Mayo mariano



Esta mañana cambié la ruta del paseo y anduvimos entre la colegialidad que iba gozosa y enflorecida a sus deberes. Si ellos van a hacer su ofrenda, también yo, que ni la he mencionado en todo el mes, debería hacerla. Y en ésas estoy, aunque sea el penúltimo día. Bien que me gustaría ser original, pero de María se ha dijo, escrito y pensado tanto, que qué más añadir. Sólo me brota del pensamiento y de los labios una plegaria.
Sin embargo ya tengo puestas demasiadas, aunque nunca debieran ser suficientes. A mayor oferta, más posibilidades y alternativas, que cada quien tome lo que le convenga.
Buceando por la estratosfera he tenido la suerte de encontrarme un tesoro. Unas homilías, entonces se decían sermones, que predicó Karl Rahner en 1953 en la iglesia de la Santísima Trinidad de la Universidad de Innsbruck durante el mes de mayo. Tranquilos, no pienso publicarlas, aunque merecería la pena. Se pueden adquirir en Herder, “María, madre del Señor”, a un precio asequible. También están en internet, pagando y sin pagar.
De una de estas homilías entresaco estos párrafos que me parecen suficientemente expresivos y explicativos de por qué y cómo honrar a María en el mes que tradicionalmente se le dedica. No son plegaria, pero concluyen en Amén. De modo que bien pudieran servir para un momento de reflexión meditativa.

Virgen con Niño. Díptico de la Virgen con Maarten van Nieuwenhove, de Hans Memling. Museo Memling, Brujas, Bélgica


Cuando celebramos el mes de mayo podemos decir: estamos celebrando una concepción cristiana de la existencia humana; podemos decir que la celebramos como la palabra de Dios pronunciada sobre nosotros mismos; que celebramos una concepción gloriosa de nuestra propia existencia. Pues no consideramos al hombre solamente como ser problemático y frágil situado entre los dos abismos de la nada; no lo consideramos solamente como el hombre de la angustia y de la necesidad, pues hablamos de María y la proclamamos bendita y gloriosa, y al decir esto, en definitiva decimos también algo de nosotros mismos.
Cuando celebramos el mes de mayo pedimos la ayuda de toda la naturaleza para proclamar al hombre como imagen de Dios, para decir de él que es el redimido, alguien a quien Dios ha llamado a vivir su propia bienaventuranza. Celebramos y anunciamos la idea cristiana del hombre. Y somos –si es que en realidad queremos serlo– modernos, cuando exponemos las antiguas y santas verdades que hemos confesado siempre; somos en realidad modernos cuando caemos de rodillas y oramos: y el Verbo se hizo carne, nacido de la Virgen María.
Nuestras reflexiones nos dicen además: nos pertenecemos los unos a los otros. Todos participamos en la carga y en la felicidad, en el peligro y en la salvación de cada uno de los otros. Y por eso nos reunimos en esta santa asamblea. Una asamblea que ora, que canta, que escucha la palabra de Dios no es solamente la reunión de individuos aislados, no es solamente una multitud de individuos atomizados que, movidos por una última angustia de su salvación, se agrupen aquí por razones meramente prácticas, para intentar después llevar a cabo solos su propia salvación.
Somos una santa asamblea, que alaba a Dios, al proclamar la gloria de la Virgen santa porque dependemos, en nuestra salvación, de esa misma Virgen y Madre de Dios. Somos una comunidad santa que en realidad forma un bloque compacto y por consiguiente se reúne conjuntamente; una comunidad que, en la unidad, experimenta gracia de aquel que Dios nos ha dado por la obediencia y por la carne bendita de la santísima Virgen. Somos los llamados desde la perdición y el abandono del individuo, a la unidad del amor y de la gracia de Dios.
Por tanto, deberíamos vivir estas verdades constantemente, todos los días. No podemos orar aquí en común, si cuando salimos no nos entendemos los unos con los otros, en el amor, la fidelidad, soportándonos mutuamente con paciencia.
El culto a María es, por tanto, algo que desde sus más profundas raíces tiene relación con el amor al prójimo. De modo que no existe ninguna mariología que pueda ser importante y tener algún sentido para nosotros, si no es verdad que cada uno es responsable también de la salvación de su hermano, y que puede y debe actuar en su favor por medio de la oración, el sacrificio y la ayuda personal.
Por ser esto verdad, María se nos presenta no solamente como la madre de nuestro Señor, sino también como nuestra madre. Y porque esto es así, estamos nosotros aquí reunidos y queremos volver a alabarla en estos días con toda la alegría de nuestros corazones.
Una alabanza semejante es, en definitiva, una glorificación del Dios eterno, ese Dios que en su Verbo hecho hombre se ha acercado a nosotros al nacer –encarnado– de la Virgen María. Amén.

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