¡25!

 




Sobran las palabras cuando mandan números. Y ese es el límite al que he de atenerme frente al virus SARS-CoV-2, según lo han dispuesto las autoridades político/sanitarias de esta comunidad autonómica.

Es bobada preguntarme cómo he(mos) llegado a esto, y ni siquiera me molesto en criticar esta decisión, que tal parece que soy, por usuario de templos, quien corro (debo correr) con el gasto de propagar esta peste entre la población.

Se trata de una situación absurda, no prevista ni siquiera en los tebeos de ciencia ficción de mi niñez, que tengo que sufrir y además de defender también hacer cumplir. Ya es desgracia.

Es lo que tiene la ley: la acatas y te haces responsable de su observancia.

Lo fácil es aquello que dijo no sé quién: “Que se pare el mundo que me quiero bajar”.  Alguien ya lo ha hecho y ha dado el cerrojazo, antes de empezar a contar y contener, me quedo en casa y la llave en mi bolsillo.

Si actuáramos así no digo todas, siquiera una mayoría, pararíamos el mundo de verdad y lo dejaríamos abandonado a su suerte, que es precisamente el peor virus.

Va para seis meses que llevo poniendo carteles y tomando medidas para hacer posible la vida de mi parroquia entre tanta normativa como se ha venido promulgando desde mediados de marzo, y estoy bastante agotado, disgustado, desmotivado… Esto no sólo no mejora, tampoco logra en muchas personas entrar en responsabilidad y sobre todo en solidaridad.

Al principio nos decíamos “de esta situación saldremos mejores”. Lo creí entonces. Ahora no.

El otro día vi en la fachada de la iglesia de los franciscanos, San Antonio de Padua, en la que reside la parroquia de la Inmaculada, un cartel con un 25 escrito a “tamaño natural”. En la catedral no lo hay, pero es lo mismo porque rige igual. En mi parroquia ya lo tengo puesto; me obligan a cumplirlo y hacerlo cumplir.

Se trata de comprobar el grado de aceptación de mi persona y de hasta qué punto se me va a poner a prueba…

 

Todo pasa, todo queda, pero lo nuestro es pasar…


[El poeta se refería a otra cosa. Yo aquí digo que temo que este escrito, “robado” de Internet, desaparezca de mi vista, y por eso no sólo aludo a él, poniendo el correspondiente enlace al blog de su autor, Michael Moore, sino que lo copio y lo pego en su integridad, amarrándolo a este lugar con todas las herramientas que blogger me suministra.

El domingo pasado homenajeé a dom Pedro leyendo ante mi gente su poema “Me llamarán subersivo”. Ayer volví a hacerlo, día de la Asunción, con su “Asunción”, aderezado con versos de su “Señora de la Muerte”. Hoy, y supongo que será lo último, me encuentro esto y no puedo dejarlo pasar delante de mí sin “apropiármelo”.

Pido todos los perdones que sean preceptivos, y “santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita…”

Gracias, Michael, es todo un placer leerte. Gracias, Pedro, ha sido mucho lo que me has dado desde que te descubrí ya ni me acuerdo cuándo. Gracias a tod@s vosotr@s, lector@s y visitant@s.

Pedro Casaldáliga llegó al final de su camino. El mío aún no. Ojalá ambos tengan la misma estación término.]




Michael Moore: "La última interpelación de Pedro Casaldáliga"





La última interpelación de Pedro Casaldáliga


16.08.2020 Michael Moore

Los adioses se van apagando lentamente en São Felix de Araguaia. Todo va volviendo a su ritmo “normal”, como canta ese otro gran poeta catalán -Joan Manuel Serrat- cuando se va terminando la “Fiesta”: “vuelve el pobre a su pobreza, / vuelve el rico a su riqueza / y el señor cura a sus misas”. Entonces, irrumpen a la memoria cuatro imágenes de los funerales que se me incrustaron en la retina del corazón y que, ojalá, lo sigan sacudiendo cuando él, perezoso, vuelva a adormecerse acunado por los ritos y los mitos que anestesian nuestra fe.

Te fuiste, pues, pero no sin antes dejarnos unas últimas interpelaciones. En vida fueron tus palabras y tus gestos; en tu muerte, algunas imágenes que quedaron congeladas en cuatro fotografías (de las decenas que con templamos en estos días): tus manos, tus pies, una canoa y una tumba perdida en medio de un cementerio (de) olvidado(s).

