Parodiando a la
archiconocida ley de Campoamor, en este mi pequeño mundo nada es verdad ni es
mentira… yo arrimo al ascua mi sardina. Porque si hoy “toca” hablar de la
mujer, hablaré según mi particular modo de ver, que ya se sabe que de colores
los gustos mandan. O sea. Como diría nuestro paisano Umbral.
Armas de mujer, bien
podría ser el tema. Yo lo cambio por mujer con arma: Judit. Y más en concreto,
la pintura de Goya, de la que era absolutamente desconocedor hasta hace apenas
unos minutos, titulada Judit y Holofernes, realizada sobre un muro de la Quinta
del Sordo, entre 1819 y 1823, de la que J. Laurent obtuvo esta fotografía en
1874:
La Quinta del Sordo,
Madrid, fue donada por Goya antes de partir para Burdeos en 1823 a su nieto
Mariano. Éste se la vendió a Javier Goya, en 1833, aunque retornó a la
propiedad de Mariano en 1854. En 1859, la posesión fue vendida a Segundo
Colmenares. En 1863 fue adquirida por Louis Rodolphe Coumont. Comprada en 1873
por el barón Fréderic Emile d´Erlanger, encargó éste el inmediato traslado de
las pinturas murales a lienzo.
Fue Salvador Martínez Cubells (1842-1914), restaurador del Museo del
Prado y académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando, quien trasladó las pinturas a lienzo, ayudado por sus hermanos
Enrique y Francisco.
Este cuadro fue
presentado en la Exposición Universal de París de 1878, para su posible venta.
En 1881, d’Erlanger lo cedió al Estado español, que lo destinó al Museo del
Prado, donde está expuesto desde 1889.
Y copio
descaradamente de Wikipedia, porque buena gana de trabajar teniendo esto:
El cuadro recrea de
modo personalísimo el conocido tema de Judit de
Betulia
que, para salvar a su pueblo del ataque del general Holofernes, lo seduce y decapita.
De este modo la
obra pudiera aludir a Goya y Leocadia Zorrilla o Leocadia Weiss (pues estaba
casada, y este era el apellido de su marido), su amante. O quizá, de modo más
general, al poder de la mujer sobre el hombre. Desde el punto de vista psicoanalítico se ha querido ver el tema de la
castración, que deberíamos situar en el contexto de un anciano de más de
setenta años (como era el pintor cuando lo realizó) en relación con su amante,
mucho más joven, y con quien cohabitaba. Además el cuadro estaba enfrentado al
que se ha interpretado como el de Leocadia
junto a la tumba del propio Goya.
La iluminación es
muy teatral, y focalizada; parece reflejar una escena nocturna iluminada por un
hachón o tea, que ilumina el rostro y brazo ejecutor de Judit y deja en
penumbra el rostro de una vieja criada que está representada en actitud de
ruego u oración. Es significativo que tanto el rey como la representación de la
sangre queden fuera de campo, en una composición muy original, que exacerba los
habituales desequilibrios compositivos y de encuadre de las Pinturas negras.
La paleta de
colores utilizada, como en toda esta serie, es muy reducida. Emplea en este
caso negros, ocres y algún toque sutil de rojo, que es aplicado de modo
enérgico y a pinceladas muy sueltas. Este cuadro, junto con toda la obra de la
decoración de la llamada Quinta del
Sordo,
contiene rasgos estilísticos que el siglo XX caracterizaría como expresionistas.
Ahora continúo yo. En
cuanto al relato bíblico, que se encuentra en el libro llamado precisamente
Judit, del Antiguo Testamento de la Biblia, es universalmente conocido. No
obstante este es en resumen su contenido, que vuelvo a copiar de Internet:
El libro de Judith narra la historia de cómo Dios
ayudó al pueblo de Israel a no caer bajo la dominación de Nabucodonosor, rey de
Asiria, un hombre avaricioso que quería ser reconocido no sólo como rey, sino
como dios, y dios de todos los pueblos. Para esto preparó a todos sus ejércitos
y dispuso que los que no se rindiesen ante su poder, fueran exterminados. Así
fue, poco a poco, haciéndose con el control de muchos pueblos y tribus. Pero
Holofernes, que era el general de los ejércitos de Nabucodonosor, al llegar a
la llanura de Esdrelón, en el territorio de Israel, supo que los israelitas,
que habitaban en la ciudad de Betulia, no pensaban rendirse ante su rey.
Aquior, jefe de los ammonitas, le contó a Holofernes cómo a los israelitas, si
eran fieles a su Dios, nadie podría vencerlos. Esto le hizo montar en cólera, y
en seguida comenzó a rodear la ciudad para un ataque. Sin embargo, alguien que
conocía aquellos montes, le aconsejó al general: «Es mejor que, en vez de
intentar un ataque, rodeemos la ciudad para que no puedan salir de sus
murallas, y que nos hagamos con el control de sus fuentes, para que con el
tiempo no tengan agua para beber y la sed les obligue a rendirse». Dentro de la
ciudad, Ocías y otros jefes habían dispuesto no rendirse. Sin embargo, la sed
hizo que las fuerzas de los israelitas fueran disminuyendo y los jóvenes, las
mujeres y los niños comenzaron a desfallecer y quejarse a los ancianos.
