No quiero crecer


El síndrome de Peter Pan y el complejo de Wendy


Ayer fue su cumpleaños, dieciocho, pero lloraba en lugar de reír. Aún así la felicité y traté de hacerla ver que siendo mayor de edad las cosas le irían mucho mejor. No lo conseguí.
Maltratada en casa, viviendo en realojo, vestida y comida por caridad, añoraba sin embargo que la telefonearan su madre, –la consentidora–, y sus hermanas, –otras que tal. Ignoro si lo hicieron antes de acabar la jornada. ¿Para qué me sirve esto? –y señalaba el cigarro que se estaba fumando. Me lo han vendido desde los catorce. El alcohol ni lo pruebo, así que…
Una cara preciosa, un cuerpo como corresponde a su edad, sus ojos expresan una madurez que se niega a asumir. Querría, quiere, no cruzar el umbral que la aleja de la infancia.
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Voy a ser vecino tuyo, me dijo hace tiempo. En efecto, se alojó en adosado con jardín. A la vuelta del verano ya estaba de vuelta al piso. Chico, los sábados son para no madrugar; ¡iba yo a levantarme pronto para tirar de azada!
Lo he recordado hoy al ver que ¡estamos saliendo de la crisis! En efecto, me he cansado de contar los equipos de jardineros a domicilio que tenían sus vehículos aparcados a la puerta de las muchas urbanizaciones de esta zona. Se ve que, con la temporada veraniega, ya es posible poner a punto las piscinas comunales y los céspedes que las rodean.
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No sé si los griegos y las griegas tampoco quieren ser mayores, o esperan que sean otros quienes les caven los huertos y les limpien las calles…
Alguien se sentó a la mesa tras una noche de farra, como quien se fue de botellón precipitadamente, y no quiere entender que, si abandonarla sin mediar palabra está feo, volver a sentarse resultará horroroso cuando no hay disculpa ni la va a haber, aunque se la espere.

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