Y convertimos una
granja en lugar de encuentro, la vaquería en nuestra casa, donde fabricaban
terrazos en fábrica de ilusiones y realidades con piso firme.
Todo eso hicimos, y
seguimos.
El caso es que el
corral estaba hecho una pena, como el resto. Y el milagro fue asumirlo como
propio, esa fue la auténtica transformación.
Haremos un jardín.
No, que lo pisarán todo. Un jardín. Y bancos. ¿Bancos? ¿Quién va a sentarse
aquí? Nosotros.
Por aquel entonces
era concejal un amiguete. Recién estrenada la democracia, el ayuntamiento
también era nuestra casa. Y allá fuimos a pedir bancos de desecho, de lo que
estaban para tirar; ya veríamos nosotros cómo los acomodábamos.
El concejal en
cuestión, Valeriano por nombre, ni corto ni perezoso encargó a unos
funcionarios que nos llevaran en un camión cinco bancos a estrenar. ¿Nuevos,
Valeriano? ¡Qué pasa, que no os los merecéis! ¡Hombre, así dicho…!
Los cinco bancos,
blancos, destellaban en la grisura del corral que aún no era más que eso.
Estuvieron blancos y limpios apenas unas horas. En cuanto la chiquillería entró
en tropel hollaron cuanto pudieron aquella blancura hasta hacerla oscura y fea.
¿No te decía que eso
aquí no? Tranqui, tiempo al tiempo.
El corral poco a poco
fue mutando, apenas sin notarse: unos rosales por aquí, romeros del monte de La
Espina por allá, lilares por acullá, tarais de un lado, parras del otro,
piedras rústicas haciendo cerco, el pitosporo que plantó el señor arzobispo Don
José, un pino de la sierra de Covaleda, el acebo de la montaña palentina,
tomillo de los páramos abulenses… y el cedro justo en el medio.
El corral pasó a ser
patio, y también plaza. Incluso pensamos derruir la tapia verja de la calle,
para hacer un coso comunal. Ahí nos paramos, que con lo público no debíamos
entrar en liza.
Y los cinco bancos,
ya negros del pisoteo, colocados por doquier, no invitaban al asiento.
Lo hablamos, lo
pensamos y desechamos la idea de retirarlos. Insistimos, son para sentarnos.
Nuestra insistencia
fructificó. Ahora sólo quienes llegan nuevos se atreven a subirse a ellos, la
mayoría sabe que deben estar limpios para que nuestros traseros, blancos,
azules, verdes o amarillos, no se manchen. Son bancos para sentarse, no plintos
para gimnasia. Menos, montañas donde airearnos o dar la nota desde arriba.
Lo mismo ocurrió con
el resto. Y es que en cuanto se consigue que las cosas sean consideradas como
propias, no sólo se miran de otra manera, también se las trata mejor.
Los bancos ahora son
de color oscuro, pero no por suciedad, sino porque el aceite de linaza es así y conserva la madera que es un gusto; y, sobre todo, por estar a la intemperie a lo largo de casi treinta años.
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