Hubo profetas que, para dar visos de autoridad a sus
palabras, apelaron a la máxima autoridad: «Esto dice Yahvé, Él me envía a
deciros…»
Luther King no llegó a tanto y se limitó a «He
tenido un sueño…»
La mayoría, sin embargo, para no firmar sus propias
palabras, bien porque no las quiere reconocer como suyas, bien para que nadie
se las atribuya, bien para expresarse con libertad, se inventan un personaje,
una ficción a quien atribuirle… cualquier cosa. Valga como ejemplo en este caso
el de Miguel de Cervantes con sus personajes imaginarios don Quijote y Sancho
Panza.
Ayer deambulé por el laberinto particular que es mi
vida y di con un pasillo que no llevaba a ninguna parte. Una calle sin salida,
un auténtico culo de saco. Y me quedé en blanco. Y blanca estaba también la
página del Word al final de la jornada.
¿Y mañana que les digo?, pensé al apagar la máquina.
Mientras trataba de apaciguarme y conciliar el
sueño, se me vino la idea y me dormí.
A la vuelta del paseo con los chuchos le di forma y
lo escribí: «Esta mañana, al abrir el correo, he encontrado este mensaje…»
Lo leí en misa, esa fue mi homilía. El contenido del
mensaje era el texto del saludo que papa Francisco dirigió a una pía asociación
suiza llamada “Fontaine de la Miséricorde”, que había ido a visitarle el sábado
por la mañana. Yo tuve el atrevimiento en convertir las palabras del papa en una carta personal en la que me ofrecía su exhortación en lugar de la que fui incapaz de redactar.
Breve, sencilla y clarita. Una licencia perdonable.
Y provechosa, a lo que luego pude comprobar.
Ya por la noche, tras una tarde realmente poco
productiva aunque algo atareada, recibo un correo; se trata de un comentario a
mi última entrada. Firma con nombre supuesto, irreconocible e irrastreable, y
su contenido trata, sin conseguirlo, de menospreciarme a mí y a mis
comentaristas habituales. Está claro a qué persona se refiere, sólo ella
permanece.
No lo voy a publicar, no le daré ese gusto. Tampoco
voy a considerar a su escrito una licencia. No señor, no se la doy.
Sí le voy a responder desde aquí por si vuelve a
comprobar que no le apruebo, y, si tuviera la decencia de mostrarse
físicamente, se lo diría a la cara: «No es de buena educación comer con la boca
llena; tampoco remitir un escrito sin repasarlo ni corregir las faltas de
ortografía. Queda feo».