Tus manos…




“Mis manos, esas manos y Tus manos / hacemos este Gesto, compartida / la mesa y el destino, como hermanos”, comienza rezando uno de tus sonetos más conocidos. Es el gesto de partirse y repartirse entre y con manos del pueblo, desde el cual definías tu identidad, eucaristizando: “Si ofrezco el Pan y el Vino en mis altares / sobre un mantel de manos populares... / Sabed: del Pueblo vengo, al Reino voy”.

Tus manos, ahora más blancas, ya descansando, vestidas sólo con aquel anillo negro de no-oro, signo de tu desposorio e identificación con los olvidados de la Amazonia. Apoyadas sobre una estola colorinche: Pedro, insolente hasta en la muerte: ¡eso no respeta los precisos colores litúrgicos!

Como a tu “María del barrio”: “El Nilo gastará, día tras día, la piel y la hermosura de tus manos anónimas”, el Araguaia había desgastado las tuyas. Y también las habría lavado al regresar de la cotidiana tarea de desclavar crucificados porque, como a María, en “Mujer de cada día”: “te sangran las manos, en silencio, / y te huelen las manos a lejía de yerbas”.

Manos trabajadoras que, siempre unidas a otras manos, lucharon por la utopía de “la tierra sin males” (y sin malos): “Creo en la internacional / de las frentes levantadas, / de la voz de igual a igual / y las manos enlazadas...”. Ante tanto latifundio blasfemo, el derecho al pedazo de tierra de tus despojados fue una de tus primeras y constantes “causas”. Imitando a la familia pobre de Nazaret (en “María campesina”): “El pedazo de tierra que teníais, detrás de aquel otero por donde entraba el sol, / lo trabajaban juntas tus manos y Sus Manos.” Aunque parido por el trabajo de unos pocos, tu sueño era el del Reino jesuánico, donde habrá lugar para todos, como declarabas en “Señora de la ciudad”: “Y en esta misma patria de márgenes flotantes, / sin casa permanente, / queremos levantar con nuestras manos, / ¡con el cemento vivo de nuestra propia sangre!,/ una nueva ciudad, a cielo abierto, / con muchas zonas verdes de gozo redimido, / donde quepamos todos, sin reservas de tribu en la mirada...” Gracias, Pedro, por soñarnos e invitarnos a todos, por apostar y rescatar nuestros ojos miopes y mezquinos: “porque no acepto esa mirada fría / y creo en el rescoldo que ella esconde”.

Manos esperanzadas que construían y luego reconstruían lo que otros destruían; manos que se sabían sostenidas por las de un Otro: “Tus manos en cruz, tendidas / hacia las manos del Mundo”. Y por eso, en medio de tantas noches, como María en “Niña del sí”: “Creías con los ojos y con las manos mismas, y hasta a golpes de aliento / tropezaba tu fe con la Presencia en carne cotidiana. / Tú aceptabas a Dios en su miseria, conocida al detalle, día a día”. Manos que se sabían interpeladas por las de quienes “morían antes de tiempo” (J. Sobrino), confiando e invitando a confiar que los verdugos no tendrían la última palabra: “Nuestros caídos mueren / con la Esperanza en flor entre las manos”.

Pediste, finalmente: “Dejadme hacer acopio de ternura: / ¡tengo la vida, entera, entre las manos!”. Y, efectivamente, viviste y moriste “con la ternura al borde de las manos...”


Tus pies…





Tus pies, que ya si siquiera calzan aquellas ojotas gastadas. Desnudos y llagados… como los de aquel otro Crucificado. Tus pies, que parecen conservar algo del polvo de los senderos recorridos, Pedro encarnado en estas tierras, a imitación del Verbo mayor: “Sus manos y Sus pies de tierra llenos, / rostro de carne y sol del Escondido, / ¡versión de Dios en pequeñez humana!”. Pedro, versión de Dios en pequeñez catalana, siempre caminando porque “Los hombres que vuelan alto / tiene gran poder de síntesis, / desde las nubes distantes. /Pero quien camina a pie / analiza cada paso / y sintetiza en sus ojos / esta piedra, / aquella flor, / los ojos de cada hermano”. Caminando, analizaste y sintetizaste, poetizaste y profetizaste, anunciaste y denunciaste. Y aconsejaste: “No te avergüences nunca / de proclamar Su Nombre, / deletreado en actos. / (…) Comulga su Espíritu en la hostia. / en el silencio de los pobres / y en el grito de los muertos. / Abrázalo en toda carne humana. / y espera Su Regreso, seguro, imprevisible, / con tus pies ahincados en nuestro cada día”. Porque Lo esperaste con los pies bien anclados en la historia, abrazando a todo crucificado, le fue fácil encontrarte, en Su Regreso, al Resucitado.

