Llegar a fin de mes en el primer mes más largo del año




No deja de ser una proeza acabar un mes y no morir en el intento. Si además, se trata de marzo, con treinta y un días, tal cosa merece nota alta. Y no lo digo yo, lo dicen las multitudes que han pasado hoy por la parroquia para llevarse su acopio de alimentos. Digan lo que digan… aquí seguimos en lo mismo. Dar de comer antes de cualquier otra disquisición filo/teo/socio/poli/filo/lógica es lo primero y principal.
El gobierno acaba de prometer y promete reducir drásticamente el número millonario de parados en una cifra que recuerda, vagamente y de lejos, el premio de la lotería. Y está muy bien hacer ese tipo de promesas en el día 31, porque no existe el 32 y además nadie se lo creería. Hacerlo antes sería pillarse los dedos. Y qué dolor…
Acaba marzo y ahí está la sentencia contra quien dícese llamar Cassandra por unas frases escritas y publicadas en el móvil, —tuits, las llaman. Ese humor no me hace gracia, pero tampoco me parece merezca condena. Lo mismo decir del número carnavalesco de Las Palmas y del cartel de La Coruña; qué necesidad había de llevarlos a juicio…
Acaba marzo, con frío y con calor pero sin lluvia. Y el municipio en el que habito se ve sorprendido en su pretensión de remunicipalizar el servicio de agua por el gobierno del país que no está conforme; alega unas razones que se dilucidarán también en juicio y sentencia, pero que a la generalidad de la población le parecen peregrinas.
Acaba marzo, el tercer año del papado de Francisco, con gloria y con pena. Si buena parte del mundo conocido le reconoce y le estima, una buena parte de su Iglesia le desconoce y desprecia. No recuerdo haber conocido un papa tan diversamente considerado y tratado. Juan XIII no llegó a tanto.
Acaba marzo sin presupuestos. Dicen que están al caer. Veremos cómo y a quiénes descalabrarán.
Acaba marzo y aún están calientes los cuerpos, más bien cadáveres, de las últimas víctimas de la violencia de género, expresión que no termina de gustarme y con la que se ha acordado referirse al tipo de violencia física o psicológica ejercida contra una persona sobre la base de su sexo o género que impacta de manera negativa su identidad y bienestar social, físico o psicológico. Sigue siendo el número publicado infinitamente menor que el real. Se acaba con ella, eso dicen, con cultura y educación. No sé cuántas personas cultas y educadas he conocido que en la intimidad son otra cosa bien distinta…
Acaba, finalmente, marzo y acabo de enterarme de que el rosario de colorines que aquí expuse el otro día no tiene nada de original. Ni es hippy ni es gay. Es misionero. Y tiene su historia. Incluso aparece en Wikipedia, donde nos dicen cómo rezarlo.
Ya digo, terminar marzo cuesta, pero no es para tanto. Mañana será otro día, otro mes, y volverán a ser las cosas… ¿como siempre han sido?
“¿Qué saca el hombre de todos los afanes con que se afana bajo el sol? Una generación se va, otra generación viene, pero la tierra siempre permanece. Sale el sol, se pone el sol, se afana por llegar a su puesto, y de allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur, gira al norte, gira que te gira el viento, y vuelve el viento a girar. Todos los ríos se encaminan al mar, y el mar nunca se llena; pero siempre se encaminan los ríos al mismo sitio. Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas. No se sacian los ojos de ver, ni se hartan los oídos de oír.
Lo que pasó volverá a pasar;
lo que ocurrió volverá a ocurrir:
nada hay nuevo bajo el sol.
De algunas cosas se dice: «Mira, esto es nuevo». Sin embargo, ya sucedió en otros tiempos, mucho antes de nosotros.  Nadie se acuerda de los antiguos, y lo mismo pasará con los que vengan: sus sucesores no se acordarán de ellos”. (Libro del Eclesiastés 1, 3-11)

¡Qué pena!




