Todo el mundo sabe
que los miembros de la Iglesia Católica tenemos un sacramento que se conoce
como de la Penitencia. Se trata del gesto sacramental por el que se solicita y se
recibe el perdón. Por ser sacramento requiere un signo visible y una realidad
invisible; es lo que se conoce como “res et sacramentum”. En román paladino,
alguien expresa estar arrepentido de sus pecados y pide perdón, y otro alguien
manifiesta que por su medio Dios perdona. Nada más lejos de mi ánimo hacer
chascarrillo de este sacramento, en el que creo y tanto solicito como
administro. Pero los escolásticos hicieron un estudio tan detallado y
pormenorizado, no sólo de la mecánica del mismo, sino y sobre todo de los
llamados pecados, con su número, especie, circunstancia y demás accidentes
añadidos, que no tiene por qué resultar molesto para nadie que nos lo tomáramos
con una pizca de humor.
Sin embargo es un
sacramento muy serio. Al menos Jesús, cada vez que en los evangelio afirma “tus
pecados quedan perdonados” o “vete y no peques más”, no se ríe ni hace
cuchufletas; tampoco se pone en plan juez; se le nota delicadeza, ternura y
tacto, no importa que poco antes haya mirado a algunos amenazante advirtiendo
“el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. O que hubiera
discutido con santones de pureza porque le recriminaran hacer aquellas cosas
que él hacía precisamente en sábado, contraviniendo la sacrosanta ley de
Moisés.
El caso es que, de
tradición en la Iglesia Católica, este sacramento se ha venido celebrando en
los alrededores de un mueble, generalmente de madera, conocido como
confesonario, situado en el interior de los templos, y en lugar reservado y
discreto, aunque claramente indicado. Es el sacramento de la discreción por
antonomasia; y del sigilo sacramental. Tratándose de un asunto delicado y
sensible, muchas veces se ha realizado con dureza y sin contemplaciones. Una
pena; una auténtica pena.
Con el Concilio
Vaticano II se rescató la manera de celebrarlo comunitariamente. De cualquier
rincón del templo se pasó a realizarlo en medio de la nave central. Del
bisbiseo y medias palabras, a las exclamaciones y cantos agradecidos. De tal
manera que si antes se decía, “vengo de confesarme”, luego se empezó a escuchar
“nos hemos reconciliado”. Ahora se hacen ambas, según necesidad y oportunidad.
Pero, insisto, dentro.
Sacarlo a la calle
¿no resulta extraño y un tanto snob?
No me pareció
entonces esto.
No me gustó esta foto
robada, por más simpática que resulte ver al papa Francisco confesándose. Le
pillaron.
Esto no está bien.
Sencillamente lo considero fuera de lugar e inapropiado.
Nosotros lo
celebramos juntos con inmensa alegría. Y cantamos incluso a gritos. Pero no
damos cuartos a ningún pregonero. Es libre la entrada, la puerte está permanente abierta y está anunciado con suficiente antelación en
tiempo y forma.
¿Que cómo sabe la
gente que nos confesamos? O lo nota, o qué más da.
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