Viviste desde la “honradez con lo real” (J. Sobrino) porque sabías que no se Lo puede encontrar fuera de esta vida concreta. En todo caso, “Lo malo no será / perder el tren de la Historia, / sino perder el Dios vivo / que viaja en ese tren”. Y por eso pedías en tu “Oración final a Santa María de nuestra liberación”: “Enséñanos a leer la Historia / -leyendo a Dios, leyendo al hombre- / como la intuía tu fe, / bajo el bochorno de Israel oprimido, / frente a los alardes del Imperio Romano”.

Y lo habías enseñado a modo de pedagogía itinerante, porque “Vivir es ir poniendo / el corazón y un pie detrás del otro / sobre el camino que se vaya abriendo”. Para ti, desde Balsareny hasta São Felix. Tocando tierra de dolor y discerniendo proféticamente los pasos a dar: “Piensa también / con los pies / sobre el camino / cansado / por tantos pies caminantes”. Cabeza, corazón, y pies mancomunadamente, porque tu respuesta de fe fue total. Queda flotando como un desafío a nuestro caminar para poder seguir las huellas de esos pies ahora ausentes, tu pregunta: “Si el Señor es Pan y Vino / y el Camino por do andáis, / si al andar se hace camino / ¿qué caminos esperáis?” Y, a la par, tu palabra de “encorajamento”: “Sólo quien da el primer paso / consigue andar el camino / ganado con muchos pasos”.


Una barca...





Y tu diminuta humanidad -¡tan humana!- sobre una pequeña barca como féretro. Bien contento estarás de tu “Canoa”, a la que loaste: “Simplicidad perfecta. / Juego de niños grandes. / Réplica fiel de pájaros y peces. / ¡El más bello vehículo que labraron los hombres! / Tallado, a pie y a hacha, / por el arte supremo de los indios. / Pura estabilidad, / sin peso y sin medida, / sólo a merced del remo, del viento y la mirada...” Allí acomodaron tu cuerpo inerme, también él ya “sin peso ni medida”, para que eche a andar sobre el Araguaia, río abajo, cielo adentro. Manrique dijo “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir”; dom Pedro concretó: “Los ríos son este río: / ¡mi vida es este Araguaia! / (…) Y, de pronto, el latido de madera, / frágil, de una canoa / Y las nubes, encima, / cansadas y fecundas”.

Ya resbala sobre el agua “El bote emborrachado o hecho cuna / de todos los bagajes; del cansancio;/ del silencio prudente”; cuna ahora de recién re-nacido que se abre paso por entre medio de una Amazonia que llora mientras aplaude a tu paso: “El sol, como un testigo mayor, pondrá su lacre / sobre mi cuerpo doblemente ungido. / Y los ríos y el mar / se harán camino / de todos mis deseos / mientras la selva amada sacudirá sus cúpulas, de júbilo”.

Ahí va dom Pedro: “Recostado en el mástil del crucero / me columpian el barco y la esperanza. / Mis sandalias enfilan, descalzas, en la proa, / no sé qué singladuras”. No te preocupes, hermano, si tú lo ignoras hay quien lo sabe, puesto que en tu canoa vas bien acompañado… por “La prostituta”: “Como un dolor pasado de paciencia, / ella es morena oscura (…) /Ella se sienta en el bordillo, ausente. / Viene, a la hora de comer, a popa; / le doy un vaso de agua; / y se vuelve, discreta. /María Magdalena, en el barco de Pedro, / se sentaba a los ojos del Señor, / y el Señor la miraba”. Ella te conduce hacia el Abrazo definitivo de aquel “En Quien soy, a Quien llamo, a Quien vamos, en Quien espero a gritos. / ¡A Quien, viviendo simplemente, amo! / ...Y el río tierra abajo, tarde adentro. / Y el barco río arriba...”

Se desliza la canoa, “Mientras el río cruje y se estremece / y repliega su piel y la acostumbra…” Por el Araguaia llegaste, por el Araguaia te vas, sin hace ruido, sin incienso y sin réquiem solemnes.


Una tumba…






“Pedro descansa donde siempre soñó, a la orilla del Araguaia, entre un peón y una prostituta” (L.M. Modino). Un puñado de tierra y una cruz de palo -"¡y mais nada!"-en el cementerio de los olvidados, de tantos sin-nombre, de tantos aplastados. “No tener nada. / No llevar nada. / No poder nada. / No pedir nada…” Una tumba en tierra prestada para el profeta de São Feliz como también la tuvo el de Nazaret. Una fosa al costado del río, al costado del centro, al costado de la historia. Así en la vida como en la muerte, porque “Después del Viernes Santo, / Jerusalén es margen y camino, / fuera de las murallas. / Fuera de la Ciudad, / en el velo del Viento / Dios esconde y revela / su mirada de hombre”.