Es lo que siento. La presentación de la carta con la que Reino Unido, o sea Inglaterra y compañía, se desvincula del resto de países europeos, no puede ser otra cosa sino un fracaso rotundo. Se considere como se considere, significa que aquellas islas no se ven ni quieren que se les vea formando parte de lo que es, digan lo que quieran, una historia milenaria forjada en creencias, culturas, estilos políticos e intereses económicos.
Bien es cierto que Gran Bretaña no ha sido, por lo general, un aliado exquisitamente amistoso, como se podría desprender de su carácter exquisito en tantas cosas, desde el te de las cinco hasta el cambio de guardia, pasando por la devoción a su reina. Tal vez se deba a que son “muy suyos”: conducen por la izquierda, su sistema monetario resulta difícil de entender para quien maneja el decimal, incluso miden la temperatura con la F en lugar de con la C. Que coincidan con el resto del mundo en usar reloj de doce horas no deja de resultar chocante.
Si todos, —me refiero a los habitantes de cada país—, tenemos nuestras “cadaunadas”, las de aquel país de allende el Cantábrico son especiales. Y además irrenunciables.
Así las cosas, estando tan particular comensal, no parece posible participar pacífica y en plan de igualdad en un banquete sobre una mesa redonda y con la cubertería colocada según el ritual habitual. Demasiadas excepciones lo hacen imposible.
Porque Europa no es sólo economía y comercio. Así nos hicieron creer cuando votamos la constitución, que parecía, y lo era, un asunto de sólo mercaderías. A la vista está de que hay un asunto humano; se va a comprobar cuando se empiece a desarrollar el dichoso brexit y los ingleses quieran pagarnos en libras y no acepten nuestros euros.
Si se tratara de que los de allí van a recluirse en sus islas…
Precisamente no tengo programado, a corto y medio plazo, viajar a Reino Unido. Pero me disgusta que se me pongan trabas para hacerlo si de pronto me apetece. Ya me había acostumbrado a no encontrar fronteras…

Cambio de hora, se acerca el verano




El reloj de pared marca impasible con su ritmo constante las horas, ajeno al tictac biológico que todos llevamos en la sangre. Mientras ambos emplean su tiempo en sincronizarse, el silencio ocupa este espacio que nadie aprovecha. ¿Una hora más? ¿Una menos?
Gumi me miró aturdido cuando pasé junto a él; era aún de noche. Luna apareció en la cocina, justo cuando terminaba el desayuno, con su alegría habitual.
Al poco, Tano se me acercó alborozado empujándome con sus patitas recién esquiladas. (Tres mañanas de tijera, un mordisco y dolor en los dedos; eso me ha costado).
El sol salió a su hora, la que tenía que ser, rompiendo el celaje de las nubes que se obstinan en retrasar el día.
Se ha iluminado el patio, pero las maricas están calladas. Tampoco pasan coches.
Este silencio suena tumultuoso.
Alguien dejó un montón de abalorios pasados de moda que le sobran. Yo me entretuve con ellos y he aquí lo que se me ocurrió. “Cuando el diablo no tiene que hacer, con el rabo espanta las moscas” (Popular).
Las cosas merecen una segunda oportunidad. Todo encierra en sí mismo una nueva vida. Sólo las personas somos libres para desaprovechar esa suerte. Entonces, perdemos nuestro tiempo, tan valioso, tan fugaz…

