostar y rescatar nuestros ojos miopes y mezquinos: “porque no acepto esa mirada fría / y creo en el rescoldo que ella esconde”.
Manos esperanzadas que construían y luego reconstruían lo que otros destruían; manos que se sabían sostenidas por las de un Otro: “Tus manos en cruz, tendidas / hacia las manos del Mundo”. Y por eso, en medio de tantas noches, como María en “Niña del sí”: “Creías con los ojos y con las manos mismas, y hasta a golpes de aliento / tropezaba tu fe con la Presencia en carne cotidiana. / Tú aceptabas a Dios en su miseria, conocida al detalle, día a día”. Manos que se sabían interpeladas por las de quienes “morían antes de tiempo” (J. Sobrino), confiando e invitando a confiar que los verdugos no tendrían la última palabra: “Nuestros caídos mueren / con la Esperanza en flor entre las manos”.
Pediste, finalmente: “Dejadme hacer acopio de ternura: / ¡tengo la vida, entera, entre las manos!”. Y, efectivamente, viviste y moriste “con la ternura al borde de las manos...”
Tus pies…
Tus pies, que ya si siquiera calzan aquellas ojotas gastadas. Desnudos y llagados… como los de aquel otro Crucificado. Tus pies, que parecen conservar algo del polvo de los senderos recorridos, Pedro encarnado en estas tierras, a imitación del Verbo mayor: “Sus manos y Sus pies de tierra llenos, / rostro de carne y sol del Escondido, / ¡versión de Dios en pequeñez humana!”. Pedro, versión de Dios en pequeñez catalana, siempre caminando porque “Los hombres que vuelan alto / tiene gran poder de síntesis, / desde las nubes distantes. /Pero quien camina a pie / analiza cada paso / y sintetiza en sus ojos / esta piedra, / aquella flor, / los ojos de cada hermano”. Caminando, analizaste y sintetizaste, poetizaste y profetizaste, anunciaste y denunciaste. Y aconsejaste: “No te avergüences nunca / de proclamar Su Nombre, / deletreado en actos. / (…) Comulga su Espíritu en la hostia. / en el silencio de los pobres / y en el grito de los muertos. / Abrázalo en toda carne humana. / y espera Su Regreso, seguro, imprevisible, / con tus pies ahincados en nuestro cada día”. Porque Lo esperaste con los pies bien anclados en la historia, abrazando a todo crucificado, le fue fácil encontrarte, en Su Regreso, al Resucitado.
Viviste desde la “honradez con lo real” (J. Sobrino) porque sabías que no se Lo puede encontrar fuera de esta vida concreta. En todo caso, “Lo malo no será / perder el tren de la Historia, / sino perder el Dios vivo / que viaja en ese tren”. Y por eso pedías en tu “Oración final a Santa María de nuestra liberación”: “Enséñanos a leer la Historia / -leyendo a Dios, leyendo al hombre- / como la intuía tu fe, / bajo el bochorno de Israel oprimido, / frente a los alardes del Imperio Romano”.
Y lo habías enseñado a modo de pedagogía itinerante, porque “Vivir es ir poniendo / el corazón y un pie detrás del otro / sobre el camino que se vaya abriendo”. Para ti, desde Balsareny hasta São Felix. Tocando tierra de dolor y discerniendo proféticamente los pasos a dar: “Piensa también / con los pies / sobre el camino / cansado / por tantos pies caminantes”. Cabeza, corazón, y pies mancomunadamente, porque tu respuesta de fe fue total. Queda flotando como un desafío a nuestro caminar para poder seguir las huellas de esos pies ahora ausentes, tu pregunta: “Si el Señor es Pan y Vino / y el Camino por do andáis, / si al andar se hace camino / ¿qué caminos esperáis?” Y, a la par, tu palabra de “encorajamento”: “Sólo quien da el primer paso / consigue andar el camino / ganado con muchos pasos”.
Una barca...
Y tu diminuta humanidad -¡tan humana!- sobre una pequeña barca como féretro. Bien contento estarás de tu “Canoa”, a la que loaste: “Simplicidad perfecta. / Juego de niños grandes. / Réplica fiel de pájaros y peces. / ¡El más bello vehículo que labraron los hombres! / Tallado, a pie y a hacha, / por el arte supremo de los indios. / Pura estabilidad, / sin peso y sin medida, / sólo a merced del remo, del viento y la mirada...” Allí acomodaron tu cuerpo inerme, también él ya “sin peso ni medida”, para que eche a andar sobre el Araguaia, río abajo, cielo adentro. Manrique dijo “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir”; dom Pedro concretó: “Los ríos son este río: / ¡mi vida es este Araguaia! / (…) Y, de pronto, el latido de madera, / frágil, de una canoa / Y las nubes, encima, / cansadas y fecundas”.
