Sin alma

Aigüeta de la Ball
 
De todos los parajes que he visitado, nada comparable a la Aigüeta de la Ball, precioso vallecillo al que se llega tras una placentera caminata de pocas horas.
Sale el sendero por detrás del monasterio de Nuestra Señora de Guayente, en Eriste, camino hacia Benasque. Hay que buscarlo, porque entre la espesura del bosque nadie no avisado sería capaz de dar con él.
El camino, muy marcado, va subiendo con una suavidad apenas perceptible, adentrándose por el valle y ofreciendo pequeños placeres que pueden entretenerte, incluso despistarte de lo que en ese momento hay que hacer: caminar sin prisa pero sin pausa.
Tras dos horas, más o menos dependiendo de cómo se lo haya tomado uno, y después de subir un pequeña y estrecha torrentera, se descubre mirando hacia abajo unas praderas en la hondonada, atravesadas por el arroyo.
Bajas, subes, sigues subiendo, y allá donde pisas todo es hierba, y arbolado, y agua, y todo en derredor montañas tan altas como la luna.
Llegamos allá hacia las dos de la tarde, porque ni habíamos madrugado ni nos dimos excesiva prisa en el paseo. También hay que decirlo: el último tercio del sendero estaba sembrado de grosellas, fresas silvestres y otras delicadezas que no eran para mirarlas solamente.
Recorrimos aquel lugar, constituido por sucesivas terrazas naturales (o artificiales, vaya usted a saber) de prados donde no pastaban vacas en aquel momento, pero no juraría que no lo hagan en otra época, dado el aspecto tan apetitoso que presentaba el suelo alfombrado de césped.
Entre disfrute y disfrute, con el calorcillo almacenado durante la ida y el hermoso día veraniego que nos habían regalado, no nos percatamos de que estábamos muy altos, yo qué sé a cuantos metros de altitud. Lo nuestro era únicamente gozar.
Gran Eriste y Eriste Norte. Al fondo, el Llardana o Poset
Serían las seis o las siete, y el sol empezaba a rozar la línea de las montañas que le tocaban por la parte que le corresponde cuando se mete, -Eriste Sur, Gran Eriste y Eriste Norte- y nuestros cuerpos empezaron a notar cierto fresquito.
No somos expertos montañeros, pero tampoco novatos, que ya hemos pasado de todo. Y sabemos que en el Pirineo como en el resto de las montañas, hay que caminar de madrugada para que el atardecer te pille de vuelta a la abrigada. Pero confiados en aquella simpática guardesa que nos aseguró que la zona era de toda y absoluta seguridad, dejamos correr el tiempo, que se nos deslizó sin enterarnos en aquella ribereta paradisíaca.
Resumiendo: era agosto, y no muy tarde, pero en aquella hondonada la humedad ambiente, a falta de sol, se nos metió hasta los huesos. Tuvimos que abrigarnos, que eso sí llevábamos, y deshacer el camino hasta el monasterio de Guayente a paso marcial. No porque se hiciera de noche, sino para no quedarnos helados.
La experiencia me dice que la naturaleza es bella, y se te ofrece sin condiciones. Ahí está, toda para ti. Pero lo siento, tengo que reconocerlo y hay que decirlo bien alto: no tiene alma.
Tanto es así que si no te precaves, te mata. O te deja morir, que para los efectos es lo mismo.
Esa es mi experiencia, acumulada a lo largo de mi vida montañera y, no importa dónde ni cuándo, que nadie ha conseguido contradecirme.
Valgan estos otros ejemplos, que sólo voy a citar, abundando en lo que digo:
Vegabaño en otoño
Refugio de Vegabaño, León. Bosque de hayas. Salimos de la zona de acampada con tiempo seco, sendero marcado, ruta segura y mucho tiempo por delante. A las dos horas de cruzar torrentes que alimentan al río Dobra, empieza a llover, el aire se hace traslúcido, el sendero se difumina, cada haya es igual o semejante a su vecina y no se sabe ya si subíamos o bajábamos. El instinto salió en nuestra ayuda y, ya anochecido, milagrosamente la zona de acampada apareció de pronto ante nuestros ojos en medio de una lluvia torrencial.
Pic d'Ani
La Pierre de Saint Martin, Francia. Dejamos el erreseis aparcado en lo alto de puerto, y, con un sol de justicia y el cielo completamente limpio, iniciamos el recorrido que bordea enormes oquedades hacia el Pic d’Ani (o Auñamendi). En el camino gentes nos adelantaban y cruzaban, jóvenes y adultos, todos los idiomas del planeta. A las doce en punto coronamos la cima, y ante el espectáculo nos detuvimos, parado el reloj, a contemplar el paisaje siguiendo la rosa de los vientos. No estábamos solos. Tras un lapso de tiempo indefinido aterrizamos y nos descubrimos completamente abandonados. Sospechando lo peor, bajamos deprisa la pedrera y a duras penas alcanzamos la zona de dolinas cuando ya la niebla nos había engullido totalmente. En la nada blanca que no te permite ver tu pie derecho nos dejamos guiar por Moli y, tras reiterados paso adelante, paso atrás, nos dimos de narices con una cabaña ganadera. Afortunadamente, cuando ya desistíamos de seguir andando, habíamos llegado a la civilización. Un corto trayecto en vehículo agropecuario nos deja en una zona construida y deshabitada donde alguien, avisado y samaritano, espera a quienes allá arriba dejaron un solitario renault de matrícula espagnola. ¿De Valencia? De Valladolid. Yo visité Salamanca. Apenas traspasamos la frontera, respiramos aliviados ante un cielo azul y a la vista de Belagua. Eran las cuatro de la tarde. Salíamos de un infierno opaco y entrábamos en el país de la claridad.
Lagunas Cimera, Galana y Mediana
Cinco Lagunas desde su desagüe
Una curva en la carretera que baja serpenteando hacia Barco de Ávila, junto al Tormes. Camino que se adentra en la Garganta del Pinar, Gredos. Día del Pilar. Caminamos ágiles en una mañana preciosa de otoño y plena de colorido. En la mente, recorrer Las Cinco Lagunas, y volver. Recorridas y contempladas las cinco, -Cimera, Galana, Mediana, Brincalobitos y Bajera-, con el aperitivo tempranero de Majalaescoba, nos entró el capricho de llegar hasta la del Gutre, que no era plan de dejar alguna de lado. El exceso de recorrido forzó una bajada de vuelta apresurada, ante el ocaso inminente del sol otoñal que es visto y no visto. En esas estábamos, y en un cambio de rasante, en lugar de girar bajando a la izquierda, seguimos al frente llaneando. ¡Ostras, tú, se acabó el sendero! A tientas, recorrimos el brezal, esforzándonos por recordar si el sendero quedaba ahí o más abajo, donde el arroyo zumbaba peleón. Al coche llegamos cuando ya la luna estaba en lo más alto. Pero llegamos, y era muy de noche. En el camping Gredos hay portero permanente, menos mal. Aunque algo haría, digo yo, el rezo de salmos que en comitiva desgranamos angustiados en la tensa espera; o si fue directamente la Pilarica quien nos guió.
Y como no hay tres, sin cuatro, la última.
Cañón de Añisclo desde el Collado
Acampados en el Valle de Pineta, intentamos un sueño largamente mantenido: el Collado de Añisclo, desde el que sin duda podríamos disfrutar de la disforme y ciclópea hendidura que ese valle asemeja en la tierra, y que ya sospechábamos cuando lo recorrimos por abajo. Amén, también, podríamos contemplar la Fon Blanca desde la otra parte. Llegar supone antes empezar, y el empiece está tan escondido que lleva su tiempo dar con él. La senda, luego, todo un GR 11, es en realidad un camino de cabras, en el que las piernas no te dan porque no alcanzas. Es sin embargo muy transitada, a pesar de lo difícil. Apenas tenemos el collado a nuestra mano, se arma la de dios es cristo, con rayos y centellas, truenos y repique de tambores, y una lluvia que más parecía diluvio; y nosotros, al raso. En un periquete nos arremolinamos en un falso llano un centenar de caminantes, todos pegados al suelo y escondidos bajo nuestras capas, compartidas, por supuesto. Hubo quien rezó; otro cantaba; por allá, alguien reía los chistes que le contaban. Y más de alguno lloró como infante desvalido. Tres tormentas se juntaron sobre nosotros, y cuando abajo nos aliviábamos, nos dijeron que se puso todo negro, tanto que temieron por los de arriba, y a punto estuvieron de tocar a rebato. Llegamos empapados, hambrientos, congelados, y con más ganas que al principio de pisar lo alto del Collado, ver Fon Blanca y contemplar Añisclo. Sólo pudo ser un año más tarde.
Pico Almanzor. Circo de Gredos

