Las manos del Cristo


Tiene las manos grandes, dijo nada más verlo. Estas manos son de otra talla, rubricó. En efecto, este Cristo tiene unas manos enormes, pensé yo al caer en la cuenta de lo que me estaba diciendo. Le pondremos el dedo que le falta.
Y me lo devolvieron recompuesto.
Este otro las tenía normales, con un solo dedo, el pulgar izquierdo. Así lo encontré, y así lo he tenido más de treinta años. Pero, con la lección aprendida, se los he colocado a mi manera, siempre chapucera, para que no desdiga. Y de paso le he añadido unos clavos verosímiles.

Pero no es cuestión que me preocupen esos detalles. Si pretendiera que Cristo tuviera proporciones en su anatomía, estaría forzándole a ser a mi manera, según mis creencias, a la medida de mis intereses.
He visto, porque son multitud, tallas suyas de todas las formas, colores, dimensiones… Cristos feos y guapos, brillantes y tenebrosos, luminosos y opacos, oníricos y desesperantes. Todos son de mi agrado, incluso los empalagosos. No es la imagen sino lo que representa lo que importa.
Hay un pequeño gran detalle que no hay que obviar: las manos de todos los Cristos están abiertas. Que no se nos olvide.



EL PRESENTE DE JESÚS Y DE SU VIDA

Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, verdadero Dios y verdadero hombre, uno en la unidad de la persona y en la indivisible e inconfundible dualidad de las naturalezas, te adoramos porque estás verdaderamente presente entre nosotros.
No sólo estás presente con tu eterna divinidad —por la que eres la misma naturaleza, potencia y gloria del Padre, en la que vivimos, nos movemos y existimos—, desde la que penetras todo lugar con tu inmensidad. Estás entre nosotros con tu cuerpo, tu alma y tu corazón de hombre en el Sacramento del altar. Estas aquí, Tú, el que naciste de la Virgen María.
Tú, que has vivido una existencia humana con sus horas grandes y pequeñas, con sus alegrías y sus lágrimas, su monotonía gris y aburrida y sus momentos decisivos. Estas aquí, Tú, el que sufrió y fue crucificado bajo Poncio Pilato. Tú, el que apuró el cáliz del dolor hasta las heces.
Estás presente con tu cuerpo transfigurado por la gloria de Dios. Estás presente con tu corazón humano que irradia la gloria de la eternidad. Tu espíritu humano contempla, cara a cara, la luz inaccesible del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el Dios trino, eterno e incomprensible. Sí, estás presente como hombre. No te vemos, pero el ojo de la fe atestigua tu presencia de hermano que comparte la misma naturaleza. Nuestros oídos no te oyen, pero el oído de la fe percibe el canto de alabanza eterna que Tú, sumo sacerdote e intercesor de la humanidad, diriges al eterno Padre con la alegría de tu corazón transfigurado de divinidad.
Te adoramos, te alabamos, te damos gracias y celebramos tu gloria, porque has querido habitar entre nosotros. Nuestro Dios, nuestro origen y principio, nuestra meta y fin. Sí, has querido estar entre nosotros, ser como nosotros. Has querido comenzar desde el principio, has recorrido los senderos de nuestra finitud en este valle de lágrimas para alcanzar el destino final. Tú eres nuestro Destino.
Estás en medio de nosotros. Tu vida humana es increíblemente cercana. Aquello que viviste hace mil novecientos años sólo ha pasado en apariencia. Ha pasado el aspecto exterior de tu vida: ya no naces como un niño pobre, no tienes hambre o sed, no te cansas, no lloras...; la nada cambiante de lo que llamamos vida no pasa por ti, ni Tú lloras por ella. Tu alma no se transforma. No mueres. Todo eso se acabó y fue maravilloso porque era único y pasajero. Todo pasó. Tu vida humana creada, finita y cambiante ha entrado en la eternidad de tu Padre. Ha llegado a su cumplimiento, en donde alcanza la perfección definitiva, la libertad vital en la que el fluir del tiempo se condensa para siempre en el abrazo único e instantáneo de la eternidad. Tu vida humana desapareció para entrar en Dios.
