Estimado
Paco: Ese título con el que encabezas tu columna en el Diario de Valladolid me
inquieta. Por lo que escribes, pero sobre todo por lo que lo provoca.
Ayer
mismo leí en otro medio “la caridad (es) enemiga de la solidaridad”, y no me
inquietó, me cabreó.
De
pequeño aprendí que con las cosas de comer no se juega; son demasiado serias;
tanto que entonces besábamos el pan tras recogerlo del suelo cuando se nos caía.
Mi padre, y como él otros muchos, nunca consintió caer o verse implicado en el
estraperlo, lucrarse de la necesidad ajena. En lo que estuvo en su mano,
siempre hubo un saco de harina para quien estuviera necesitado. En la mesa de
mi casa no se tiraba nada; todo tenía aprovechamiento. Aprendí a ser solidario
por caridad, por simples entrañas (tripas) de misericordia. Que ahora se
negocie con el hambre de otros no me las conmueven, me las crujen.
Si
entonces, aquel llamado “año del hambre”, y digan lo que quieran inquietantes
investigadores del pasado, Argentina se solidarizó con nuestro país enviándonos
medio millón de toneladas de trigo, la solidaridad entre paisanos también
existió, al menos en el mundo rural, y supervivimos gracias a ella.
No
quiero adentrarme a analizar cuándo y cómo se produjo el desajuste entre términos
tan plenos de sentido: justicia, solidaridad, caridad. Me parecen tan iguales y
equivalentes como las tres caras de la misma moneda: el mismo valor, el
supremo.
Que
sea noticiable que se da pan a las personas hambrientas, resulta hiriente a
quien recibe y a quien entrega, por los mismos motivos, porque la dignidad
humana se pone en un escaparate, en el mismo en el que salen las defraudadoras,
las evasoras, las corruptas, las insolidarias, las injustas, las faltas de
caridad.
Pero
entiendo que tú, como periodista, consideres que lo que no se dice no se sabe,
o al menos no se quiere reconocer. Y como profesional te preocupas de dar
notoriedad a lo que consideras importante. Está bien así. También has de
entender que esa misma publicidad puede zaherir, avergonzar, ¿humillar?
Como
soy cristiano tengo una referencia muy concreta: Jesús de Nazaret me indicó que
cuando diese limosna no tocara la campana ni lo hiciera en la plaza pública. Y
eso intentamos hacer: ni hinchar el pecho ni poner a nadie en un rollo.
Por
cierto, en el pueblo de mi madre, Villalón de Campos, existe un rollo preciosísimo,
donde colocaban a los malhechores para escarnio público.
Por
todo, y con todo, gracias, Paco.
TEXTO:
PACO
ALCÁNTARA
El
local parroquial adosado a la iglesia de la Virgen de Guadalupe, en el barrio
de las Villas, siempre tiene la puerta abierta. Es un singular autoservicio
para familias sin recursos económicos. Las cajas con leche, galletas, arroz y
aceite, entre una veintena de productos de primera necesidad y las estanterías
con ropa usada, perfectamente ordenadas, apenas dejan paso para transitar con
holgura por la nave. 38 toneladas de alimentos, 14 de leche, que merman a un
ritmo endiablado porque, desde finales de octubre, unas 400 personas, de 24
nacionalidades distintas, ya han recogido una buena parte para paliar esta
pandemia llamada pobreza. Aunque el día señalado para el reparto es el
viernes, Pilar Cortés advierte que, muchos, aún sienten pudor por mostrar su pobreza
en público. Prefieren acudir cuando este dispensario social, una pequeña isla
de solidaridad, se encuentra vacío, sin miradas supuestamente inquisidoras.
Esta
profesora jubilada, que abandonó una comunidad religiosa, hace 25 años, para
«hacer pequeñas cosas, y sentirme satisfecha por solucionar, cada día, un
pequeño problema de alguien», es la promotora de un grupo de voluntarios que
opera en esta parroquia. Un colectivo que se interesa por favorecer la
autopromoción personal, detectar necesidades, asistir a quien requiere ayuda y
«crear una conciencia colectiva bajo el prisma cristiano», aclara esta mujer
vitalista, que huye del protagonismo mediático.
La
última donación de un hotel de la provincia, treinta mantas, se repartió en
apenas tres días. «Hay gente que no tiene para pagar la calefacción, familias
que se hacinan en una habitación, compartiendo con otros, una vivienda con derecho
a cocina», cuenta mientras advierte, es verdad que ahora hay más trabajo,
«pero, es muy precario; a muchos, el salario no les llega a fin de mes», y
lanza una reflexión digna de memorizar, «hay una parte de la población que no
se percata que otra parte lo está pasando muy mal».
Aristóteles
ya nos alertó que la compasión es una cuestión de distancia. El dolor de los
que están demasiado cerca nos conmueve, mientras el de los que están demasiado
lejos nos resulta indiferente. Hemos convenido en entender como normal padecer
una ceguera emocional frente al sufrimiento lejano y resulta excepcionalmente
ejemplar que aún exista gente que experimenta como propio el dolor ajeno, por
remoto o anónimo que sea. Convertidos en consumidores televisivos, las miserias
que contemplamos en la pequeña pantalla nos hacen creernos a salvo y, como
señala Santiago Alba, «nos refuerzan la convicción de la existencia de una ley
natural que nos ha puesto a cubierto de la pobreza, la guerra, los terremotos
y las matanzas». Nos acercarnos al borde sin arriesgar nada, puede, incluso,
que con la sensación alegre de vernos como «unos superviviente». Seres
vacunados para no advertir como propio el dolor ajeno.
Sin
embargo, esa cercanía con la desdicha y la adversidad, le sugieren a esta
mujer, que ya peina canas, muchas preguntas, ¿cómo permanecer impasible cuando
conoces a una familia con cuatro miembros, que vive con apenas mil euros al
mes, tienen que pagar cerca de quinientos de alquiler y, el padre, a diario,
tiene que viajar en su coche unos 200 kilómetros para ir y volver de su puesto
de trabajo?, ¿Cómo no ayudar a gentes que administran 350 euros para todo un
mes, como único recurso, y que, por su edad, saben que no volverán a entrar en
el mundo laboral? Perdemos la condición de humanidad si damos la espalda a
estas situaciones tan dramáticas, dice Pilar.
Hace
años, en otra conversación, cuando le pregunté si lo suyo era caridad o existía
un trasfondo por denunciar las injusticias, me mostró un cartel que presidía
una de las paredes de su casa con esta leyenda, «cuando doy pan a un pobre
dicen que soy un santo, cuando pregunto por qué un pobre no tiene pan, me
llaman comunista». Un pensamiento del obispo brasileño Helder Cámara, uno de
los padres de la Teología de la liberación, que Pilar Cortés, hace suyo.
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