El mejor mundo posible

 

Cogiendo carrerilla

Tenía el plan del día hecho desde esta mañana, y en cuanto me puse a ello empecé a cumplirlo. Dos puntos importantes, en torno a los cuales giraban otros accesorios: condimentar los membrillos de la cosecha para hacer de ellos mermelada para el año, y la homilía del domingo sobre la parábola de los talentos.
Una cosa no quitaba para la otra, de modo que mientras cepillaba, cocía y troceaba los amarillentos frutos, le daba a la pelota sobre dónde mejor invertir los bienes recibidos o dejarlos dormir, total la situación no pinta nada bien para los negocios.
Cuando llegó el momento de añadir azúcar desconecté de los talentos y me centré en las mediciones. La homilía, sin embargo, siguió trajinando por su cuenta en tanto pesaba y calculaba.

De repente…

En estas estaba cuando, en una especie de “reseso” que me concedí, leí en un blog amigo estas palabras textuales que parece eran las que sus mentores le decían al gobernante chino hace mucho tiempo, demasiado:
«Hay tres clases de médicos: regulares, buenos y óptimos. Los regulares solo curan enfermedades. Los buenos curan enfermedades y enfermos. Los óptimos, además de enfermedades y enfermos, curan al país.
Hay tres clases de maestros. Los regulares enseñan a leer y escribir . Los buenos educan a quien lee y escribe. Los óptimos enseñan a leer la vida y a escribir el futuro del país.
Hay tres clases de cocineros. Los regulares cuecen alimentos digeribles. Los buenos presentan platos apetitosos. Los óptimos lo hacen con sobreabundancia, para que se reparta bien y no quede nadie sin comer en el país».
La homilía había hecho su labor, la pasta membrillera reposaba dulcemente y a lo nuevo había que darle cumplida acogida.
Desde luego este mundo no es perfecto. No lo es, así de claro.

Punto uno.

Para empezar, el árbol de los membrillos está enfermo; tiempo ha que lo he notado.
Yo no soy el mejor hortelano que le podía caer en suerte.
Y los membrillos, además de pequeños y poco olorosos, siempre terminan acocados por los insectos.

Punto dos.

Ni nuestros médicos, ni nuestros maestros, ni nuestros cocineros, tienen en su mano arreglar todos los problemas que asuelan a este país. Si son regulares, buenos u óptimos… habrá que esperar a ver; y aún así, los resultados tampoco tienen por qué decidir en exclusividad sobre la calidad de nuestros profesionales; también las materias primas cuentan, y otras muchas otras circunstancias que hacen que un diagnóstico no acierte plenamente con la enfermedad, o un estofado no alcance su punto de sazón. Y no te digo si el objeto a trabajar son alumnos y alumnas de esa edad temible de la adolescencia.
En fin, que fácil no lo tienen si todo el resto no colabora, y bien.

Punto tres.

O sea que uno recibió cinco. Otro, dos. Otro, uno. Y ¿qué fue de quienes no han recibido nada? ¿O… no se trata de números, ni de cosas, sino de todo? Y ese todo… ¿no lo tenemos todos?

Concluyendo.

Durante el paseo vespertino para aliviar el ímpetu de mis amigos intento trenzar los tres hilos de mis pensamientos, y con todo ello poco claro, me pongo a teclear la homilía.
Decididamente proclamo que este mundo, con ser tan puñetero, no es, no puede ser, el mejor mundo posible. Nunca lo ha sido; no lo es ahora; y no lo será, no puede serlo, tampoco en el futuro.
Habrá cien mil, cien millones, mil millones de cocineros que hagan un dulce de membrillo mejor que el mío. Es posible que también haya alguna persona que le salga peor.
De médicos nada diré, porque mi médica favorita, la doctora que cuida de mi salud, es inmejorable. Y yo, en sus manos, gozo de una sanidad a prueba de bombas.
Y de los políticos, que esa es la cuestión que ahora está en el alero, tenemos lo que tenemos. Están hechos a nuestra medida, son lo que nos merecemos. Que apechen con la situación, y nos ayuden a salir de ésta.

Una homilía

En cuanto a la homilía, esta mañana se la expongo a mi gente durante la eucaristía. Que ¿qué tal me ha salido? En la próxima, lo digo. O mejor no; quien la quiera oír, que venga. ¡Será todo un honor contar con su presencia!

2 comentarios:

  1. Hay una parábola parecida a la de los talentos con origen en oriente. La resumo: un padre, antes de partir, reparte entre sus hijos su tesoro que son sus semillas. Uno las guarda, otro las lleva al mercado y las vende, otro las siembre. Regresa el padre y pregunta por ellas. El que las guardó las encuentra podridas e inservibles. El que las vendió en el mercado regresa a la plaza y las recupera. El que las sembró le dice: espera, ahora no puedo devolverte tus semillas, hemos de aguardar a la cosecha; entonces te las devolveré, aunque no serán las mismas, sino otras.

    En cuanto al membrillo: es verdad que intervienen los ingredientes y la habilidad del hacedor. Y el amor, esto es lo más importante y lo que hace que el resultado sea realmente diferente. Cuando uno se mete en la cocina parte de lo que tiene, claro, y piensa en el plato, pero piensa esencialmente en sus comensales, y eso convierte el plato en excelente. El médico, el maestro y el político que no piensan en aquellos a los que se dirigen sólo podrán ser buenos o regulares, la excelencia se alcanza pensando en los demás (no sólo pensando, que con la intención no basta, sino invirtiendo en ello todo su talento).

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  2. Coincido con Juan en que la diferencia está en el Amor con que hacemos lo que sea que hagamos.

    En la entrega, en el don al servicio de los demás, tu lo pones muy bien en la etiqueta:poner el alma de las cosas en cada instante porque es ese instante el que es irrepetible.

    Seguro que el dulce de membrillo te saldrá bien y la homilía tambien, la parábola de los talentos es solo una metáfora, todos tenemos una capacidad talentosa para acercarnos a los demás, cada uno con su membrillo particular, hay quien de unos membrillos agujereados hace un buen dulce de membrillo, es cuestión de SENTIR QUIEN ERES EN VERDAD, Y CONFIAR.

    Que mi Amor te llegue con toda la intensidad que siento.

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