Acabo de levantarme
de la siesta y, con los ojos a medio abrir, leo en la pantalla esta frase que
dicen pertenece a papa Francisco. Restriego mis párpados y vuelvo a leer. Como
no termino de entender, busco para confirmar la exactitud de la letra y la
autoría. Confirmado, es textual y la ha dicho el papa.
Y ¿ahora qué? Pues
ahora nada. Bueno, sí; me sale ¡me cachis con la teología que está en la base!
No me cuesta decir
con el militar, “no soy digno de que entres en mi casa”, que aparece en el
evangelio. No la tengo como para recibir visitas, ni puedo exigir a quien venga
que se aguante con lo que encuentre. Bienvenido a mi casa quien no tenga que
descender de ninguna altura, ni ascender para alcanzar el dintel de mi puerta.
Por eso, entre otras cosas, vivo en una vivienda a ras del suelo. Y tan feliz.
Si Dios estuviera en
el cielo, mal lo tendríamos para que cupiera por el hueco. Si un ser humano
viviera en el inframundo, no me saldría invitarle a venir, para no
avergonzarme(le); sería (debería ser) yo el que se aproximara a él.
Así las cosas, creo
con mi paisana Teresa de Jesús, la Santa Andariega, que Dios está entre mis
cacharros de cocina, junto a mi mesa camilla, al borde de mi estrecha cama de
noventa por ciento ochenta centímetros (niquelada y la que usó mi mamá en su
juventud en la casa paterna), e incluso pedalea cuando me muevo de acá para
allá por la gran ciudad, haciendo silencio en medio del tumulto del tráfico,
pero eso sí, con un ojo atento a la circulación.
Un Dios así no puede
dejar que yo piense de semejante manera. Ni siquiera cuando meto la pata y me
pregunta ¿qué estás haciendo con tu hermano? No puedo imaginar qué infierno
pueda él tener dispuesto para mandarme a mí o a quien sea para siempre jamás.
Hace mucho que he
renunciado a nombrar ese lugar. Y si existiera, me niego a pensarlo como
destino de nadie. Aquí la doble negación no afirma, niega dos veces.
Si papa Francisco lo
ha usado ayer en Santa Marta, él sabrá por qué. Si ha querido aleccionar a
alguien, sus motivos tendrá. A mí, no. Incluso me apena que haya echado mano de
semejante herramienta.
Humildemente creo que
yo no debería ir al infierno. En realidad, nadie que yo conozca o haya
conocido. Ni hablar. Suficientes infiernos hay en este mundo de nuestros
pecados como para encima disponer de este otro, dilatado en la duración y
henchido de sufrimientos inimaginables.
Si al infierno no,
¿entonces tal vez al purgatorio o al limbo? Dado que ya está dicho que el limbo
no existe, ¿purgatorio para qué? ¿No es suficiente con este valle de lágrimas?
Con los recursos
catequéticos hay que tener mucho cuidadín. Si no se tiene, alguien puede coger
el rábano por las hojas y se arma. A papa Francisco yo le recordaría, con
perdón, un soneto de nuestro más ingenioso y prolífico escritor, don Lope de Vega, que dice
No me
mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me
mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme,
en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me
tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Los de mi generación
lo conocemos desde muy pequeños, y aunque no lo recitemos en voz alta, este
soneto está tan metido en las entrañas que nos sale de natural mientras
vivimos.
Llegando al final de
este escrito, veo en Internet que no está claro quién fuera el escribano de
estos versos. Si Santa Teresa, si San Juan de la Cruz, si el agustino Miguel de
Guevara, si el P. Torres, capuchino, o el P. Antonio Panes, franciscano. Yo me
aferro a mi niñez y aprovecho que Montoliú lo dice para seguir creyendo que don
Lope fue su autor. Y sin más, publico y me voy a la cama, recitándolo, por
supuesto, y creyéndome sincero al rezarlo.
Totalmente de acuerdo contigo.Yo tampoco conozco a nadie que merezca un sufrimiento eterno, y tampoco creo que este fuera ordenado por el Dios en el que me empeño en creer.
ResponderEliminarUn abrazo.