¡Me rindo!

Por los gestos y los ademanes, adivinar quién es el vencedor…

No es una expresión que haya usado muchas veces en mi vida. Lo mío es antes muerto que sin honra. ¿Rendirme yo? ¡Jamás!

Pero ya se ve que es pura baladronada. Tal vez no haya usado esas palabras, pero con los hechos me he rendido muuuuuchas veces. Sin reconocerlo abiertamente, que quede bien claro. Que uno es muy suyo.

No sé a qué se debe mi comportamiento. Tal vez a que, como se suele decir, así nos han educado. Está bien eso de echar balones fuera y culpar incluso al sol naciente de los defectos que nos cuesta un huevo reconocer y casi dos corregir.

No es de extrañar que esto que me ocurre a mí le suceda también a otras muchas personas, habida cuenta de que es bastante corriente que en este país de pecadores nadie dé su brazo a torcer ni reconozca errores forzados o no, salvo que le retuerzan el brazo. Y aún así, como aquella vieja que se hundía en el cenagal, con las manos seguimos matando chinches.

Esta tarde he vivido con tensión el final del partido entre Nadal y Djokovic, y he disfrutado con la alegría del campeón. Estaba desbordado.

Pero tengo que descubrirme. ¡Chapeau por el serbio y por el mallorquín!

Esa foto que está en la picuruta de este escrito es la que más me gusta de todo el desarrollo del evento. Rafa será el campeón, pero ambos han ganado para mí.

Ya va siendo necesario recuperar algo que se perdió por el camino; o, si nunca ha sido así, aprender de quienes viven el deporte con absoluta intensidad, a dejar en el terreno de competición las naturales diferencias y tomarse un par de birras mientras se habla del tiempo que hace. O abrazarse, que también.