Es la segunda vez que
el estado vaticano responde ante El Comité
de la ONU por los Derechos del Niño. La primera fue el 14 de
noviembre de 1995. La última ayer, 16 de enero. Comparecieron dos prelados de
categoría: Silvano Tomasi nuncio ante la Onu y Charles J. Scicluna, obispo auxiliar de Malta y fiscal de la Congregación
para la Doctrina de la Fe; además, Greg Burke, asesor de comunicación de la Secretaría de Estado
del Vaticano, el miembro de la Secretaría de Estado Christophe
El-Kassis, el profesor de Derecho Internacional en la Universidad
Pontificia de Letrán Vincenzo Buonomo y la profesora de
Derecho de la Escuela de Derecho Ave Maria de EEUU Jane Adolph.
Seis personas de alto rango para terminar diciendo que en el estado del
Vaticano hay apenas sólo 36 niños y niñas, y que gozan de una muy estupenda
salud.
Afirmaron, por supuesto, que hay abusadores entre los miembros del
clero, y que se condena cualquier tipo de delito sobre la niñez. Rotundamente
concluyeron que se han “delineado políticas y procedimientos para ayudar a
eliminar tales abusos y colaborar con las autoridades estatales respectivas para luchar
contra este delito”.
Pero no han querido
responder al cuestionario que se les planteó, aduciendo que no pueden dar razón
de aquellas personas que pertenecen a otros estados y tienen su propia
legislación como ciudadanos de allá.
Yo esperaba una forma
más airosa, clara y contundente de acabar con esta nebulosa en la que está
metida la Iglesia Universal por razón de las miles de denuncias sobre abusos
por parte de la parte contratante, es decir, de aquellas personas que por ser
vos quien sois han gozado de una confianza total, y han delinquido.
Precisamente porque
estoy dentro de este cotarro, sé que lo de centralidad no es real en esta
Iglesia real; que parece todo muy uniforme pero que es que no lo es, y que en
cada sitio hay diferente manera de aplicar lo que podría entenderse como una
base y regla común y uniformante.
Pero sé igualmente
que existe, se da, una manifiesta tortícolis de tanto mirar a Roma. Y eso es
precisamente lo que la gente ve. Y de ahí deduce que aquí se marcha a ritmo del
paso de oca. Y mientras eso se siga pensando porque se dan más que motivos para
ello, hay que hablar y actuar de forma mucho más transparente y decidida.
Salvar a la
institución así no se consigue.
He de reconocer que
tardé en aceptar este crimen de los abusos, por la sencilla razón de que nunca
tuve ni siquiera sospechas de que pudiera ocurrir. En mi entorno ciertamente
jamás lo vi. Pero una vez comprobado que no es invención, estoy que trino y
juro en arameo*.
Con otras cosas puede
actuarse con indulgencia y misericordia. En este otro asunto, la misericordia –o compasión–
debe estar dirigida precisamente a las víctimas, no a los victimarios.
Y que no me vengan
ahora diciendo que éstos también han sido víctimas y reproducen comportamientos
sufridos. Eso no cuela.
Lo dicho, demasiada
diplomacia y muy poca claridad. Así no se demuestra que hay verdadera gana de
acabar con ello.
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Tengo
a gala haber disfrutado de mis juegos con los niños de ambos sexos, de no
habernos cortado ni un pelo ni ellos ni yo en nuestras manifestaciones lúdicas
y afectivas en cualquier tipo de actividad que hiciéramos; de hacerlo a pleno día
y también en encuentros bajo la luna al amor del fuego; cantando, pegándonos,
haciéndonos aguadillas o abrazándonos. Y ahora ni siquiera puedo hacer una
carantoña ni dejármela hacer. Ya es fastidio. ¡Dita sea!
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