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San Pedro y San Pablo. Jusepe de Ribera, El Españoleto. Museo de Estrasburgo |
Hoy me está
apeteciendo hablar del motivo de esta fiesta, lo que pasa es que no sé por
dónde empezar, y luego qué decir. Porque hoy no es sólo San Pedro, es San Pedro
y San Pablo. Sí, los dos. Aunque el segundo parece que desaparece tras la
figura del primero. No me extraña, es lo que pasa cuando alguien cree recibir
todo el poder, y encima sujeta las llaves que lo abren o cierran todo. Hay que
ver lo que puede la responsabilidad, le encoge a uno y le hace estrecho de
miras.
Pero sí, hoy es, y
desde hace muchos siglos, tantos como casi diecisiete, la solemnidad de San
Pedro y San Pablo.
Así consta en los
anales, al menos desde el año 258, que ya es constar.
Resulta que de San
Pedro recordamos lo de que tenía suegra, luego estaba casado; ¿hijos? no se
dice; pescador, terco, algo simple, fallón y bravucón, armado con espada, y
desaparecido en combate cuando las cosas se pusieron a malas. Sin embargo a él
le correspondió dar la cara aquel día en que llegó el Aire de Jesús a renovarlo
todo, todito, todo. Su discurso en la mañana de Pentecostés fue memorable.
Puede leerse en el Libro de los Hechos de los Apóstoles 2, 14-36. Desde
entonces parece que asió firmemente el timón de aquella barquilla que empezaba
a navegar por el ancho y proceloso océano.
En cuanto a Pablo
sabemos, porque así está escrito o porque nos lo hemos inventado, que le
tiraron del caballo cuando iba aguerrido a cargarse a los fanáticos de la nueva
y perniciosa secta de los seguidores del nazareno revoltoso; que viajó mucho y
escribió bastante; que tenía algo contra las mujeres y que se inventó tanto que
incluso hay quien dice que él creó la Iglesia; y que no se debía haber leído el
evangelio, porque a la hora de citar, se ve que conoce perfectamente la Ley de
antes de Jesús, pero de lo que dijo e hizo éste no dice ni pamplona. ¿Qué raro,
verdad?
Ahora se cree que en
el Papa están ensambladas ambas personalidades, primando la de Pedro más que la
de Pablo, en una suerte de equilibrio inestable que se soluciona por lo del
ordeno y mando.
No se les hace
justicia a ninguno de los dos. Y de rebote, a todo el resto. San Pedro y San
Pablo son como el agua y el vino; cada uno es bueno por sí, juntos vino aguado.
Pedro es el quicio de la puerta, Pablo el aire que pasa a través de ella. Pablo
mira hacia afuera, Pedro debe cuidar lo que tiene encomendado. Pedro es firme,
Pablo debe templar gaitas y habérselas en el ágora, justo en medio de la calle.
Si los fundimos en uno sale un perro del hortelano: ni come berzas, ni deja que
se coman.
Y es lo que tenemos,
una mala conjunción de astros. Quien debiera ilusionarnos resulta ser quien nos
vigila y controla. Es chocante que Pedro recibiera la orden de soltar amarras y
bogar mar adentro, y que fuera Pablo quien realmente lo hiciera. ¿Se cambiaron
las tornas?
Si Pedro no se baja
del trono, ni permite que Pablo hable en libertad; si Pablo no deja de mirar
tanto a Pedro y ni consiente que el Espíritu lo arrastre; si las piedras, en
lugar de gritar, callan; si preocupan más la barca y las redes que la propia
pesca; si el tesoro desaparece y devalúa oculto por la aparatosidad del
barro que lo contiene (y hasta lo retiene), que ahora mismamente parece oropel… Si Pedro no es menos Pedro y más Pablo, entonces no queda otro remedio que volver a recitar, reflexionar y orar aquel ya viejo poema de este otro Pedro, Casaldáliga para más señas:
Deja la curia, Pedro,
desmantela el sinedrio y la muralla,
ordena que se cambien todas las filacterias impecables
por palabras de vida, temblorosas.
Vamos al Huerto de las bananeras,
revestidos de noche, a todo riesgo,
que allí el Maestro suda la sangre de los Pobres.
La túnica inconsútil es esta humilde carne destrozada,
el llanto de los niños sin respuesta,
la memoria bordada de los muertos anónimos.
Legión de mercenarios acosan la frontera de la aurora naciente
y el César los bendice desde su prepotencia.
En la pulcra jofaina Pilatos se abluciona, legalista y cobarde.
El Pueblo es sólo un «resto»,
un resto de Esperanza.
No Lo dejemos sólo entre guardias y príncipes.
Es hora de sudar con Su agonía,
es hora de beber el cáliz de los Pobres
y erguir la Cruz, desnuda de certezas,
y quebrantar la losa —ley y sello— del sepulcro romano,
y amanecer
de Pascua.
Diles, dinos a todos,
que siguen en vigencia indeclinable
la gruta de Belén,
las Bienaventuranzas
y el Juicio del amor dado en comida.
¡No nos conturbes más!
Como Lo amas,
ámanos,
simplemente,
de igual a igual, hermano.
Danos, con tus sonrisas, con tus lágrimas nuevas,
el pez de la Alegría,
el pan de la Palabra,
las rosas del rescoldo…
…la claridad del horizonte libre,
el Mar de Galilea ecuménicamente abierto al Mundo.
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Heilige Petrus en Paulus, Marie-José van der Lee (1965). Steenhoffstraat, Soest/The Netherlands |