Por eso estás presente, porque tu vida está unida al eterno en el origen de cada cosa, donde el amor y la sabiduría permanecen con presencia inalterable. Tu espíritu y tu corazón humanos ven y abrazan a Aquel que da al tiempo su eternidad, al devenir su duración, al cambio su reposo, a lo transitorio su incesante estabilidad. En la sabiduría y en el amor eterno de Dios, tu corazón descubre el amor y el abrazo eterno a tu vida pasada. Desde aquí, tu vida posee la realidad completa. Jesús, tu corazón permanece para siempre.
Lo que sucede en la vida humana son sólo acontecimientos externos, pero cuando se sumergen en la oscuridad del pasado anulador engendran eternidad y contribuyen a la formación de nuestro hombre espiritual impregnado de eternidad. No somos un camino que fluye en momentos pasajeros y que se queda tan vacío como al comienzo del caminar. Somos un arcón en el que cada instante, al dejarnos, deposita lo que tiene de eterno: la capacidad libre y humana de decidirnos por El o contra El. Este es el acto definitivo. Es como si las olas del tiempo lamieran silenciosamente la playa de la eternidad con su flujo y reflujo. Como si cada ola, cada instante, cada acción, depusieran cuanto de eterno hay en ellas: el bien y el mal, como los valores eternos de las cosas temporales.
Este bien y este mal, unidos a nuestras obras fugitivas, se depositan en el fondo incancelable de nuestra alma, la penetran y configuran su profundidad escondida y oculta para nosotros, pero no para Dios. Así se alcanza lo eterno en el transcurrir del tiempo: la perennidad del alma, el destino. Y cuando el tiempo cese nada se habrá acabado. Desaparecerán las aguas y vendrá a la luz, manifiestamente, lo escondido: la vida eterna tal como el hombre la forjó y modeló.
Así se te ocurrió a ti. Porque eres hombre y has llevado a cumplimiento una vida plenamente humana. Tu vida permanece no sólo en Dios, sino para ti mismo. Lo que fuiste vive para siempre. Tu niñez pasó, pero hoy eres ángel que fue niño como lo puede ser cualquier hombre. Tus lágrimas se terminaron, pero hoy eres como cualquiera que alguna vez haya llorado. El corazón no olvida las razones de su llanto. Tus penas han cesado, pero en ti permanece la madurez del hombre que las ha probado. Tu vida y tu muerte transcurrieron, pero lo que maduraron se ha hecho eterno y está presente entre nosotros. El heroísmo de tu vida es presencia de eternidad que supera cualquier obstáculo con el amor que lo forma e ilumina. Tu corazón es eterno porque respondió decididamente sí a las disposiciones del Padre. El sometimiento, la fidelidad, la dulzura, el amor a los pecadores, que surgían en cada momento de tu vida, están presentes como los rasgos característicos de tu libertad y de tu naturaleza humana. Así te encuentras ahora en medio de nosotros. Está presente lo que fuiste, viviste y sufriste.
Pero hay otro motivo por el que tu vida está realmente presente. Cuando vivías, tu pensamiento y tu amor no estaban sólo cerca de tus contemporáneos. El amor de tu corazón humano —y no sólo de tu naturaleza divina— se dirigía a nosotros: yo estaba allí, mi vida, mi tiempo, mi ambiente, mis problemas, mis horas grandes y mezquinas, lo que quiero ser ahora con mi libertad... Tú, en la misteriosa intimidad de tu ser profundo, ya lo sabías todo. Lo acogías todo y lo llevabas en el corazón. Tu vida humana fue modelada por mi vida desde siempre. Ya entonces dirigías mi vida, orabas por mí, dabas gracias por mi Gracia. Tu vida se ocupó de la mía y formaba algo de mi existencia. Y ahora que tu vida se ha hecho presente, y estás aquí presente en el Sacramento, eres el que con su vida eterna envuelve mi conocimiento y mi amor.
Y así te queremos adorar:
¡Oh Jesús! Te adoramos.
¡Oh Dios eterno! Te adoramos.
¡Redentor nuestro, presente en el Sacramento! Te adoramos.
¡Vida y muerte de Jesús, eternamente presentes en el conocimiento y en la voluntad inmutable del Padre! Te adoramos.
¡Vida y pasión de Jesús, que desde siempre acogisteis nuestra vida! Te adoramos.
Jesús, que estás verdaderamente entre nosotros!
[Karl Rahner. Oraciones de vida. Publicaciones Claretianas. Madrid 1986, págs. 77-81]

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