Dies irae dies illa.
Memento homo…



Lo achacas al momento y culpas a las circunstancias. No tienes justificación, lo que hiciste fue, es, imperdonable.
Veamos pues, ahora, como corriges el yerro. O pides perdón, y ya está. También vale. Una sola condición. Propósito firme de enmienda. No vuelvas a delinquir ni de esa ni de otra manera.
En el pecado llevas la penitencia. También tú lloraste.
Pendón, pudiste haber sido menos rigorista. Que te costaba haber transigido. Te pasaste de purista. Vete y mira si aprendiste la lección.
Que ¿qué pasó? Que cerré la puerta en vez de dejarla franca, dando un no por respuesta a quien sólo quería ocupar el último rincón.
Tras dos meses de encerrona, y celebrando “contra natura”, –una cosa es que venga poca gente a la iglesia y otra bien diferente que directamente se pretenda que no haya nadie dentro—, a la primera persona que quiso entrar y estar sin hacer ruido, simplemente dije no puedes y cerré. Fue un milisegundo y caí en la “salvajada inhumana” que acababa de cometer. Pero ya era tarde para reaccionar en quien en esos terrenos se mueve como un paquidermo.
Así que ya estuve toda la jornada hecho “una mierda” y nada me salió bien salvo estas dos “cosas” que no sé cómo conseguí rescatar de la debacle.
Resumiendo: iba a celebrar la última Eucaristía en solitario tras estos sesenta días de confinamiento. Fié todo a la improvisación, a mi estilo, es decir, tras haberlo dado muchas vueltas.
Es cierto que la víspera me lié bastante consultando si debíamos aceptar la apertura del lunes, con la orden ministerial nos que autorizaba una tímida y complicada desescalada en una condiciones surrealistas para celebrar la fe. Nada de tocarse, olerse, mirarse. Sólo está permitido escuchar. Lavarse antes, durante y después. Como los monos, amordazados y maniatados. Así es ridículo venir a Misa. Pero no hay otra. Lo discutimos, me calenté. Me descentré.
Al momento de empezar, viene por la calle abajo y pide entrar. Yo, altanero, apelo a la ley y a la igualdad de trato: está prohibido y todos por el mismo rasero.
Ella se fue llorando. Yo me derrumbé.
Ni funcionó la transmisión ni supe quien me estaba acompañando mientras duró. Y cuando todo terminó me encontré completamente solo. Quien podía haber entrado se negó. Quien pidió entrar fue rechazada.
¿Que me queda del último día de encierro?
Esto.



Y esto.


Voy a guardarlos como oro en paño. No por lo que valen. Como recuerdo de lo que hice mal y veré cómo encuentro la manera de perdonarme. Porque el perdón de ella ya lo tuve.


Y también como advertencia de lo frágil que soy y de a qué estado me puede reducir una situación creada por un mierda de “bicho” que si se cae de la mesa se mata, pero que no lo conseguimos matar ni a cañonazos.

4 comentarios:

  1. Vaya, vaya, te habría costado menos haberla dejado pasar*, si no había nadie más que tú... De todas formas también la feligresa debería no haberte puesto en ese brete, si su seguridad es lo más importante ¡qué hace andando por ahí suelta! Ya les vale a algunas/os, no será por falta de información que nos aburren con tanta como nos dan.
    Que no es para tanto, Míguel, que si se lo dijiste con cariño y tal...Ánimo, amigo mio, que más que perdió en la guerra :-))

    Besos

    *Lo digo por el sentimiento de culpa que dejas ver en tus vídeos

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  2. Miguel Ángel, que alegria verte también anda que no ha llovido desde El Pino. Un abrazo.

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  3. No, Julia, no podía dejarla pasar. Ese día estaba expresamente prohibido, aunque nadie nos controla, que yo sepa. Lo estaba emitiendo por Instagram y salvo que se hubiera escondido, si se la ve, nos habríamos metido en un lío. Y si por un casual ella o yo enfermamos e investigan los contactos, no te digo.
    Pero pasó, y ese momento ha quedado atrás.
    De todos modos esa mañana resultó especial, y algo positivo habrá quedado en algún lugar o persona. Me alegraría mucho de ser así. Yo sufrí mucho. Demasiado.

    Besos.

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  4. José Luis, ya ves cómo he envejecido. Sabes que soy yo, pero no me reconoces, porque han pasado muchas cosas y muchos años. No quiero decir la cifra, pero…

    Me alegro de que tú te alegres. Si tú estás bien, como yo estoy también bien, espero que sigas leyendo mis tonterías y comentando lo que te parezca.

    Un fuerte abrazo

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