Cumpliendo la palabra dada


Para eso no hacen falta palabras. Basta con imágenes. Y ya que las tengo, las pongo.
Como los toros bravos al salir de los chiqueros, así hemos salido nosotros tras este riguroso confinamiento.
En fila india, y con modales.

















Le había prometido a Gumi, y de paso también a Luna y Tano, que el primer día que nos dejaran salir al campo, iba a poder correr el libertad sin límite de tiempo.
Yo he cumplido. Él también, y ha vuelto justo a tiempo de poder volver a casa como nos gusta, todos juntos.
Familia que pasea unida, permanece unida.


Amén.

Santos y santas hay a patadas, técnicos y especialistas también

En estos tiempos raros hay cosas también raras. Una de ellas es que empezamos a ver a gente que nos recuerda en su manera de realizar su trabajo, ejercer su profesión, tratar a las personas, características, no diré cualidades ni valores, que antes sólo entendíamos en personas relacionadas con la religión. Así, por ejemplo, entendemos que el personal sanitario, sin distinción desde la cima hasta el valle, ha encarnado a lo largo de estos dos últimos meses lo que entendíamos siempre que hacían en tierras lejanas y en circunstancias extremas de penuria y sufrimiento quienes vocacionalmente se fueron a misiones. A poco extendimos esta forma de ver y en el grupo fuimos introduciendo a los miembros de cuerpo de bomberos, la policía, de los transportistas, del personal que trabaja en los supermercados, en correos, en los servicios de limpieza, en el ejército… y ya al final, y como coletilla, a quienes acompañaban en soledad y silencio los cuerpos de las personas que no lograron superar la enfermedad.
No se ha utilizado ni la palabra martirio, tampoco el vocablo santidad. Pero no me diga nadie que no han estado ambas flotando en el ambiente.
Bien. Nos han dado unas normas para poder comportarnos durante la pandemia de la covid 19. Y las hemos seguido, no digo que a pies juntillas, con una valoración de suficiencia alta cuando no de casi notable o excelencia. Ahora que se afloja algo la exigencia primera, tendemos a la “nueva normalidad” que conlleva, por fuerza de nuestra condición perversa, al olvido o incluso al rechazo. Santos? Mártires? Simples profesionales que para eso les pagamos. Que bien cobran. Y así…
Baja un poco el ritmo, y nos avisan que no bajemos la guardia, que esto va a durar y sigue siendo muy serio. Y llega, como no, el tiempo de la resistencia. Y cuando esto ocurre, vuelve a suceder lo mismo que antes: pero de un modo diferente. Si hay que ingeniárselas no se puede esperar a que sólo lo hagan los especialistas, todo urge y exige.
Pienso que de esa manera se inventaron la croquetas y los filetes rusos. Así se crearon bonitos cobertores de vistosos dibujos y llamativos colores, que ahora conocemos como creaciones de patchwork. Y así también mi mamá me tejió  jerseys, chalecos y diversidad de bufandas con hilos y lanas de sobras de aquí y de allá.
Mirando al pasado nos maravillamos que las sobras del pollo, las peladuras de los huesos o un revoltijo multicolor de hebras de lana tuvieran un mejor fin que el montón de la basura en el medio del corral. Y no nos cortamos un pelo de comer esas delicatessen en el chiringuito de moda o de traer de una tienda del centro unos cojines para ver el futbol de la tele.
Pero fueron fruto de ejercicios de resistencia frente a la adversidad más fea, la pobreza más extrema, la amenaza más temible.
Exactamente como ahora, entonces nuestros mayores dijeron: Que viene a por nosotros, que nos quiere matar, lucharemos, nos defenderemos, lo derrotaremos.
Tras la defensa numantina empieza la batalla. No nos arredraremos, no bajaremos la cara, no seguiremos encogidos por el miedo. Con miedo pero no impotentes ni incapaces. Mucho menos apáticos y abúlicos.
Y con estas ideas tan lustrosas, esta tarde tras la siesta me he puesto a resolver el asunto de cómo empezar a entrar en nuestro templo sin prisas pero sin pausa. Hay que sacudirse el miedo y hay que animar al personal. Eso sí, con cabeza en cualquier “filicustancia”.