Aunque ignores sus nombres por no sabidos, o por no tenidos (¡tantos NN!), ya estás convocando para tu último viaje a todos los que te rodean y abrazan bajo tierra: karajás, xavantes, quilombolas y empobrecidos varios. “No sé los nombres de todos, / pero me aprendo sus ojos, / y por sus ojos los llamo”. Y te vas, en tu silenciosa canoa, bien acompañado por todos ellos, río arriba, cielo adentro. “La angustia y la ternura / me abrirán, como remos, / las aguas de la muerte”. Y las puertas del cielo te las abrirá, adelantándose un poco -como marca el estricto protocolo del evangelio (cf Mt 21,31)-, la prostituta, tu compañera de viaje(s). A ella, “una cruz de oro falso le cuelga sobre el pecho, / sobre las fuertes lilas del vestido”; a ti, finalmente libre y despojado, sólo te cuelga de las manos el “corazón lleno de nombres” (no creo que te exijan que cubras tu desnudez endosando alguna sotana para poder entrar al Reino de los Cielos).

***

“Esta es nuestra alternativa:/ vivos / o resucitados”, sentenciaste. Tú ya vives resucitado; nosotros, a veces, vivimos. Y ahora que “vuelve el pobre a su pobreza, / vuelve el rico a su riqueza / y el señor cura a sus misas”, si no podemos evitar la tentación de hacer de esas cuatro impactantes fotos otros tantos posters para colgar en nuestros salones, ojalá que, al menos, no cerremos la escucha a tu palabra que desde esos cuatro ángulos nos seguirá interpelando:“Servir bajo el día a día.

Creer contra la evidencia. 
           Decir siempre una palabra
        última de lucha,
                                para caer luego de rodillas
                    en silencio”.

Me llamarán subversivo

Imagen 
 

 

Canción de la hoz y el haz

 

 

Con un callo por anillo,

monseñor cortaba arroz.

¿Monseñor “martillo

y hoz”?

 

Me llamarán subversivo.

Y yo les diré: lo soy.

Por mi pueblo en lucha, vivo.

Con mi pueblo en marcha, voy.

 

Tengo fe de guerrillero

y amor de revolución.

Y entre Evangelio y canción

sufro y digo lo que quiero.

Si escandalizo, primero

quemé el propio corazón

al fuego de esta Pasión,

cruz de Su mismo Madero.

 

Incito a la subversión

contra el Poder y el Dinero.

Quiero subvertir la Ley

que pervierte al Pueblo en grey

y al Gobierno en carnicero.

(Mi pastor se hizo Cordero.

Servidor se hizo mi Rey).

Creo en la Internacional

de las frentes levantadas,

de la voz de igual a igual

y las manos enlazadas…

 

Y llamo al Orden de mal,

y al Progreso de mentira.

Tengo menos Paz que ira.

Tengo más amor que paz.

 

…!Creo en la hoz y el haz

de estas espigas caídas:

una Muerte y tantas vidas!

!Creo en esta hoz que avanza

— bajo este sol sin disfraz

y en la común Esperanza —

tan encurvada y tenaz!

¡Pedro Casaldáliga vive!

 


No deseaba escribir, no quería hablar, tampoco me apetecía pensar… la muerte de Casaldáliga me ha llegado esperándola, casi pidiéndola que se apresurase. Una agonía como la suya, de más de veinte años, es demasiado larga para soportarla incluso a través de medio mundo.

Mucho mayor que yo, superándome en todo más de lo que indican esos veinte años del calendario que me llevaba de ventaja, ha sido sin embargo compañero mío de viaje desde que se publicó su “¡Yo creo en la justicia y en la esperanza!” en 1975.

Ahora dicen de él muchas personas. Sabios y eruditos que le conocieron y trataron. Creyentes y luchadores que compartieron afanes y esperanzas. Incluso quienes ven la ocasión propicia de apuntarse algún tanto en propio beneficio lanzando alguna loa…

Es curioso que ahora sólo recuerdo de él una plegaria a María y unas confesiones sobre la muerte. La oración mariana se titula “Señora de la muerte” y dice cosas como

“¡… Tú sabes qué es la Muerte, como nadie en el mundo lo ha sabido!
Tú conoces las muertes, una a una, como las caras mismas de tus hijos pequeños,
y las llamas, segura, por su nombre.
Junto al Cuerpo de Cristo, recostado en tu seno por la Muerte vencida, aquella tarde
todas las muertes de los hombres, juntas, descansaron su grito en tu regazo…

Y en cuanto a sus confesiones, son unas palabras que le sirven de justificación para su credo de Esperanza:

“Puedo decir que la muerte se ha hecho una sombra permanentemente proyectada delante de mi vida. Vivir dialogando con la Muerte no deja de ser una gracia… cuando se cree.

