Los hijos ¿heredarán la dentera?

Montes el Ebal y el Garizzim, entre los que estuvo Siquem, hoy Nablús
 
Era un dicho que se decía en el antiguo Israel, aludiendo a que los hijos habrían de sufrir los efectos de la mala conducta de sus mayores. Lo podemos encontrar en boca del profeta Ezequiel: «Los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos sufren la dentera» (Ez 18, 2).
Lo he recordado el otro día, cuando escribí sobre Samuel. Porque Samuel, que fue niño, creció y se hizo de mayor profeta. A él le tocó en suerte buscar al rey que iniciara el reino que el pueblo había decidido ser. Porque así fue, aunque parezca mentira, y ya casi nadie lo recuerde.
Tal vez convendría hacer un poco de memoria, no sólo porque resulta sano para la mente, sino también porque ayuda a entender algunas cosillas que pasaron entonces, hace muuuuucho tiempo; y también ahora, en este hoy que vivimos.
Probemos.
Es sabido que los israelitas fueron un no-pueblo, que estaba sirviendo a los egipcios en régimen de esclavitud. Un líder, Moisés, los aglutinó al sacarlos hacia la libertad, y durante el viaje por el desierto los cohesionó de tal manera que decidieron apoderarse de una tierra que estaba a la otra parte. No fue Moisés el que entró al frente, sino su sucesor en el cargo, un tal Josué.
Pero antes de entrar en la tierra de promisión, La Tierra Prometida, el nuevo caudillo Josué reunió a toda las tribus de aquel no-pueblo en un lugar llamado Siquem y, en asamblea extrañamente democrática para aquella época tan antigua, conminó a todos a tomar partido por Yahvé, que les había arrancado de la mano del tirano, y dejaran los dioses a los que habían adorado sus padres en Egipto y antes de Egipto. El pueblo entero juró con alto juramento no servir a nadie salvo a Yahvé.
Está preciosamente narrado este episodio bíblico en el Libro de Josué 24. Termina con la rúbrica del acuerdo que desde entonces es conocido como El pacto de Siquem.
Pasa mucho tiempo, Israel es dueño de su tierra, y se va defendiendo del asedio de unos vecinos y otros merced a tener siempre un líder, muerto ya Josué, que, tanto en forma de varón como de mujer, gobierna con prudencia, pulso firme y sabiduría. Y también, al parecer, con el beneplácito de Yahvé. Es la época conocida en la historia como de Los Jueces.
Samuel, juez y profeta de Israel.