La conciencia, ese último reducto





La última novela de Shusako Endo que he leído, no sé si será su mejor obra, ha dejado paz en mi ánimo. Lo contrario que las dos anteriores, Silencio y Escándalo, cuya lectura me perturbó. Ni siquiera La vida de Jesús me ha dejado tan buen sabor de boca.
Porque lo que se narra en El samurai (1980) es, en primer lugar, la historia real de la embajada con que el gobierno japonés pretendió entablar negociaciones comerciales con Nueva España en el siglo XVII. Pero también, el proceso interior de un samurai de baja categoría, la rural, que desde su mundo cerrado y limitado se abre a la universalidad de aquel siglo y a una nueva manera de entenderse y comprender al ser humano.
Hasekura Rokuemon, el samurái, vive clavado en un espacio físico y social del Japón feudal en que nació, y todo le hace suponer que ahí discurrirá el resto de su existencia. Obediente a su señor, a quien denomina Su Señoría, es también fiel a sus vasallos que dependen de él en todo. El encargo de capitanear una embajada comercial con el rey de Nueva España le arranca de su pequeña realidad, le lleva a atravesar el Pacífico y el Atlántico, le hace conocer unas culturas que hasta entonces no sabía que existieran, a entrevistarse con el rey de España Felipe III y con el Papa y a bautizarse para facilitar el fin de su encomienda.
Todo parece indicar que la vuelta a su tierra tras fracasar en la misión va a devolverle al mismo punto desde donde partió. Pero en el viaje ha ido haciendo acopio de una información y una experiencia que ni él mismo es capaz, en principio, de asimilar.
Cuando la trama oculta que lo urdió todo, y en la que él ha sido un simple muñeco, se desvela, algo empieza a bullir en su interior. Pero sólo al final, acierta a verlo todo claro.
Y es entonces cuando se descubre a sí mismo como persona capaz de pensar con autonomía, libre de los lazos sociales, culturales y religiosos que le ataron de por vida, y, en el sigilo de la noche, oculto a todas las miradas incluso de sus propios familiares, reconoce qué profunda huella le ha dejado un sentimiento religioso extraño que no consigue comprender.

“Del fondo de la caja sacó una pequeña pila de papeles. Se los había dado aquel japonés de Nueva España, cuando se despedían junto a la laguna de Tecali. ¿Se habría marchado con los indios ese hombre, a otra parte? ¿O habría muerto en la calurosa orilla de la laguna? El mundo era inmenso; pero en cualquier parte del inmenso mundo, exactamente como en la llanura, la gente vivía aplastada por el peso de sus penas.
Él siempre está a nuestro lado.
Siente nuestra agonía y nuestro dolor.
Llora con nosotros y nos dice:
«Benditos sean quienes
lloran en esta vida
porque sonreirán en el reino del cielo».
«Él» era el hombre de la cabeza caída hacia un lado, ese hombre delgado como un alfiler, clavado a una cruz con los brazos inertes extendidos. Nuevamente el samurai cerró los ojos e imaginó al hombre que lo había mirado todas las noches desde los muros de las habitaciones de Nueva España y de España. Por alguna razón, ya no sentía el mismo desdén que había sentido antes. En realidad, le parecía que aquel ser desventurado se parecía bastante a él mismo.
Cuando Él estaba en el mundo, hizo muchos viajes; pero jamás visitó a los altaneros ni a los poderosos. Sólo visitaba a los pobres y afligidos, y no hablaba con los demás. Las noches en que la muerte visitaba a los afligidos, Él se sentaba a su lado hasta el alba, cogiéndoles las manos, y lloraba con los deudos… Decía que había venido al mundo para asistir a los hombres…
Y he aquí que había una mujer que durante muchos años se había ganado la vida vendiendo su cuerpo. Cuando supo que Él había venido, corrió adonde estaba. y se acercó a su lado, y no dijo una palabra sino que lloró y sus lágrimas bañaron los pies del Señor. Y Él le dijo: «Con esas lágrimas tus pecados han sido perdonados, tu Padre que está en el cielo conoce tu angustia y tu pesar; por lo tanto nada temas».
En alguna parte un pájaro chilló una vez y otra más. El samurai partió una rama seca y la echó al hogar, y las llamitas empezaron a morder las hojas marchitas.
El samurai pensó en ese hombre, con el pelo recogido en una coleta, escribiendo esas palabras en su cabaña de Tecali. Probablemente las noches eran tan oscuras y profundas junto a la laguna de Tecali como en la llanura. El samurai pensó que tenía ahora una vaga idea del motivo que había impulsado a ese hombre a escribirlas. Quería expresar su propia idea. No quería al Cristo adorado por ricos sacerdotes en las catedrales de Nueva España, sino a un hombre que estaba a su lado, al lado de los indios y de todos los abandonados. «Está siempre a nuestro lado. Siente nuestra agonía y nuestro dolor. Llora con nosotros… ». El samurai casi veía el rostro del compatriota que había escrito con mano torpe esas palabras”.