Lo que más me ha sobrecogido siempre en la muerte es su condición de «entrada en la Eternidad», de salto en el vacío. Después de eso, su característica de aventura humana en singular: cada hombre muere a solas.

¿Temo morir? Sé que no he huido de la muerte; quizás porque no podía huirla. Dije que la he venido pidiendo; como martirio, eso sí: tal vez para poder torearla más gloriosamente, porque es menos proceso fatal una muerte «matada» —como decimos aquí— que una muerte «morrida» como un deportivo supremo acto vital. (Quizás porque sea carisma de uno. Se tienen carismas para vivir; ¿no se podrán tener carismas para morir?)

En todo caso, estoy confesando mi Fe con todas sus idiosincrasias.

Ya en España, canté un día esta Profecía extrema que años más tarde ratifiqué, corregida y aumentada, con bastante verosimilitud, aquí, en este conflictivo Mato Grosso, donde no es tan extraordinario como eso morir matado. (Anoche fui a atender a un herido grave, de bala, policía militar, y entraron delante de mí un sargento de Aeronáutica y con él dos matones, él con la pistola en la mano y preguntando por un nuevo candidato a otro tiro; mezclados el cura y los pistoleros, las balas y el óleo, las enfermeras, los enfermos y los curiosos, en el corredor del hospital…)

Profecía extrema, ratificada

Yo moriré de pie como los árboles.
Me matarán de pie.

El sol, como un testigo mayor, pondrá su lacre
sobre mi cuerpo doblemente ungido.

Y los ríos y el mar
se harán camino
de todos mis deseos
mientras la selva amada sacudirá sus cúpulas de júbilo.

Yo diré a mis palabras:
—No mentía gritándoos.
Dios dirá a mis amigos:
—Certifico
que vivió con vosotros esperando este día.

De golpe, con la muerte,
se hará verdad mi vida.
¡Por fin habré amado!”

Puedo decir y digo que a Pedro Casaldáliga le mataron muchas veces, como canta Víctor Jara, “por levantarles la voz”. Pero sólo ha muerto cuando el buen Dios ha considerado suficientemente publicitado su grito esperanzado,

“con todos los que creen, con todos los que luchan, con Juan y con la Esposa, yo grito la más cierta palabra que se haya escrito en este Reino de la Muerte y de la Esperanza: «¡Ven, Señor Jesús!»”.

¡Dónde voy yo con esto!


El patio de mi casa es particular, cuando llueve se moja como los demás. Pero además le crece la hierba. Y está bien, o no, según. Quiero decir que debe ser el único de toda esta zona que está en tierra, de modo que cuando está mojado hay barro, y cuando está seco, polvo. Eso es lo que no está nada bien. Ni el barro ni el polvo.

La hierba es el tercer elemento de mi patio. Sólo crece cuando hay tierra, aunque sea tan poca como la que cabe en las junturas de las baldosas de las aceras, o en las grietas del firme de las calzadas.

La hierba es bonita cuando está cuidada, pero es un incordio cuando hay que regarla, segarla, acariciarla…

La hierba de mi patio es más bien broza, casi rayando en maleza. Por eso la tengo a raya desde los principios. Y ¿cómo se la mantiene a raya? No regándola es la primera manera; si no se alimenta, no crece. Pero claro, las nubes también están ahí, y de vez en cuando descargan. Ese agua es bendición para las plantas… y también para las hierbas.

Este año ha llovido bastante, y la maleza de mi patio ha crecido lo que le ha parecido, o sea, hasta arriba del todo.

Normalmente para este problema tengo yo una solución, que es la segunda manera de mantenerla a raya: cortarla. Durante años, más bien décadas, me valí de una hoz, vieja y herrumbrosa, que para el efecto cumplía.

Los años fueron pasando, y también sobre mí. Llegó un momento en que dije, se acabó, ya no me agacho más. Y fui y me compré por 20€ una máquina de fabricación china que a trancas y barrancas iba sometiendo a la invasora hasta dejarla de muy pocos centímetros sobre el nivel del suelo. Ni cuento las paradas por calentamiento, averías y substitución del hilo, porque sería una historia sin sustancia ni interés. Sólo digo que fueron seis años de diálogo de tontos: con eso no puedes hacerlo, se te va a quemar, ese cacharro no sirve para eso, así aguantas muy poco, etc. Al fin, claro, se rompió.

