«No hagáis que los muertos sigan muertos»



Esta frase se me ha ocurrido a mí solito, aunque creo que alguna ayuda sí que he tenido. Y me ha venido cuando he visto la foto de las autoridades de mi ciudad ante la tumba de los vallisoletanos ilustres. El arzobispo rezaba el responso y el resto cumplía el rito como mandan las ordenanzas.
Ahora mismo no caigo qué cuerpos puedan estar enterrados en esa sepultura, pero en un rápido repaso por la historia local puede que haya de literatos, alcaldes, artistas plásticos, ingenieros de obras públicas, arquitectos, expertos en leyes, en fin, gentes que han señalado con su obra lo que hoy es Valladolid. [Faltan, y ya es faltar, barrenderos, oficinistas, bomberos, fontaneros, maceros, guardias, limpiadores, jardineros, alcantarilleros… en masculino y en femenino. No caben todos en tan reducido espacio].
Honrarles de esa manera es acentuar que, en tanto que su obra está repartida por la geografía y la historia de la villa, sus personas siguen ahí, bajo la losa de mármol, esperando que una vez al año se acerquen para recordarles como lo que fueron, gente ilustre, y señalarles lo que ahora son, muertos.
Puede incluso que se diga que siguen vivos en libros, edificios, monumentos, parques y jardines, ordenanzas y remodelaciones urbanas; pero el responso no se recita frente al callejero ni en la biblioteca municipal, tampoco en el Campo Grande, y mucho menos en los barrios que han expandido la urbe a lo largo del Pisuerga, a lo ancho de este valle por encima de cerros y altozanos.
No han sido ellos solos, los de alto rango. También el pueblo llano ha visitado el camposanto para acercarse a rendir sentido homenaje a sus allegados fallecidos. Flores, naturales o artificiales, limpieza de lápidas, un momento de silencio, una oración, unas palabras, alguna que otra lágrima, y callados o hablando muy quedo volver a casa.
Este rito que se repite por tradición y piedad, también por sentimiento, tiene su excepción tanto en quienes asisten con más asiduidad, incluso diariamente, como en los que no asisten nunca.
No pienso ni quiero criticar o devaluar una costumbre que está arraigada y extendida aquí y otras muchas partes. Allá por donde he viajado he podido ver cementerios con toda clase de tumbas, del tamaño y riqueza proporcional al empaque y hacienda de las personas finadas. No fueron sólo los faraones quienes buscaron eternizarse en las pirámides; tal parece que quien no tiene un mausoleo, grande o pequeño, barroco o sencillo, nunca ha existido. Lo respeto, pero si miro, paso de largo. ¡Ojala la memoria que mantenga a esas personas en sus deudos esté en consonancia con la magnitud de estos monumentos! Aunque no, porque entonces los pobres quedarían en evidente desigualdad, frente a tanto cariño empedrado -o "enrocado"- en losas, cruces, ángeles y floreros.
Tengo la suerte de creer en que la vida no se puede, porque no se deja, encerrar bajo el suelo ni entre piedras, tampoco en la mar ni sobre los campos abiertos.
Si hubo un tiempo en que los cuerpos de los guerreros muertos en combate debían ser piadosamente enterrados y venerados en tanto llegara el momento de la resurrección, y ofrecer sacrificios por sus pecados tal y como consta en el segundo libro de los Macabeos (12, 40-46), ahora estamos en otro tiempo, y la pregunta «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» que figura en el evangelio de San Lucas (24, 5) se llena de sentido para todo ser humano al decir de San Pablo: «Si nuestra existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya» (Rm 6, 5). Y esto para mí es una cuestión transcendental, pues Jesús se ofreció como pan entregado y vino derramado para la vida de todos, tal y como vemos que dice el Nuevo Testamento (Mt 26, 26-30; Mc 14, 22-25; Lc 22, 15-20; 1 Cor 11, 23-25), y Dios siempre es Dios-para-nosotros en la vida y en la muerte, «Dios de vivos» (Cf. Lc 20, 38; Rom 14, 7 ss).
Con todo y con eso, cada cual que haya lo que quiera. Yo termino diciendo que no voy al cementerio, y, como San Pablo, que puesto que «hay quien da especial relieve a ciertos días, y hay quien los considera todos iguales; que cada cual actúe según su propia conciencia. El que piensa que hay que celebrar ciertos días, lo hace por el Señor; el que come de todo, lo hace también por el Señor, y de hecho da gracias al Señor por ello; y el que no come ciertas cosas, se abstiene de comerlas en consideración al Señor, y también da gracias a Dios.»
Y no se me escandalice nadie, que seguiré como siempre acompañando a mi gente tanto en sepelios como en aniversarios, no sólo porque así quiero hacerlo, es que es lo que ellos creen y así también lo pide la Iglesia.

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