No, la naturaleza es bella, pero no tiene alma. Ni piedad, ni misericordia. Si tú no te cuidas, ella tampoco lo hace.

3 comentarios:

  1. El que no tiene misericordia contigo es el aceite de freír los huevos, ni la camisa negra, ni la naturaleza, esa que te embelesa tanto que pierdes el tiempo contemplandola y después te sorprende con su fluir natural, no va a estar esperando a que tu bajes para anochecer, o para llover o para..., anda con mas cuidado ¡ hombre !, que algún día tendremos un disgusto grande; lo digo por la quemadura.

    Abrazos

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  2. Míguel, pareces nuevo, con las que te han pasado ya podías haber aprendido. Y efectivamente la naturaleza no tiene ni sentimientos, ni alma, ni ná de ná de esas tontás que a los humanos nos traen de cabeza. Ella hace lo que debe y allá con los que no se enteran. Mira las lagartijas, los pájaros, las moscas, las avispas como sí fluyen con el resto del medio. Somos los humanos los torpes. ¿No te parece? Pero... ve con cuidadito, guapo.

    Besos

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  3. Tienes razón, Laura, los accidentes domésticos están ahí, agazapados, y son más peligrosos porque aparentemente no parecen tan graves que los que puedes imaginarte en otros lugares. Te pillan con la guardia baja, y te la arman. Así que tendré mucho ojito con el aceite caliente. Besos.


    ¡Jo!, Julia, es que uno no termina de asimilar que contemplar un bello paisaje pueda suponer un peligro, y es real. Un agosto fuimos a Gredos, y nos enteramos que se había extraviado un niño de un grupo; murió de frío en la noche, en la Plataforma, o sea justo al empezar. En la montaña puede ocurrir eso, y más.
    Yo tengo más cuidado en esos lugares que en casa, donde me puede asaltar cualquier accidente de los que llaman domésticos, y eso que tengo mucho cuidado con lejías y demás. Besos

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