Fui a por otra máquina similar. No era igual, sino parecida. Se quemó en media hora. Me dieron otra, pero avisándome, necesitas una desbrozadora, no una recortadora de bordes…

Lo pensé esa noche, antes de iniciar la nueva. Por la mañana ya tenía la desbrozadora que tanto me habían insistido yo necesitaba.

Aquí está.


El caso es que ahora que miro mi patio, con la hierba seca porque es julio, y miro a la máquina, con el depósito lleno de gasolina, me pregunto si no habré pretendido matar pulgas a cañonazos.

¿Deshaciendo el lío?




La necesidad obliga, la conveniencia aconseja. Y si la obligación no admite contemplaciones, lo que convenga es discutible y resulta interesante.
Este virus nos ha recluido en el más duro confinamiento que la historia recuerda. Han sido unos meses de perplejidad e impotencia, que nos ha incapacitado para llevar la vida que siempre hemos conocido. La práctica totalidad de la población ha observado escrupulosamente las indicaciones de la autoridad y mal que bien hemos ido salvando la gravísima situación en que esta pandemia nos metió allá por el mes de marzo. Ahora, en junio, empezamos a ver un poquito de luz al otro extremo del túnel. O ¿sólo son figuraciones?
El caso es que tras los primeros momentos de incertidumbre y agobio, en los que no supimos desenvolvernos con un mínimo de soltura, fuimos poco a poco reorganizándonos en todos los aspectos y órdenes de la vida personal y comunitaria.
No sé cómo, en el primer día de encerrona se me ocurrió unir a un grupo variado de personas de la parroquia a través de WhatsApp, con el fin de romper el aislamiento. Fue un acierto. Supongo que en aquellos días surgiría una pléyade de colectivos similares, desde la familia, la vecindad, el trabajo, las aficiones y un sinfín más. Me consta que en parroquias rurales también se establecieron conexiones a través de las redes sociales. Ha sido todo un descubrimiento.
Tras unas semanas de intercambio de saludos, reenviados y comentarios del más variado espectro, en el chat “Guadalupe liando en casa” iniciado en la tarde del domingo 15 de marzo, a las 20:35, se empezó a hablar de la conveniencia de emitir de alguna manera las celebraciones litúrgicas paralizadas y que iban a reanudarse a puerta cerrada (aunque aquí se mantuvo abierta) con motivo de la semana santa. Fue así como surgió @guadalupeliandoencasa, de Instagram que, tras setenta días emitiendo en directo, cede el puesto a “Emisión en directo de la Parroquia Nuestra Señora de Guadalupe, de Valladolid –Youtube”, cuyas transmisiones de prueba han superado con éxito las expectativas iniciales. La webcam y el ordenador toma el relevo del móvil. Pero éste deja un resultado que será difícil superar por muchos medios materiales que se añadan. 

Decididamente han venido para quedarse, que diría el otro. No son el ideal. No lo son. La tele de siempre con El día del Señor es, era y será, una alternativa para muchas personas confinadas e imposibilitadas de acercarse a los templos. Estos medios de comunicación que cada quien organiza, algunos como yo en plan artesanal y en cierta manera chapucera, no. No son una alternativa. Y es más, espero que nunca lo sean.
Pero eso sí, no queda otra. Habrá que ir desliando lo que hemos confinado en casa para que sea el lío que hay que poner en el medio de este mundo desvencijado y desnortado por mor de un maldito bichito al que entre todos hemos dado alas y campa a sus anchas por todo el universo conocido. Y ese lío tan necesario requiere romper el aislamiento, superar los miedos irracionales, y, con prudencia y cabeza, detectar cuanto favorece esta situación demencial y erradicarlo/transformarlo, recolocar las cosas necesarias en su lugar correspondiente y empezar a respirar con libertad los nuevos aires de una normalidad que empecemos entre todos a crear.

Nosotros, yo incluido, de momento seguimos improvisando dando pasos adelante.

Cumpliendo la palabra dada


Para eso no hacen falta palabras. Basta con imágenes. Y ya que las tengo, las pongo.
Como los toros bravos al salir de los chiqueros, así hemos salido nosotros tras este riguroso confinamiento.
En fila india, y con modales.

