Su servidor Yozo, que siempre caminó detrás de él tanto en la paz como en la guerra, da entonces un paso hacia adelante y deja de ser un simple siervo para manifestarse como su más fiel compañero. No es difícil ahora que se expresen ambos con sinceridad y en libertad.

“—Siempre creí que me convertí al cristianismo como una mera formalidad. Este sentimiento no se ha modificado. Pero desde que aprendí algo acerca del gobierno, a veces pienso en ese hombre. Creo comprender por qué en todas las casas de esos países hay una patética figura que lo representa. Supongo que en alguna parte del corazón de los hombres está el anhelo de que alguien nos acompañe durante toda nuestra vida, aunque sólo sea un perro sarnoso. Ese hombre se convirtió en un perro por el bien de la humanidad. —El samurai repitió esas palabras como si hablara consigo mismo—. Sí. Ese hombre se convirtió en un perro que nos acompaña. Eso escribió el japonés de Tecali. Que cuando estaba en la Tierra, dijo a sus discípulos que había venido al mundo para asistir a los hombres.
Yozo alzó la mirada por primera vez. Desvió los ojos hacia la laguna, meditando en lo que había dicho su amo.
—¿Crees en el cristianismo? —preguntó serenamente el samurai.
—Si —respondió Yozo.
—No se lo digas a nadie.
Yozo asintió.
El samurai rió deliberadamente, tratando de cambiar de tema.
—Cuando llegue la primavera, las aves se irán. Pero nosotros no abandonaremos la llanura. Éste es nuestro hogar. Habían recorrido muchos países.
Habían atravesado vastos océanos. Pero habían retornado a esa región de suelo árido y pueblos empobrecidos. El samurai lo sentía con gran intensidad. Era como debía ser. Un mundo inmenso, muchos países, grandes océanos. y sin embargo, adondequiera que fuesen, las personas eran iguales. Iguales las disputas, la manipulación y las intrigas. Tanto en el castillo de Su Señoría como en el mundo sectario de Velasco. Lo que el samurai había visto no eran ciudades, tierras y naciones sino el karma desesperado del hombre. Y sobre el karma del hombre flotaba esa figura fea y consumida con las manos y los pies clavados a una cruz y la cabeza caída de lado. «En este valle de lágrimas lloramos y Te llamamos». El monje de Tecali había escrito esas palabras al fin de su manuscrito. ¿En qué se diferenciaba del resto del mundo esa desventurada llanura? El samurai quería decirle a Yozo que la llanura era el mundo y que era ellos mismos; pero no pudo encontrar palabras que expresaran lo que sentía”.

El proceso interior apresura su ritmo a partir de la memoria, pero ya venía de lejos la reflexión callada y nunca reconocida que le había ido haciendo mella durante todo ese tiempo.

“Cuando cerraba los ojos, las escenas de Nueva España desfilaban una tras otra por su mente como si estuviera montando su caballo junto a Nishi y a los otros. El ardiente disco del sol, el desierto donde sólo crecían cactos y agaves, los rebaños de cabras, los indios con coleta que cultivaban los campos. ¿Había visto realmente esas escenas? ¿O todo había sido un sueño? ¿Aún estaba soñando? En las paredes de todos los monasterios donde se había alojado, aquel hombre feo y consumido estaba colgado de una cruz con los brazos abiertos y la cabeza inclinada.
Mientras partía ramas secas el samurai pensaba: «He cruzado dos grandes océanos para ir a España a ver a un rey. No he visto a ese rey. Sólo he visto a ese hombre».
El samurai recordó que en el extranjero a ese hombre se le llamaba «Señor» y que nunca había podido comprenderlo. Pero sabía que su destino lo había unido no a un rey de este mundo sino a un hombre que se parecía mucho a los vagabundos que a veces pedían limosnas en la llanura…”.

En su mente japonesa, sujeta a un ciego destino, una pequeña rendija se abre y la luz que se le cuela, lejos de atemorizarle, le ilumina. No necesita abrirse las entrañas, seppuku, porque no es un derrotado ni tiene que acatar el bushidō, el código ético de los samuráis. Que hagan con él lo que quieran, porque le ha sido revelada otra norma y ya nunca estará solo.

