Con su pan se lo coman


Es lo único que se me ocurre tras ver los resultados, por ahora provisionales pero sin duda similares a los definitivos, de las elecciones autonómicas que se han celebrado durante el domingo.
Ni gano ni pierdo en este envite. Sin embargo no puedo sacudirme una especie de tristeza; sí, esa es la palabra que mejor expresa lo que ahora siento.
¿Como podría sentirme de otra manera si desde que tuve ocasión de tratar con gallegos y con vascos, todos varones como corresponde a mi condición, no he dejando de pensar, porque así lo he percibido, que son muy particulares, que son de una pasta diferente a la mía. En suma, que no los entiendo.
Pero no voy a pulsar ni una tecla más por este asunto.
Punto y aparte.


Despidióse del cabrero don Quijote y, subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy mala gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo y deseaba que él comenzase la plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo:
—Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición y me dé licencia, que desde aquí me quiero volver a mi casa y a mi mujer y a mis hijos, con los cuales por lo menos hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades de día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana y con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida, y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y, con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo.
—Ya te entiendo, Sancho —respondió don Quijote—: tú mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en cuanto anduviéremos por estas sierras.
—Sea ansí —dijo Sancho—, hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será; y comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que qué le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella reina Magimasa o como se llama. ¿O qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro y las coces y aun más de seis torniscones.
—A fe, Sancho —respondió don Quijote—, que si tú supieras como yo lo sé cuán honrada y cuán principal señora era la reina Madasima, yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat que el loco dijo fue un hombre muy prudente y de muy sanos consejos y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. Y porque veas que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin juicio.
—Eso digo yo —dijo Sancho—, que no había para qué hacer cuenta de las palabras de un loco; porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced y encaminara el guijarro a la cabeza como le encaminó al pecho, buenos quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora que Dios cohonda. Pues ¡montas, que no se librara Cardenio por loco!
—Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madasima, a quien yo tengo particular afición por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas, y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y malintencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentirán otras docientas todos los que tal pensaren y dijeren.
—Ni yo lo digo ni lo pienso —respondió Sancho—. Allá se lo hayan, con su pan se lo coman: si fueron amancebados o no, a Dios habrán dado la cuenta. De mis viñas vengo, no sé nada, no soy amigo de saber vidas ajenas, que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano. Mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos, y no hay estacas. Mas ¿quién puede poner puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
—¡Válame Dios —dijo don Quijote—, y qué de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante entremétete en espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
—Señor —respondió Sancho—, y ¿es buena regla de caballería que andemos perdidos por estas montañas, sin senda ni camino, buscando a un loco, el cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
—Calla, te digo otra vez, Sancho —dijo don Quijote—, porque te hago saber que no solo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero.
—¿Y es de muy gran peligro esa hazaña? —preguntó Sancho Panza.
—No —respondió el de la Triste Figura—, puesto que de tal manera podía correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de estar en tu diligencia.
—¿En mi diligencia? —dijo Sancho.
—Sí —dijo don Quijote—, porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte, presto se acabará mi pena y presto comenzará mi gloria. Y porque no es bien que te tenga más suspenso, esperando en lo que han de parar mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo…
(El Quijote. Capítulo XXV Que trata de las estrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo a la penitencia de Beltenebros)

2 comentarios:

  1. ¡jajajaja!...has pensado y sentido lo mismo que yo...pero ni una tecla más al respecto.
    El capitulo del Quijote, para otro momento...vamos, Rocinante,
    ¡a dormir!...

    Besos

    Anna J R

    ResponderEliminar
  2. Yo no he querido ni ver las noticias ni leer ná de ná. ¡si es que no tenemos remedio!.

    Besos

    ResponderEliminar