Le había prometido a Gumi, y de paso también a Luna y Tano, que el primer día que nos dejaran salir al campo, iba a poder correr el libertad sin límite de tiempo.
Yo he cumplido. Él también, y ha vuelto justo a tiempo de poder volver a casa como nos gusta, todos juntos.
Familia que pasea unida, permanece unida.


Amén.

Santos y santas hay a patadas, técnicos y especialistas también

En estos tiempos raros hay cosas también raras. Una de ellas es que empezamos a ver a gente que nos recuerda en su manera de realizar su trabajo, ejercer su profesión, tratar a las personas, características, no diré cualidades ni valores, que antes sólo entendíamos en personas relacionadas con la religión. Así, por ejemplo, entendemos que el personal sanitario, sin distinción desde la cima hasta el valle, ha encarnado a lo largo de estos dos últimos meses lo que entendíamos siempre que hacían en tierras lejanas y en circunstancias extremas de penuria y sufrimiento quienes vocacionalmente se fueron a misiones. A poco extendimos esta forma de ver y en el grupo fuimos introduciendo a los miembros de cuerpo de bomberos, la policía, de los transportistas, del personal que trabaja en los supermercados, en correos, en los servicios de limpieza, en el ejército… y ya al final, y como coletilla, a quienes acompañaban en soledad y silencio los cuerpos de las personas que no lograron superar la enfermedad.
No se ha utilizado ni la palabra martirio, tampoco el vocablo santidad. Pero no me diga nadie que no han estado ambas flotando en el ambiente.
Bien. Nos han dado unas normas para poder comportarnos durante la pandemia de la covid 19. Y las hemos seguido, no digo que a pies juntillas, con una valoración de suficiencia alta cuando no de casi notable o excelencia. Ahora que se afloja algo la exigencia primera, tendemos a la “nueva normalidad” que conlleva, por fuerza de nuestra condición perversa, al olvido o incluso al rechazo. Santos? Mártires? Simples profesionales que para eso les pagamos. Que bien cobran. Y así…
Baja un poco el ritmo, y nos avisan que no bajemos la guardia, que esto va a durar y sigue siendo muy serio. Y llega, como no, el tiempo de la resistencia. Y cuando esto ocurre, vuelve a suceder lo mismo que antes: pero de un modo diferente. Si hay que ingeniárselas no se puede esperar a que sólo lo hagan los especialistas, todo urge y exige.
Pienso que de esa manera se inventaron la croquetas y los filetes rusos. Así se crearon bonitos cobertores de vistosos dibujos y llamativos colores, que ahora conocemos como creaciones de patchwork. Y así también mi mamá me tejió  jerseys, chalecos y diversidad de bufandas con hilos y lanas de sobras de aquí y de allá.
Mirando al pasado nos maravillamos que las sobras del pollo, las peladuras de los huesos o un revoltijo multicolor de hebras de lana tuvieran un mejor fin que el montón de la basura en el medio del corral. Y no nos cortamos un pelo de comer esas delicatessen en el chiringuito de moda o de traer de una tienda del centro unos cojines para ver el futbol de la tele.
Pero fueron fruto de ejercicios de resistencia frente a la adversidad más fea, la pobreza más extrema, la amenaza más temible.
Exactamente como ahora, entonces nuestros mayores dijeron: Que viene a por nosotros, que nos quiere matar, lucharemos, nos defenderemos, lo derrotaremos.
Tras la defensa numantina empieza la batalla. No nos arredraremos, no bajaremos la cara, no seguiremos encogidos por el miedo. Con miedo pero no impotentes ni incapaces. Mucho menos apáticos y abúlicos.
Y con estas ideas tan lustrosas, esta tarde tras la siesta me he puesto a resolver el asunto de cómo empezar a entrar en nuestro templo sin prisas pero sin pausa. Hay que sacudirse el miedo y hay que animar al personal. Eso sí, con cabeza en cualquier “filicustancia”.