Dies irae dies illa.
Memento homo…



Lo achacas al momento y culpas a las circunstancias. No tienes justificación, lo que hiciste fue, es, imperdonable.
Veamos pues, ahora, como corriges el yerro. O pides perdón, y ya está. También vale. Una sola condición. Propósito firme de enmienda. No vuelvas a delinquir ni de esa ni de otra manera.
En el pecado llevas la penitencia. También tú lloraste.
Pendón, pudiste haber sido menos rigorista. Que te costaba haber transigido. Te pasaste de purista. Vete y mira si aprendiste la lección.
Que ¿qué pasó? Que cerré la puerta en vez de dejarla franca, dando un no por respuesta a quien sólo quería ocupar el último rincón.
Tras dos meses de encerrona, y celebrando “contra natura”, –una cosa es que venga poca gente a la iglesia y otra bien diferente que directamente se pretenda que no haya nadie dentro—, a la primera persona que quiso entrar y estar sin hacer ruido, simplemente dije no puedes y cerré. Fue un milisegundo y caí en la “salvajada inhumana” que acababa de cometer. Pero ya era tarde para reaccionar en quien en esos terrenos se mueve como un paquidermo.
Así que ya estuve toda la jornada hecho “una mierda” y nada me salió bien salvo estas dos “cosas” que no sé cómo conseguí rescatar de la debacle.
Resumiendo: iba a celebrar la última Eucaristía en solitario tras estos sesenta días de confinamiento. Fié todo a la improvisación, a mi estilo, es decir, tras haberlo dado muchas vueltas.
Es cierto que la víspera me lié bastante consultando si debíamos aceptar la apertura del lunes, con la orden ministerial nos que autorizaba una tímida y complicada desescalada en una condiciones surrealistas para celebrar la fe. Nada de tocarse, olerse, mirarse. Sólo está permitido escuchar. Lavarse antes, durante y después. Como los monos, amordazados y maniatados. Así es ridículo venir a Misa. Pero no hay otra. Lo discutimos, me calenté. Me descentré.
Al momento de empezar, viene por la calle abajo y pide entrar. Yo, altanero, apelo a la ley y a la igualdad de trato: está prohibido y todos por el mismo rasero.
Ella se fue llorando. Yo me derrumbé.
Ni funcionó la transmisión ni supe quien me estaba acompañando mientras duró. Y cuando todo terminó me encontré completamente solo. Quien podía haber entrado se negó. Quien pidió entrar fue rechazada.
¿Que me queda del último día de encierro?
Esto.



Y esto.


Voy a guardarlos como oro en paño. No por lo que valen. Como recuerdo de lo que hice mal y veré cómo encuentro la manera de perdonarme. Porque el perdón de ella ya lo tuve.


Y también como advertencia de lo frágil que soy y de a qué estado me puede reducir una situación creada por un mierda de “bicho” que si se cae de la mesa se mata, pero que no lo conseguimos matar ni a cañonazos.

Y ¿ahora qué? ¿El real Madrid otra vez campeón?




En una entrevista de Francisco papa con Antonio Spadaro s. j., de La Civiltà Cattolica el 19 de agosto de 1913 dijo: «Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar¡ Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto. Curar heridas, curar heridas… Y hay que comenzar por lo más elemental».
Ha llovido, ha escampado y ha sobrevenido sobre el mundo entero una tormenta de dimensiones sobreplanetarias de la que tardaremos mucho tiempo en liberarnos. Con todo patas arriba, la Iglesia no tiene más alternativa que reinventarse para seguir, no sólo al Papa y el Evangelio; para responder a las necesidades y expectativas del mundo y ser coherente con lo que se decidió hace cincuenta y cinco años en el Concilio Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia». (Constitución Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1)
Tras sesenta días, dos meses muy largos, con las puertas abiertas o cerradas pero impracticables para la totalidad del pueblo de Dios, se nos permite acceder, eso sí con cuentagotas y muchas prevenciones, al interior de nuestros templos ¿para qué?
Si fuera para volver al culto de antes, el de siempre, el que aprendimos desde pequeñines y “hemos ejercido” a la largo de nuestra vida, es muy posible, casi seguro, que nos equivocaríamos y no sólo defraudaríamos a quienes pretendemos servir, sino que ofreceríamos a nuestro Dios un culto, si no vacío, inútil.
Toca reinventarnos para ser otra Iglesia, la Iglesia que ya estaba inventada en el Evangelio porque Jesús soñó y propuso, y que la cristiandad hemos ido olvidando a lo largo de los siglos y la acomodación interesada a los usos y provocaciones del mundo ha hecho real e inamovible.
Puede parecer “recurrente” la cita, pero a mí no se me ocurre otra que el capítulo 25 del evangelio de Mateo, en su totalidad, pero especialmente los versículos 31-46:
«Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha:
“Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.
Entonces los justos le contestarán:
“Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”.
Y el rey les dirá:
“En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.
Entonces dirá a los de su izquierda:
“Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”.
Entonces también estos contestarán:
“Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”.
Él les replicará:
“En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”.
Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna».
No será fácil por los mimbres con los que hay que contar— en exceso endurecidos y resecos—, pero no me diga nadie que la ocasión no es propicia. Ahora o nunca. Hasta morir en el intento.
«Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros». (Juan 14, 16-18)

Mayo, con M de María





CON FLORES A MARÍA

Porque estabas allí, joven y pura,
desde el altar con luz de primavera
y despertaste la piedad primera
a un niño que buscaba tu hermosura,

porque plantaste el verso que apresura
el imposible sueño en la frontera
de ese tu amor sin nombre que rindiera
mi ser al don total y su locura,

por permitir que fuera adolescente
el resto de mi vida entre tus brazos;
de nuevo, con más años de camino,

vuelvo a llevar con gozo y a porfía
este oloroso ramo vespertino
de alegres flores para ti, María.

Pedro Miguel Lamet