El libro de Judith nos cuenta cómo
esta mujer, al conocer el sufrimiento del pueblo de Israel, decide ir a hablar
con los jefes del pueblo para decirles que tiene un plan. Vuelve a su casa y
allí, por primera vez en mucho tiempo, pues era viuda desde hacía tres años, se
arregla bien, se pone sus mejores ropas y joyas, y sale de la ciudad con su
sierva, en dirección a los ejércitos de Holofernes. Los soldados se quedaron
muy extrañados al ver a una mujer tan bella llegar sola con su esclava, pero
ella les dijo: «Pertenezco a la tribu de los israelitas y vengo huyendo de
ellos porque se han entregado a la muerte al querer evitar que su rey sea
Nabucodonosor. Quiero hablar con Holofernes para indicarle cómo puede atacar
mejor a mi tribu sin que muera ni uno de su ejército». Todos alabaron la
decisión de esta bella mujer, y, más tarde, Holofernes, al oírla, no sólo la
acogió a su cuidado, sino que se quedó prendado de ella.
Así Judith permaneció varios días con
el ejército del enemigo, sin olvidarse de su pueblo ni de su Dios, al que
rezaba todos los días.
Un día, Holofernes quiso cenar con
ella. Judith aceptó, y cenaron juntos. Pero Holofernes estaba tan alegre de
tener a una mujer tan bella, que bebió muchísimo vino, hasta estar tan borracho
que no podía casi moverse. Este momento fue aprovechado por Judith para cortarle
la cabeza, guardarla en una alforja, y escapar del campamento. Llegó a Betulia
y allí colocaron la cabeza en lo alto de la muralla.
De este modo, el pueblo de Israel
comprobó cómo el Señor nunca abandona a los que cumplen sus mandamientos.
Judit y Holofernes, Donatello (1455–1460). Palazzo Vecchio |
Finalmente, y vuelvo
a tomar la palabra escrita, resulta cuando menos humorístico el hecho de que
esta vez las armas de mujer resultan ser eficaces pero sólo cuando son un medio
para dejar paso a las armas de varón. Esas son las que de verdad matan.
Dolores Aleixandre,
aunque reconoce que la mira con cierta ambigüedad, hace esta recopilación de
las utilizadas por Judit:
Su figura no queda
reducida al rol de esposa, madre o viuda, y no le hace falta la presencia de
ningún hombre para llevar a cabo su plan. Los jefes de Betulia reconocen su “prudencia”,
su “inteligencia” y su “buen corazón” (8,29), y será aclamada como “bendita de
Dios”, como “gloria, honor y orgullo” del pueblo y como “bienhechora de Israel”
(15,9-10). Sin embargo, hay una insistencia constante en su belleza: “Era muy
bella y atractiva” (8,7); su lengua era “seductora” y capaz de “quebrar la
arrogancia” de Holofernes (9,10); era “bellísima, capaz de seducir a los
hombres que la viesen”; “todos quedaron pasmados ante aquel rostro tan hermoso”
(10,7-23); “en toda la tierra, de punta a cabo, no hay una mujer tan bella”
(11,21); “no cayó su campeón ante soldados, ni lo hirieron hijos de titanes, ni
gigantes corpulentos lo vencieron, sino Judit, hija de Merarí, lo paralizó con
la belleza de su rostro, su hermosura esclavizó su alma…” (16,6-9). Se subrayan
con frecuencia los recursos que ella emplea para acentuar su belleza: “Se ungió
con un perfume intenso, se peinó, se puso una diadema y se vistió la ropa de la
fiesta que se ponía en vida de su marido, Manasés; se calzó las sandalias, se
puso los collares, las ajorcas, los anillos, los pendientes y todas sus joyas”
(10,3-4); “se levantó para arreglarse, se vistió y se puso todas sus joyas de
mujer” (12,15); “sujetó sus cabellos con una diadema y se vistió de lino para
seducirlo” (16,8).
Pero al final,
reconoce que la más eficaz y definitiva de todas las armas que esta buena y
bella mujer esgrime en su batalla es que “Él me envía para hacer contigo una
hazaña que asombrará a cuantos la oigan…” (11,16)
Y es que, –y
con esto retomo mi discurso y concluyo–, Judit hizo lo que hizo porque “n o está en el número tu fuerza, ni
tu poder en los valientes, sino que eres el Dios de los humildes, el defensor
de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de
los desesperados” (9,11), como ora apremiante y confiada poco antes de
emprender su ardua empresa. Se sabe elegida de Dios. Pone de su parte todo lo
que sabe y es capaz. Espera que Él haga todo lo demás. Ella sabe muy bien que
una simple espada es muy poquita cosa.
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