Dies irae dies illa.
Memento homo…



Lo achacas al momento y culpas a las circunstancias. No tienes justificación, lo que hiciste fue, es, imperdonable.
Veamos pues, ahora, como corriges el yerro. O pides perdón, y ya está. También vale. Una sola condición. Propósito firme de enmienda. No vuelvas a delinquir ni de esa ni de otra manera.
En el pecado llevas la penitencia. También tú lloraste.
Pendón, pudiste haber sido menos rigorista. Que te costaba haber transigido. Te pasaste de purista. Vete y mira si aprendiste la lección.
Que ¿qué pasó? Que cerré la puerta en vez de dejarla franca, dando un no por respuesta a quien sólo quería ocupar el último rincón.
Tras dos meses de encerrona, y celebrando “contra natura”, –una cosa es que venga poca gente a la iglesia y otra bien diferente que directamente se pretenda que no haya nadie dentro—, a la primera persona que quiso entrar y estar sin hacer ruido, simplemente dije no puedes y cerré. Fue un milisegundo y caí en la “salvajada inhumana” que acababa de cometer. Pero ya era tarde para reaccionar en quien en esos terrenos se mueve como un paquidermo.
Así que ya estuve toda la jornada hecho “una mierda” y nada me salió bien salvo estas dos “cosas” que no sé cómo conseguí rescatar de la debacle.
Resumiendo: iba a celebrar la última Eucaristía en solitario tras estos sesenta días de confinamiento. Fié todo a la improvisación, a mi estilo, es decir, tras haberlo dado muchas vueltas.
Es cierto que la víspera me lié bastante consultando si debíamos aceptar la apertura del lunes, con la orden ministerial nos que autorizaba una tímida y complicada desescalada en una condiciones surrealistas para celebrar la fe. Nada de tocarse, olerse, mirarse. Sólo está permitido escuchar. Lavarse antes, durante y después. Como los monos, amordazados y maniatados. Así es ridículo venir a Misa. Pero no hay otra. Lo discutimos, me calenté. Me descentré.
Al momento de empezar, viene por la calle abajo y pide entrar. Yo, altanero, apelo a la ley y a la igualdad de trato: está prohibido y todos por el mismo rasero.
Ella se fue llorando. Yo me derrumbé.
Ni funcionó la transmisión ni supe quien me estaba acompañando mientras duró. Y cuando todo terminó me encontré completamente solo. Quien podía haber entrado se negó. Quien pidió entrar fue rechazada.
¿Que me queda del último día de encierro?
Esto.



Y esto.


Voy a guardarlos como oro en paño. No por lo que valen. Como recuerdo de lo que hice mal y veré cómo encuentro la manera de perdonarme. Porque el perdón de ella ya lo tuve.


Y también como advertencia de lo frágil que soy y de a qué estado me puede reducir una situación creada por un mierda de “bicho” que si se cae de la mesa se mata, pero que no lo conseguimos matar ni a cañonazos.

Y ¿ahora qué? ¿El real Madrid otra vez campeón?




En una entrevista de Francisco papa con Antonio Spadaro s. j., de La Civiltà Cattolica el 19 de agosto de 1913 dijo: «Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar¡ Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto. Curar heridas, curar heridas… Y hay que comenzar por lo más elemental».
Ha llovido, ha escampado y ha sobrevenido sobre el mundo entero una tormenta de dimensiones sobreplanetarias de la que tardaremos mucho tiempo en liberarnos. Con todo patas arriba, la Iglesia no tiene más alternativa que reinventarse para seguir, no sólo al Papa y el Evangelio; para responder a las necesidades y expectativas del mundo y ser coherente con lo que se decidió hace cincuenta y cinco años en el Concilio Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia». (Constitución Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1)
Tras sesenta días, dos meses muy largos, con las puertas abiertas o cerradas pero impracticables para la totalidad del pueblo de Dios, se nos permite acceder, eso sí con cuentagotas y muchas prevenciones, al interior de nuestros templos ¿para qué?
Si fuera para volver al culto de antes, el de siempre, el que aprendimos desde pequeñines y “hemos ejercido” a la largo de nuestra vida, es muy posible, casi seguro, que nos equivocaríamos y no sólo defraudaríamos a quienes pretendemos servir, sino que ofreceríamos a nuestro Dios un culto, si no vacío, inútil.
Toca reinventarnos para ser otra Iglesia, la Iglesia que ya estaba inventada en el Evangelio porque Jesús soñó y propuso, y que la cristiandad hemos ido olvidando a lo largo de los siglos y la acomodación interesada a los usos y provocaciones del mundo ha hecho real e inamovible.
Puede parecer “recurrente” la cita, pero a mí no se me ocurre otra que el capítulo 25 del evangelio de Mateo, en su totalidad, pero especialmente los versículos 31-46:
«Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha:
“Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.
Entonces los justos le contestarán:
“Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”.
Y el rey les dirá:
“En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.
Entonces dirá a los de su izquierda:
“Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”.
Entonces también estos contestarán:
“Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”.
Él les replicará:
“En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”.
Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna».
No será fácil por los mimbres con los que hay que contar— en exceso endurecidos y resecos—, pero no me diga nadie que la ocasión no es propicia. Ahora o nunca. Hasta morir en el intento.
«Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros». (Juan 14, 16-18)