Creo que no hay
pueblo o aldea en la que no haya existido un molino. El pan necesita harina, y
el grano hay que molerlo en algún lugar. Por tanto molinero o molinera es
palabra tan común en esta tierra como el pan de cada día.
En mi pueblo conocí
dos fábricas de harina; la de Castrillo y la de Nuestra Señora de los Ángeles.
Funcionaban a base de motor; el tipo de combustible supongo que sería la
electricidad, aunque cabe la posibilidad de que en sus principios fuera de otro
tipo.
En mi pueblo el agua
sólo sirve para beber, porque no pasa casi nada por su río, el Valdeginate. Un
poco alejado pasa el canal, –la ría–, y ese sí que ha movido fábricas y ha
llenado y vaciado exclusas para hacer posible el tráfico fluvial de cereales y
otros productos agrarios. Como de eso ya hablé, ahora no digo ni pío.
Tardé tiempo en
conocer el uso del agua como energía, pero ya sólo como pasado, salvo cuando lo
venía en el NO-DO, que ocurría fijo fijo cada tarde de domingo.
El caso es que el
tiempo que estuve en Montealegre me sirvió para conocer los restos de sus trece
molinos, que se dice bien, trece; todo su valle está plagado (lo estaba
entonces, cuando lo pateé) de restos de fábrica en piedra, ruedas de molino y
canalizaciones que denotan lo mucho que aprovecharon los lugareños la fuerza
del poco agua que discurre por aquel arroyo, otrora cangrejero.
Pongo aquí algunas
fotos que conservo.
Este otro está en
Castromonte. Es el molino nuevo; del molino viejo, si existió, no quedan
restos.
Qué tiene, pues, de
extraño que el grito de ¡molinero! fuera usual en aquellos tiempos en que cada
casa habitada debía proveerse de harina para amasar el pan. Tarde o temprano se
veían en la necesidad de acercarse al molino con la carga de cereal destinada al
autoconsumo. Sí, ir a visitar al molinero era tan habitual como ir hoy al
ambulatorio a por las medicinas.
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