Víctor, mi fontanero favorito, y alguna vieja historia para entretenerme




Cuando nos metimos en este lugar, ni sabíamos dónde y cómo lo hacíamos, ni mucho menos sospechábamos cómo íbamos a continuar. Pero nos metimos. Y llegó el momento de ponerle calor, porque en esta bendita tierra el invierno dura ocho meses, por lo menos. Y qué invierno…
El caso es que tras varias tentativas, decidimos instalar una calefacción central, con radiadores y caldera como dios manda. Y saliera el sol por donde saliera.
El titulado en menesteres calefactoriles que se avino a tan magna empresa resultó ser cercano al barrio. Voluntarioso a más no poder, e ingenioso y también mañoso: Víctor.
Víctor es el de la izquierda, aunque sea de derechas. ¿Lo es?
Preparó un proyecto a vuela pluma de auténtico rechupete. Todo a estrenar, salvo la caldera, que se buscaría en un desguace. Y la trajo, vedla ahí en la foto, es una manejable L-20. La idea era acoplarla un inyector de gasoil y ponerlo todo en marcha.
Cuando lo arranqué, celebramos una fiesta por todo lo alto en el hogar; vinieron hasta los de Pilarica para representarnos un teatrillo. Y qué casualidad, la madre de Víctor estuvo genial en su personaje.
Por la noche, al hacer cuentas ya sólo conmigo mismo, no me salieron. Si en cuatro horas habíamos gastado tanto para calentar sólo el hogar atestado de personal, qué sería de todo el conjunto durante jornadas completas y con mucho menor asistencia.
Decidí abandonar el líquido y agarrarme a lo sólido: carbón, leña y similares.
Víctor me entendió. Y encargó una máquina infernal, este mastodonte: una roca L-40 de nueve elementos.
Metro de altura, metro y pico de largura y casi medio metro de anchura. No había en toda esta parte del mundo otra semejante. Ella sola se zampaba del primer bocado cien kilos de carbón. Claro que tenía todos los adelantos para su categoría. Incluso el ajuste automático del tiro, mediante ese artilugio que con la cadena cerraba o abría la compuerta de abajo del aparato. El termostato se ajustaba si hacía mucho viento y el fuego se encabritaba, o si por el contrario estaba todo en calma y había que avivarlo. En fin, una maravilla.
No había fogoneros auxiliares, sólo y únicamente fogonero: servidor. Todas las mañanas, muy tempranito, me embutía en mi disfraz de deshollinador, sacaba la ceniza y las escorias, limpiaba el calderón y lo preparaba con nueva carga. Si abultaban mucho los cuatro calderos que se zampaba de una vez, no menos importante era la ceniza que había que sacar de sus bajos con un cogedor, a paletadas. Así que dado que la boca de abajo era más o menos como la de arriba, es decir, muy grande, ideé un sistema que me lo facilitara.
Pasé al taller de Abdón, que qué casualidad estaba justo en frente, y le pedí a Jose que me soldara una pieza que le iba a preparar. Vente a la hora del almuerzo y lo hacemos.
Había llegado de no sé donde una enorme cubeta de hierro revestido de porcelana que tendría metro por metro por cien (para quienes trabajan el hierro esta última medida siempre equivale a diez centímetros; ellos acostumbran a medir las cosas en milímetros). La usábamos para hacer el yeso. Tomándome las precauciones en materia de seguridad e higiene en el trabajo que requería el asuntillo, corté con la radial la parte central, quedándome con las dos laterales. Eso es lo que quería que Jose me soldara.
Resultó así una especie de canaleta de un metro de larga por veinte centímetros de ancha. Cabía perfectamente por la boca inferior y recogía la ceniza que caía desde el interior de la caldera.
Cuando nos pasamos al gas natural, descansé como nadie en el mundo y en la historia jamás haya descansado. Ahora sí que es coser y dormir, todo lo hace ella solita: arranca, se para, sube, baja, cierra aquí, abre allí… en fin, una gloria bendita.
Arrinconé la enorme L-40 en el trastero, juntamente con calderos, cogedor, criba, disfraz y antifaz, y también la bandeja de la ceniza. Cuando vino el de los hierros viejos, cargó con todo, menos con ella. Aquí la dejó por inútil. Y ahí ha seguido hasta hoy.
Hasta ayer por la tarde en que caí en la cuenta lo bien que me podía servir para poner las últimas lilas decentes escogidas de entre los ya exánimes lilares.
Previamente, por la mañana había hecho un centro con espumillón solo. Y había quedado aceptable.
¿Pero qué tendría que hacer con esas lilas para que aguantaran hasta el siguiente día? Porque no hay repuesto. ¡Ponerlas en agua! Y fue durante la siesta cuando me vino la idea. Ahora ya está todo hecho y el nuevo centro de lilas preparado para la velada de hoy al mediodía. Esta vez no va a resultar que los últimos se queden las migajas. Tendrán también flores frescas, como los primeros.
¡Y mucho más grande!

3 comentarios:

  1. Bueno, bueno, Míguel, qué afanes y aventuras has tenido que pasar en esa tu parroquia para casi todo. Ahora bien, tengo que decirte amigo mío, que este centro es, como el anterior, ¡¡¡precioso del todo!!! y además ¡¡¡mucho más grande, sí señor!!!, así que precioso al cuadrado o al "1 metro por 20 centímetros"

    Besos

    (corrige el título de la entrada, te ha salido "entretenArme" en lugar de "entretenErme")

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  2. Corregido el desagüisado. Tengo que decirte que justo hace un ratico han llegado unas vecinas con dos preciosos ramos de flores; uno de rosas y otro de calas. El conjunto ha quedado primoroso.

    Besos.

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