Lo pregunto porque, si lo supiera, ¡a buenas horas
habría hecho muchas de las cosas en que me he empeñado a lo largo de mi vida!
Pero no lo sé, y presumo que soy afortunado; por no saberlo y por no haber
dejado nada o casi nada, –pecando con toda seguridad de soberbia, (o sea contra
la humildad)–, de cuanto me ha tocado en suerte.
Esto es que a un señor juez de mi ciudad se le ha
ocurrido condenar a un millón de euros (menos unos céntimos) a una parroquia
vallisoletana porque, en un campamento de verano con la chiquillería, a un pibe
le sucedió una penosa enfermedad, una meningitis, de la que se le han derivado
graves secuelas de por vida. El señor de la toga no aprecia mayor delito que el
de haber organizado tal evento en descampado, lejos de la civilización, el
norte de Palencia, corriendo un serio riesgo la salud de los pequeños
acampados.
Puedo afirmar que en las muchas actividades en las
que me ha tocado participar en suelo rústico o urbano, si había que tener permiso
oficial, se nos exigía cumplir tantos requisitos, y tan exagerados, como no los
tuvieron nunca las personas que habitaban de siglos esos lugares. Ya quisieran
los habitantes de Santa María de Redondo, en la montaña palentina, gozar tan
siquiera de algunos de los “servicios” que la oficialidad del sistema requiere
de quien sólo pretende sacar al aire libre por unos pocos días a su prole o
asimilados: certificado de potabilidad del agua de consumo, certificado de no
presencia de epizootias transmisibles al ser humano, certificado de idoneidad
del personal responsable, certificado de capacitación en la manipulación de
alimentos, certificado de contar con persona titulada sanitaria, certificado de
tener seguros, certificado de la procedencia de los alimentos que se han de
consumir, certificado de su conservación in situ… Permisos, otra lista: del
ayuntamiento, de la propiedad o propiedades, del facultativo médico, del
facultativo veterinario…
Si vivir es saber que hay riesgos, prevenirlos,
sobrellevarlos, e incluso superarlos, la temeridad negligente (o no) o la
negligencia temeraria (o tampoco), sean lo que sean, lo mismo o cosas
diferentes, estarán ahí, y no hay manera de evitarlas según y quien juzgue, tal
vez desde una cómoda posición y a distancia.
Lo que le dije en un mensaje al responsable del
asunto, mi arcipreste: “¡Estoy sorprendido! Leyendo lo que sale en el periódico
se entiende que ya no va a ser posible llevar a la chavalada ni a por pipas al kiosco
de la esquina. Espero que recurráis y salgáis de ésta”. Su respuesta no me ha
llegado, aún; tal vez esté hecho un lío dándole vueltas al follón que le ha
dejado su antecesor en el cargo. ¿Fui temerario o fui negligente?, estará
pensando. Voy a mandarle otro mensaje, porque no se merece un verano de incertidumbre
quien tiene buena voluntad y motivos más que suficientes para haber superado la
ingenuidad primera.
¡Força, Alfredo!
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