Ya resbala sobre el agua “El bote emborrachado o hecho cuna / de todos los bagajes; del cansancio;/ del silencio prudente”; cuna ahora de recién re-nacido que se abre paso por entre medio de una Amazonia que llora mientras aplaude a tu paso: “El sol, como un testigo mayor, pondrá su lacre / sobre mi cuerpo doblemente ungido. / Y los ríos y el mar / se harán camino / de todos mis deseos / mientras la selva amada sacudirá sus cúpulas, de júbilo”.
Ahí va dom Pedro: “Recostado en el mástil del crucero / me columpian el barco y la esperanza. / Mis sandalias enfilan, descalzas, en la proa, / no sé qué singladuras”. No te preocupes, hermano, si tú lo ignoras hay quien lo sabe, puesto que en tu canoa vas bien acompañado… por “La prostituta”: “Como un dolor pasado de paciencia, / ella es morena oscura (…) /Ella se sienta en el bordillo, ausente. / Viene, a la hora de comer, a popa; / le doy un vaso de agua; / y se vuelve, discreta. /María Magdalena, en el barco de Pedro, / se sentaba a los ojos del Señor, / y el Señor la miraba”. Ella te conduce hacia el Abrazo definitivo de aquel “En Quien soy, a Quien llamo, a Quien vamos, en Quien espero a gritos. / ¡A Quien, viviendo simplemente, amo! / ...Y el río tierra abajo, tarde adentro. / Y el barco río arriba...”
Se desliza la canoa, “Mientras el río cruje y se estremece / y repliega su piel y la acostumbra…” Por el Araguaia llegaste, por el Araguaia te vas, sin hace ruido, sin incienso y sin réquiem solemnes.
Una tumba…
“Pedro descansa donde siempre soñó, a la orilla del Araguaia, entre un peón y una prostituta” (L.M. Modino). Un puñado de tierra y una cruz de palo -"¡y mais nada!"-en el cementerio de los olvidados, de tantos sin-nombre, de tantos aplastados. “No tener nada. / No llevar nada. / No poder nada. / No pedir nada…” Una tumba en tierra prestada para el profeta de São Feliz como también la tuvo el de Nazaret. Una fosa al costado del río, al costado del centro, al costado de la historia. Así en la vida como en la muerte, porque “Después del Viernes Santo, / Jerusalén es margen y camino, / fuera de las murallas. / Fuera de la Ciudad, / en el velo del Viento / Dios esconde y revela / su mirada de hombre”.
Aunque ignores sus nombres por no sabidos, o por no tenidos (¡tantos NN!), ya estás convocando para tu último viaje a todos los que te rodean y abrazan bajo tierra: karajás, xavantes, quilombolas y empobrecidos varios. “No sé los nombres de todos, / pero me aprendo sus ojos, / y por sus ojos los llamo”. Y te vas, en tu silenciosa canoa, bien acompañado por todos ellos, río arriba, cielo adentro. “La angustia y la ternura / me abrirán, como remos, / las aguas de la muerte”. Y las puertas del cielo te las abrirá, adelantándose un poco -como marca el estricto protocolo del evangelio (cf Mt 21,31)-, la prostituta, tu compañera de viaje(s). A ella, “una cruz de oro falso le cuelga sobre el pecho, / sobre las fuertes lilas del vestido”; a ti, finalmente libre y despojado, sólo te cuelga de las manos el “corazón lleno de nombres” (no creo que te exijan que cubras tu desnudez endosando alguna sotana para poder entrar al Reino de los Cielos).
***
“Esta es nuestra alternativa:/ vivos / o resucitados”, sentenciaste. Tú ya vives resucitado; nosotros, a veces, vivimos. Y ahora que “vuelve el pobre a su pobreza, / vuelve el rico a su riqueza / y el señor cura a sus misas”, si no podemos evitar la tentación de hacer de esas cuatro impactantes fotos otros tantos posters para colgar en nuestros salones, ojalá que, al menos, no cerremos la escucha a tu palabra que desde esos cuatro ángulos nos seguirá interpelando:“Servir bajo el día a día.
Creer contra la evidencia.
Decir siempre una palabra
última de lucha,
para caer luego de rodillas
en silencio”.