“La nieve crujía en el techo y rodaba hasta el suelo. El ruido recordó al samurai el crujido de la jarcia. En el mismo momento había oído ese crujido, el grito agudo de las gaviotas y el golpeteo de las olas contra el casco, y el galeón había iniciado la travesía del ancho océano; y en ese momento también había quedado establecido que éste fuera su destino. El largo viaje llegaba finalmente al último puerto.
Cuando alzó la mirada vio por la puerta a Yozo en el jardín nevado, con la cabeza baja. Sin duda el mayordomo le había revelado la noticia. Parpadeando, el samurai miró unos momentos a su fiel servidor.
—Todas las penurias que has sufrido... —Las palabras se ahogaron en su garganta.
Yozo no sabía si su amo le agradecía su compañía durante esas penurias o si murmuraba su resentimiento por ellas. Aun con la cabeza baja advirtió que su amo y el mayordomo estaban de pie y se disponían a salir.
El samurai vio que nevaba sobre el techado. Los copos giraban como los cisnes de la llanura. Aves de paso que venían desde algún país lejano y luego volvían a él. Aves que habían visto muchos países, muchas ciudades. Como él mismo, que ahora partía hacia otro país desconocido…
—De ahora en adelante…, Él estará a vuestro lado.
Oyó de pronto la voz contenida de Yozo detrás de él.
—Desde ahora en adelante…, Él os esperará.
El samurai se detuvo, miró atrás, y asintió con energía. Luego se dirigió por el frío pasillo brillante hacia el fin de su viaje”.

Sebastián Rodrigo, el protagonista de “Silencio”, apostató movido a misericordia hacia aquellos cristianos cuya vida estaba puesta como condición. Tranquilizó su conciencia haciendo decir, o queriendo escuchar, al Cristo del “fumie” «Písame, que para eso he venido».
Hasekura Rokuemon camina sin vacilar al matadero, y su conciencia le guía sin consentir componendas.
Este era un ser simple, un bienaventurado. Aquel sabía latín.
Aquel vivió solo el resto de su vida. Este, sin embargo, tuvo a Yozo para mucha compañía.
El hombre feo y esmirriado, que colgaba retorcido de una cruz, y que tanto enamoró a Sebastián, cautivó a Yozo liberándole e impresionó tan hondamente a Hasekura, no se desentendía de ninguno de ellos.

Los venados de mi pinar



He vuelto a verlos, y esta vez casi no he tenido suerte. Lo de casi está mal expresado, lo reconozco, pero es así como malhablamos por aquí. En realidad, sí la he tenido, aunque incompleta.
Verlos lo he visto. Igual que hace unos años. Lo conté aquí, pero no pude demostrarlo. Las fotos no decían nada. Está vez al menos dicen algo. En el pinar hay venados. Ayer vi media docena. Aquí traigo estos dos.

Es razonable que lo que se afirma se razone, y lo que dice que se vio se demuestre. Pero también es de razón que entre gente que se trata, se de crédito a la palabra cuando no es posible más. Al fin y al cabo una imagen también puede mentir, aun pareciendo evidente.
Quien en aquella ocasión no creyó lo que yo dije tampoco ahora va a comprobar que no mentí. Ya lo tiene bien claro desde hace algún tiempo, justo desde que dejó de escribir. Pero tengo la satisfacción de poder mostrar que para mí la palabra tiene el valor de mi persona. Como decía mi padre, “mi palabra va a misa”.
Y es que resulta terrible escuchar a gente y tener que meter sus palabras entre interrogaciones, cuando no directamente pensar que está expresando justo lo contrario de lo que dice.
Claro que también estoy de vuelta de tanta foto trucada que se ofrece como primicia junto a noticias o predicamentos de personajes en boga.
En fin, que yo he visto una manada de venados en el pinar donde paseo de mañana, y eso no me lo puede quitar nadie.