Pero hete aquí que, y aquí aparece Samuel, el pueblo decide ser como los demás pueblos, y tener un rey como dios manda. Y va y le dice a Samuel que se lo diga a Yahvé.
Samuel, en contra de su voluntad pero atendiendo al mandato de Yahvé, les explica en qué consiste eso de tener rey, y sus consecuencias, que no siempre son agradables, y termina por ungir a un jovenzuelo alto y guapo como el primer rey del nuevo reino de Israel. Se llamaba Saúl. Y esta parte de la historia está narrada en el Primer Libro de Samuel 8-10.
Rey David. Basílica de Santa María la Mayor. Roma.
Como era de prever Saúl resultó un fiasco. Hubo que darle pasaporte, porque no había quien lo aguantara. Le sucedió David, que fue grande, en obras y en desastres; pero la historia le recuerda porque venció a Goliat, escribió y cantó los Salmos, y dio al pueblo el gusto por vencer a los enemigos y arrebatarles su botín. Aquellas gentes dejaron de ser no-pueblo para convertirse en vasallos. Y empezaron a tener su merecido.
A David le sucedió Salomón, otro que tal baila, y que sería muy sabio, y tendría sus más y sus menos con la reina de Saba, pero construyó el Templo de Jerusalén y enriqueció a la nación judía, haciéndola envidiable entre otras naciones del entorno. Sí, Salomón fue mucho más que aquel juez que acertó quién era la madre del niño que a punto estuvo de ser tajado por medio. Por ejemplo, gravó al pueblo con impuestos excesivos, le hizo trabajar de balde para hacerse palacios, castillos, murallas; incluso se le antojó tener una flota mayor que cualquier otra. Como David, su padre, y como Saúl, Salomón tampoco tuvo las manos limpias, y la sangre le corrió entre los dedos.
Y cuando ya le tocaba dejarlo y pasarle a su hijo el asiento, el pueblo decide convocarse de nuevo en asamblea, y democráticamente decir alguna que otra palabra.
Y es precisamente Siquem el lugar donde tiene lugar dicha asamblea; de una parte el hijo de Salomón y heredero del trono, Roboam, de otra el pueblo entero. Y el portavoz popular va y le dice al pretendiente a rey:
«Tu padre ha hecho pesado nuestro yugo; ahora tú aligera la dura servidumbre de tu padre y el pesado yugo que puso sobre nosotros, y te serviremos».
Roboam se tomó tres días para pensárselo y su respuesta fue:
«Mi padre hizo pesado vuestro yugo,
yo lo haré más pesado todavía.
Mi padre os ha azotado con azotes,
mas yo os azotaré con escorpiones».
A este episodio, algunos lo citan como La manifestación de los indignados de Siquem.
Por supuesto Roboam no fue rey de Israel, sólo de una pequeña tribu, Judá. El resto, todo él al grito de
«¿Qué parte tenemos nosotros con David?
¡No tenemos herencia en el hijo de Jesé!
¡A tus tiendas, Israel!
¡Mira ahora por tu casa, David!»
apedreó al que pretendía heredar el reino de David, que tuvo que poner tierra por medio, y decidió que su rey fuera a partir de entonces un tal Jeroboam. Pero esta es otra historia, y también tiene su miga que algún día habrá que añadir a esta mesa.
Esto también está en la Biblia, en el Primer Libro de los Reyes 12-13, y resulta de lo más aleccionador.
Profeta Ezequiel. Capilla Sixtina.
Volviendo al principio, Ezequiel, al repetir el dicho popular “los padres comieron las agraces y los hijos heredarán la dentera” lo formula como interrogante, para concluir que de lo dicho, nada de nada. Porque el pueblo va a espabilar y, aprendida la lección, a partir de ahora va a seguir el buen camino, el de la sensatez, y no va a volver a la andadas.
Pero a Ezequiel siguieron otros profetas, grandes y pequeños, mayores y menores, y todos y cada uno tuvieron que volver a regañar al pueblo de Israel, y a recordar a los israelitas que les iba mal porque se portaban como unos insensatos. Porque ya los padres no contaban, como dijo Jeremías: «El que muera será por su propia culpa, y tendrá dentera quien coma uvas agraces» (Jer 31, 30).
Definitivamente, el dicho será mentira, pero puesto que aquellos padres comieron uvas agrias, sus hijos no pudieron librarse de la grima en sus dientes.
Y así siguen. ¿Y así seguimos?

 
N.B.
Luego está el evangelio de San Juan, y el episodio del Ciego de nacimiento (Jn 9). Y vuelve a salir la frasecita: «¿Quién pecó, éste o sus padres, para que él naciera ciego?» en boca de unos señores referida a la enfermedad del ciego.
Y la respuesta enigmática de Jesús, afirmando: «Ni éste había pecado, ni tampoco sus padres, pero así se manifestarán en él las obras de Dios».
Y la siguiente, no menos contundente, y no menos confusa: «Mientras es de día, nosotros tenemos que trabajar realizando las obras del que me mandó. Se acerca la noche, cuando nadie puede trabajar».
Para concluir con esta otra contundencia: «Mientras esté en el mundo, soy luz del mundo».
Donde resulta que el ciego no era responsable de su mal, pero lo sufría. Y sus padres eran una benditos, pero vasallos al fin y al cabo. El trabajo nos obliga, mientras sea de día, a hacer luz en este mundo, porque si no ¿quién lo va a hacer? Los que quieren las tinieblas desde luego que no.
Así al menos entiendo yo el final de este capítulo:
"Añadió Jesús:
–«Yo he venido a abrir un proceso contra el orden este; así, los que no ven, verán, y los que ven, quedarán ciegos».
Se enteraron de esto aquellos fariseos que habían estado con él, y le preguntaron:
–«¿Es que también nosotros somos ciegos?»
Les contestó Jesús:
–«Si fuérais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste»".

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