Vestidos de primera comunión



Cuando el enemigo es irrenunciable, lo mejor es tomarle como aliado. Y a regañadientes, ahí estamos. Primeros dos lotes, de cuatro, de niñas novias y niños almirantes que han gozado del “día más feliz” de sus cortas vidas. Deseo vehementemente que sean largas y repletas de emociones, ricas en experiencias enriquecedoras y desbordantes de frutos sanos.
Enterado, por fin, del sentido simbólico* que pudieran tener tales aditamentos, mantengo mi criterio de considerarlos inapropiados. Sin embargo, ya puestos, hay que aprovechar lo aprovechable.
No empecemos por la vía negativa. Que han sido muchos los intentos para cambiar esta costumbre, y qué poco ha quedado de todos ellos. Desde el hábito talar y uniforme, hasta el chándal secularizante, nadie ha logrado atinar con lo exacto.
Es cosa probada, eso al menos me dicen papás y sobre todo mamás, que es el sueño de las mismas personas interesadas el ir ataviadas a su gusto; y que incluso, desde mucho antes del evento, ya tienen en mente qué quieren ponerse y dónde conseguirlo. No termino de creerlo; no, al menos para un buen número de ellas. Pero ya que no ha de haber guerra por unos aditamentos de más, al menos que vengan sencillas. Y en esas estamos.
Ahorita mismo vamos con los dos siguientes lotes, los últimos, para rematar la faena. Serán en total cuarenta y nueve, no quiero ni imaginarme cómo se apañarán en lugares donde, según dicen, tienen ¡quinientos!
Nosotros, de momento, nos defendemos. Y a lo que se ve, todo está ya preparado (incluidos los ventiladores por si la caló aprieta), y la mesa puesta.


*El encuentro con Jesús/esposo, para ellas/novias; el servicio a la Iglesia/barca en el proceloso océano de la historia, para ellos/marineros.

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