Eso otro que hay en mí



Esta vez fue también “circunstancial” y como con “Silencio”; con “Escándalo” hubo una coincidencia temporal entre el argumento y el momento: lo empecé con carnavales y lo terminé ya en cuaresma.
Entremedias de ambas obras, “La vida de Jesús”, también de un tirón y sin peaje, ocupó la parte central del mes corto y dejó en mi paladar buen sabor, pero sin adrenalina que llevarme a la boca. Nada que resaltar, y alguna que otra cosilla para discutirla entre amigos bien avenidos. Lástima que no volviera sobre el tema por falta de tiempo, no por ganas. Entonces, tal vez hubiera añadido algo que echo de menos en su trabajo.
Shūsaku Endō, el autor de las tres “novelas”, me ha ganado a su causa, a pesar de ser él un japonés “metido en un traje no hecho a su medida”, —descripción que él hace de sí mismo—, y yo, lo que está a la vista, un occidental sin pretensiones.
El protagonista de Escándalo (1986), Shuguro, es un escritor japonés y católico, que percibe próximo el final de su vida; a pesar del enorme éxito de sus publicaciones vive discretamente y conservando en sus manos el ritmo de su existencia. Cree que así terminará, y considera inapropiado introducir cualquier cambio, aunque no está nada conforme con el trato que dispensa a su esposa, un alma pura que le acompaña con docilidad y confianza.
Tras el descubrimiento de que él no es la persona que pensaba, todo se le pone en cuestión. La novedad de su “yo oculto” irrumpe amenazante, poniendo en grave riesgo su prestigio como escritor y su honorabilidad como católico declarado.
Lo “aparecido”, lo “salido a la superficie”, ha estado ahí siempre. Y le horroriza.
La trama está muy bien urdida, el lector progresa en la lectura con intriga y también con temor. No es desastroso el final, tampoco milagroso. No hay condena, cada ser ha de labrarse su propia salvación.
Eso sí, ayuda y mucho la compañía. Si existen enemigos poderosos, no faltan sin embargo, pero hay que buscarlos, los amigos generosos y desinteresados. Shuguro los tiene y termina firmemente decidido a conservarlos y cuidarlos.
Como dije al principio, mi lectura coincidió con los carnavales. Autores de peso consideran que los carnavales no son un canto a la vida, sino a la muerte. Pensar que son simplemente una provocación frente a la cruda realidad y un poner en solfa temporalmente los poderes fácticos es no penetrar la capa externa de unas coplas, unos disfraces, unas tradiciones. «“Lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible”, escribe Rilke en Elegías del Duino. El carnaval es la personificación de esa fuerza desconocida, que no tiene nombre, la expresión de un deseo sin límite, un universo sin reglas anterior a la conciencia y a la capacidad de arbitrio. El lado oscuro, que no tiene rostro, que no aparece en cuanto tal en ningún sitio ni nunca, lo domina todo y hace que cada yo no sea uno sino varios».
Esto y esto más: «Los enmascarados que estos días recorren plazas y calles, y entran en casa ajena sin ningún tipo de autorización, sin darse cuenta, ignorándolo por completo, disfrutan de la libertad de los únicos que pueden ser libres, los antepasados que vuelven. Los muertos no se sienten afectados por una serie de normas que regulan la convivencia de los vivos; por esta razón, aquellos disfrutan de muchas libertades que a éstos se les niegan».
Para terminar: «El sujeto del carnaval es la masa, el abismo indiferenciado, el mundo dionisíaco. El carnaval expresa, canaliza, vehicula esa fuerza, al mismo tiempo que protege de ella en la medida en que la exterioriza. Sirve sobre todo, como los circos romanos, de pretexto y desahogo a lo irracional, de regresión del individuo a su condición de parte de la tribu, de pieza gregaria en la que, amparado en el anonimato cálido de la tribuna, el individuo da rienda suelta a sus instintos».
Esa “fuerza”, “eso irracional”, “ese dejarse ir por los instintos”, es el descubrimiento —la novedad conocida bruscamente en el atardecer de su vida— de Shuguro, el protagonista de Escándalo, del que (y no contra el que) angustiosamente trata de  zafarse.
Provechosa lectura que me ha dispuesto a la cuaresma. Si esto es el carnaval, bienvenido y bendito sea.
Nota:
Las obras traducidas de Endo pueden descargarse en Internet en versión digital, además de adquirirlas en papel en las librerías de confianza.