¡Im-presionante!


Así, en dos palabras.
Esta tarde dejé lo que estaba haciendo, siempre hay tiempo, y me clavé en la tele. Estaban subiendo el Angliru.
De otra cosa no sabré, pero de bici un poco. Aunque no haya competido ni corrido vuelta alguna, ni pequeña ni grande.
Sé de lo que se sufre sobre el sillín, agarrado al manillar, tensando los abdominales y sintiendo que las rodillas se quejan sin romperse. Sé de la boca abierta hasta el espasmo al subir una cuesta que te deja sin resuello. Sé lo que se siente cuando viene por detrás otro a todo gas y te pasa como un rayo: te quedas clavao. Y sé lo que te pasa cuando terminas y te bajas, que las piernas te tiemblan y no te sostienen, que la mirada no consigue fijarse en nada porque está perdida, y que los pulmones y el corazón continúan trabajando a todo trapo para devolver al todo a la normalidad.
Pues esta tarde un señor que se llama Juanjo Cobo ha dado toda una lección de ciclismo, de agotarse sobre su bicicleta, de aguantar los fuertes repechos como si muriera en cada pedalada, de tirar él solo sin más referencia que los muchos seguidores que a ambos lados de la estrecha carretera le jaleaban y hasta casi le llegaban a estorbar en la subida, de cambiar el plato a la vista de la meta allá arriba y de levantar la mano haciendo no sé qué extraño signo con sus dedos (cuernos del bisonte, dijo el locutor) al entrar sabiéndose vencedor en tan dura etapa.
Me ha parecido impresionante.
El ciclismo es deporte de equipo, pero quien pedalea es uno mismo. O tiras o no tiras. Y si te quedas sin fuelle, no hay nada que hacer.
Juanjo Cobo ha sido hoy un “jabato” y ha llegado al final como todo un campeón.
¡Cuánto he disfrutando viéndolo pedalear! ¡Cuánto he sufrido viéndolo sufrir!


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